Pistolero

No es suficiente que entre nueve y diez personas sean asesinadas a diario en El Salvador, la mayoría con armas de fuego.

No basta con que la violencia letal, de las pandillas, del Estado, de incipientes grupos de exterminio, siga mandando en los barrios y cantones más pobres del país.

No basta que el presidente diga medias verdades o mienta al declarar:

“Podemos decir con certeza que la población ha recuperado la esperanza de poder vivir en paz y tranquilidad”.

Tampoco basta con que el presidente de la Asamblea Legislativa diga, sin remordimiento alguno, que ha dado plata –dice que es de él, pero sigue sin probar que no es dinero público– para armar “grupos comunitarios” y, con ello, darles licencia implícita para matar.

No es suficiente. En nuestro eterno ciclo de violencia no basta con eso.

En El Salvador también es posible que un diputado lleve su pistola a la sede del primer órgano del Estado, que un periódico le tome una foto y la publique y que el diputado diga, con toda su arrogancia por delante: “¿Y qué? La ley me lo permite”. Eso no es cierto: el reglamento interno de la Asamblea Legislativa prohíbe la portación de armas en sus instalaciones.

Este diputado es de Arena y se llama Ricardo Velásquez Parker. Es joven, con lo que algún incauto podría pensar que su pensamiento también lo es; o que al menos no está anclado en el Medioevo o en el viejo oeste. Pero no.

Cuando le preguntaron para qué había llevado una pistola al Palacio Legislativo, justo el día en que el presidente Salvador Sánchez Cerén informó a la Asamblea sobre su tercer año de gobierno, Velásquez Parker dijo a los medios o a sus colegas que para protegerse, porque por el tráfico debió caminar un par de cuadras y temía enfrentarse con grupos pro-gobierno.

Este señor es representante de quienes lo eligieron y su puesto debería exigirle, sino otra cosa, entender que él, como cualquier diputado, manda con sus actos señales al resto de los salvadoreños de lo que está permitido y lo que no. Su mensaje es, simplemente, que en El Salvador se vale andar con mentalidad de pistolero por las calles. Que la violencia –imaginaria en su caso: en un todoterreno, con guardaespaldas, la inseguridad diaria que aqueja a El Salvador no tendría que pasar de ser para él un murmullo molesto– se resuelve con violencia. Pistola con pistola. Balazo con balazo.

Luego de la firma de los Acuerdos de Paz de 1992, los dos partidos políticos que han administrado el Ejecutivo y el Legislativo, los mismos que firmaron aquella paz, no han podido trascender a la idea esa de que la única manera de atender la violencia, sobre todo sus causas, es con la matonería del Estado.

Primero fue el partido de Velásquez Parker, Arena, el que intentó vender como soluciones sus manos duras y, en ese camino, permitió la sofisticación de las pandillas y, de paso, la infiltración del narcotráfico en el sistema político y en la fuerza pública.

Luego fue el Fmln el que sucumbió a la idea de que tolerar los abusos protagonizados por sus agentes –47 casos de ejecuciones extrajudiciales a manos de policías o soldados denunciados a la Procuraduría de Derechos Humanos en tres años, por ejemplo– era una buena manera de doblegar a las pandillas. En ese camino, el Fmln ha vuelto a hacer política pública la criminalización de los jóvenes que viven en los barrios más peligroso del país.

Hoy, la imagen del diputado Velásquez Parker encaja, perfecta, con esa mentalidad, peligrosa e inútil, de que en El Salvador el argumento del pistolero siempre será bueno. (Otra ironía en este caso es que este legislador se dice ferviente defensor de la vida cuando habla del aborto).

Hay suficientes pistoleros en las calles del país como para tolerar otro más en la Asamblea Legislativa.

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