Un año ha pasado desde que Nayib Bukele tomó posesión —ilegalmente— de un segundo mandato que la Constitución prohíbe y rechaza de manera clara y reiterada. Un año desde que este país cruzó sin retorno la línea que separa la democracia formal de la dictadura. Y sin embargo, aquí seguimos: como si nada.
Este editorial no es para el régimen. Ya sabemos cómo actúa. Sabemos cómo se comporta una dictadura cuando se sabe impune: persigue, censura, miente, desaparece límites éticos, vacía las instituciones y convierte el miedo en política pública. Eso ya lo hemos dicho. Lo seguiremos diciendo.
Este editorial es para los tibios.
Para esos que se quedaron cómodamente en el centro mientras el país se incendiaba. Para los que se dicen neutrales, pero aplauden desde la sombra. Para los que creen que esto no va con ellos, porque aún no les han tocado la puerta.
Para los que piensan que son los más listos de la clase y lo único que les importa es subrayar la relevancia de sus diagnósticos.
Para los diplomáticos que hablan de estabilidad, mientras asisten a ceremonias ilegítimas. Para los embajadores que alguna vez alzaron la voz por los derechos humanos y hace un año asistieron, felices, a un acto ilegal y hasta se sacaron selfies en el Palacio Nacional.
Este editorial es para los que tienen poder, micrófono o influencia, pero han optado por el silencio, por el cálculo, por la conveniencia.
Es para esos comunicadores, locutores e influencers que, tras la máscara del entretenimiento, se pintaban como neutrales; pero hoy, por miedo o conveniencia, replican, difunden y hasta justifican el discurso del gobierno sin atreverse a cuestionarlo, como si fueran parte de planilla.
Para los que se arrodillan ante los funcionarios públicos.
Es para los columnistas que relativizan la represión. Para los empresarios que hacen negocios con el régimen y luego van a misa para darse la paz.
Para los funcionarios de embajadas que ven, oyen y callan, mientras se criminaliza a periodistas, se enjuicia a defensoras de derechos humanos y se encarcela sin pruebas. Porque el que haya lunáticos en el poder, en sus países, nunca justificará ser cobarde.
Ser tibio no es ser imparcial. Ser tibio es ser cómplice.
Porque cuando la democracia cae, no lo hace de golpe. Cae lentamente, entre aplausos, entre selfies, entre excusas. Y cada silencio, cada mirada hacia otro lado, cada risa nerviosa en una recepción diplomática, la empuja un poco más al abismo.
La historia juzgará a los dictadores. Pero también recordará a los que confían que El Salvador olvidará el papel cómplice que el silencio y la indiferencia jugaron para mantener las injusticias. También recordará a los tibios.
A esos que pudieron decir algo, y no lo hicieron.
A esos que pensaron que quedarse callados los salvaría.
A esos que olvidaron que la neutralidad, en tiempos de injusticia, es ponerse del lado del opresor.
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