Hay que agradecer a las personas del mundo real –donde no se hace exposición mediática o en redes sociales– que ayudan a la gente que está sufriendo por padecimientos de salud.
La acción me conmovió. Doña Xiomara lleva alimentos todas las semanas a los padres de los pacientes de oncología del Centro Médico Ayúdame a Vivir, donde le brinda tratamiento a los niños con cáncer y que trabaja en asocio con el Hospital Benjamín Bloom. Ella es tía de una adolescente que recibe tratamiento por la enfermedad. Una noche de enero pasado, preparó los platos descartables con dos tamales de elote, crema y frijoles molidos para dárselos como cena a los cuidadores de los pacientes.
Me puse a pensar sobre cuánta sensibilidad debe tener una persona para tomarse el tiempo de comprar o elaborar tamales, ocuparse de buscar crema y moler frijoles para entregarlos calientes a los padres, quienes están cansados por el ajetreo de luchar por la vida de sus hijos. Esa noche, el alimento los sació. Entre los pasillos he conocido relatos de madres y padres que tienen varios meses de estar hospitalizados junto a sus hijos y no tienen dinero para comprar comida.
– ¿Cuántos años tiene su hijo?– me preguntó doña Xiomara.
– Tiene diez. Y es mi sobrino– le respondí.
– ¡Qué bueno! Yo también soy tía. Mi sobrina tiene 13 añitos y ha estado delicada. En año nuevo la bajaron a la Unidad de Cuidados Intensivos– me dijo, con voz pausada.
Su confesión me estremeció. Desde que a mi sobrino, JD, le diagnosticaron cáncer, tengo estrujado el corazón. Lloro con facilidad. Apenas tiene diez años y es amante de las cosas hermosas. Le gusta ordenar al cóctel de camarones en salsa rosada y tomar limonada frente al mar, mientras coloca sus pies sobre un banquito.
JD fue siempre el mejor pasajero de mi Kia Spectra, el carro que dejó atrás sus mejores años y que tuve que vender. Aunque JD quiere ir a Cancún, ese viaje va a tener que esperar un poco. Hemos emprendido una carrera prioritaria: la carrera por su vida, en donde las quimioterapias, sonreír y amar con locura son cosas que no se pueden postergar.
En medio de esta tempestad –sin contar el lío electoral que saca “lo mejor” de cada persona–, he encontrado la solidaridad que nos sostiene y que me reafirma que El Salvador no se ha hundido.
“Todos los días, decenas de personas tienen gestos de solidaridad hacia los demás, sin hacer ruido y sin compartirlo en sus redes sociales”.
En el mundo real existen personas que sirven comida a extraños, regalan abrigos cuando hace frío o brindan palabras de aliento a quien lo necesita. En estas noches en el Centro Médico he sido testigo de una cadena de solidaridad impresionante. Empieza desde el momento en que los niños reciben su tratamiento de forma gratuita y se extiende hasta los padres, quienes siempre tienen un plato de comida caliente. Los donantes son grupos de personas, iglesias, amigos o familiares de pacientes que han fallecido o se han recuperado y dedican su tiempo y dinero a esta labor.
El Hospital Bloom es una especie de zona cero, neutral, donde personas de diversos credos y pensamientos conviven sin inconvenientes, un modelo de convivencia ejemplar que deberíamos reproducir en todos los rincones de El Salvador. Aquí no hay troles ni insultos. Los extraños oran por los niños y los familiares, creyentes o no, se respetan y lo agradecen.
En El Salvador, el voluntariado está reconocido con una ley especial y los gestos solidarios son distinguidos cada 5 de diciembre. En el país no existe un registro sobre el número de voluntarios que trabajan desinteresadamente a escala nacional. Cuando laboré en una institución que vela por el bienestar de los niños con cáncer, entre 2016 y 2018, aprecié el brazo fuerte que mueve a las instituciones sin fines de lucro con poco presupuesto: los voluntarios de todas las edades.
A todos ellos, mi respeto.
Obrigada.
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