Mi generación

Nací en la frontera que divide lo que en Estados Unidos se hace llamar Generación X y los Millenials. En El Salvador, mi generación, como la describe Elena Salamanca, es la de los niños de la guerra. Nosotros éramos niños cuando se firmaron los acuerdos de paz en 1992, pero nos hicimos adolescentes en las posguerra. No tengo recuerdos relevantes de la Policía Nacional o de la Guardia Nacional, tampoco de discusiones políticas, ni de disidencias. La guerra consumió toda mi infancia vivida entre un barrio obrero de San Salvador y una ascendente clase media.

Me hice adolescente cuando Héctor Silva se convirtió en el primer alcalde progresista de San Salvador. Silva era un hombre articulado, pensante y profundo, quien nunca evitaba criticar a una derecha encarnada en ARENA que hegemonizaba todo desde el poder económico, el aparato judicial hasta a la Asamblea Legislativa. En los tiempos de ARENA, sin discusión, se aprobó el acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y ese partido siempre se negó a una ley de transparencia de la gestión pública. Esto pocos lo recuerdan.

Los progresistas de mi generación nos soplamos los 20 años de ARENA en la que vimos pasar al representante de los poderes fácticos que firmaba la paz con la guerrilla (Alfredo Cristiani), el arenero tradicional que negociaba grandes reformas (Armando Calderón Sol), el neoliberal comprometido que tenía aspiraciones geopolíticas (Francisco Flores) y el “populista” que concentró la mayor cantidad de poder que jamás haya visto (Antonio Saca). Entre 1989 a 2009, ARENA hegemonizaba todas las esferas de la vida salvadoreña, un nivel que ningún gobierno del FMLN ha llegado y que, con una victoria, ARENA seguramente volverá a alcanzar.

Para mi generación, el progresismo era la expresión democratizadora y modernizadora que se oponía al desaforado poder económico y planteaba una ética que enraizada en la solidaridad, el bien común y una visión de avanzada de la moralidad. Así que cuando el FMLN gana las presidenciales de 2009, mi generación sintió  la responsabilidad de colaborar. Creímos que, si nuestros antepasados habían luchado contra la dictadura militar y dieron su vida por una patria más justa, los niños de la guerra debíamos colaborar.  Poco a poco, la generación que hizo la guerra nunca estuvo dispuesta a dejar sus posiciones. Ellos eran los únicos que decidían la agenda y el ritmo de las cambios. El cambio de ARENA al FMLN fue uno de gobierno, pero no de generación. En los gobiernos del FMLN, conocimos  gente con gran calidad humana y técnica, pero también muchos políticos reaccionarios que enmascaraban su mediocridad en una jerigonza revolucionaria.

Lamentablemente, mi generación tardó tiempo en alzar su voz. Los jóvenes que lideraron la resistencia en contra la privatización del agua evidenciaron que las viejas lealtades han sido traicionadas. Por años, nos acostumbramos a ver a esos viejos políticos conservadores a través de su pasado juvenil en los setentas y ochentas. ¿Qué hacer de ahora en adelante? Hay dos claras avenidas para las transformaciones patrias: insistir que el agua es un derecho humano y la república se deberá reconfigurar de acuerdo a ese derecho social. La segunda avenida es enfatizar que las luchas por mejorar  la vida de las mujeres y las minorías sexuales son tan centrales como el debate de la economía política.  La reconstrucción del progresismo salvadoreño dependerá de cómo avancen esos temas. Lo que le ha quedado claro a mi generación en estos últimos años –esa de niños ilusos que creyeron que un partido lo podía solucionar todo- es que las cosas cambian no por elecciones, sino por el esfuerzo colectivo de muchos y muchas en una multitud de arenas políticas. Aún queda mucho por lo cual soñar.

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