El mundo que ha sobrevenido con la pandemia arrastra consigo el peso de la fatalidad presente en la tragedia griega. Por un lado, la idea de catástrofe inscrita a fuego en el destino humano; por otro, el sentimiento de inevitabilidad asociado a un desastre sobrenatural cuya influencia navega desprovista de horizontes. En la mitología griega, Sísifo, rey de Éfira, es castigado por Zeus a encumbrar una pesada roca que rueda hacia abajo cada vez que este logra intuir la cima. Su malogrado propósito ejemplifica el sentimiento trágico que alberga la existencia humana. ¿No se parece el mítico relato a nuestro estado actual de confinamiento, en el que una catástrofe sobrevenida parece sumergirnos en un sinfín de sacrificios ineficaces? El acto de empujar la roca encarnaría las insufribles obligaciones cotidianas (confinamiento, uso de mascarilla, etcétera), mientras que la insolvencia para hacerla descansar sobre la cima se equipararía a la manifiesta incapacidad para evitar nuevos brotes.
Para Albert Camus, sin embargo, hay algo más en Sísifo. El laureado francés llega a afirmar que el absurdo del relato debe entenderse desde la disputa que cada uno libra para expiar una culpa insoslayable (afrenta a los dioses). ¿No podríamos extender las palabras de Camus a la política actual de confinamiento, de manera que nuestros sacrificios, como los del viejo rey, fueran la reacción a algo más profundo que anhelamos reconducir sin saber cómo? Vayamos por partes.
Una pista para empezar nos la proporciona el genial Benjamin Constant, quien advirtió que para aquellos que no vislumbran horizontes allende la propia vida, esta se convierte en la única razón de vida. El futuro queda así comprimido a un instante eterno en el que la desenfrenada actitud hiperconsumista sustrae al hombre del derecho a una existencia plena. Y en ese alarde de ostentación, su destino se reduce a suprimir todos los dominios externos para dar rienda suelta a su ambición. Sin embargo, este afanoso empeño no nos ha conducido a la tan añorada libertad prometida, sino a un embrutecimiento existencial en el que un mundo sin relieve es gobernado por la maximización del prestigio personal. ¿Y no es acaso este afán de novedades (sin novedad) lo que ha marcado por encima de todo nuestro más reciente destino anterior a la pandemia?
Todas las ideologías que dieron forma a nuestra moderna edad de consumo se empeñaron en desterrar cualquier autoridad que pusiera en peligro la libre satisfacción de nuestras preferencias. Las corrientes feministas, ecologistas y animalistas nos emanciparon de las muy distintas opresiones ejercidas contra la atomizada individualidad de cada uno. Pero su éxito fue nuestra desgracia. Una vida consagrada a derribar ídolos amenaza la entera existencia y nos coloca ante la ausencia de los poderes protectores que de ellas emanan. En esto Nietzsche alcanza una clarividencia extrema: “Tras la muerte de Dios, la salud se eleva a diosa”. Y entonces, del infausto miedo a morir infundido por los dioses, el hombre transita confundido por el miedo a vivir que le suscita su ausencia. Haciéndose abandonar por aquellos, malogra cualquier empresa de alto vuelo reduciendo sus esfuerzos a dar placer a sus más inmediatas provocaciones. La sociedad se repliega y, atormentada, contrae a la mínima expresión su espíritu dinámico.
La irrupción del confinamiento cumple con dos motivos estratégicos en la sociedad del sacrificio: proteger al hombre del sentimiento de inconsistencia vital para regresarlo a esa condición en la que una vez estuvo lleno, habitado y preocupado por las cuestiones más existenciales. En la tragedia el hombre se sacrifica. Así lo presenta Esquilo en la Orestíada donde Agamenón sacrifica a su hija Ifigenia para salvaguardar la reputación de la flota griega; y lo que sigue ya se lo imaginan; el Coro invoca: “Castigo al culpable, está en el orden divino”. El hombre sufre porque es culpable y su culpabilidad queda grabada en la memoria de un ser superior que lo mortifica.
Pero, ¿cuál podría ser la culpa que atemoriza al hombre confinado?, ¿qué dolor ansía ser expiado? No otro que el de esa vida de empacho alimentada por una desatada energía mercantil con la que erróneamente confiaba alcanzar el paraíso. A tal fin no hizo limitar su afán consumista a la actividad propiamente de consumo –como la prudente razón vaticina–, sino que redujo todo su mundo a los valores consumistas. Ello con el objeto de acelerar esa robusta convicción de verse libre de cualquier impedimento (libre de la religión, de la familia, del patriarcado, etcétera); lo que, en últimas, no hizo más que desgastar el sentido inscrito en cada uno de sus empeños. Se amputó los pies para avanzar más rápido y llegar más lejos, y ahora, sin horizontes, su mirada se precipita desconsolada.
Una inquebrantable sed por recuperar la solidez que anida en las cosas llama a la puerta del hombre confinado. Se aísla para restaurar las secuelas que le provocaron sus propios excesos; para escapar del sórdido mundo de una vida activa contra la primacía tradicional de la vida contemplativa. Ansía una catarsis como esa que experimenta el pueblo de Tebas puesta en boca de Creonte con el fin de restaurar el corrosivo desorden social que propició el asesinato del rey Edipo. Y para ello se sacrifica. Se autoinflige las más severas de las incomodidades (higiene extrema, distancia social, etcétera) con el visible fin de reconducir su torcido fuste y elevar el valor de su existencia. Su felicidad, como en el Sísifo de Camus, viene trazada ahora por el impero de las cuatro paredes. El muro ha dejado de ser un obstáculo a su libertad para constituirse en el único reducto de sentido; el confinamiento recupera el desacreditado sentimiento del bien común que nace de la comunidad social. Ahora nos aislamos para protegernos, cuidarnos, esto es, para sentir que la vida tiene un propósito más extenso que el recogido en nuestra mera existencia.
En este sentido, las razones sanitarias que han servido de justificación al confinamiento son abandonadas por otras más profundas de índole religioso. El hombre que vino empujado a la pandemia padecía una desorientación y cansancio crónico; mellado por una audaz obsesión hacia el rendimiento nos recuerda el filósofo Byung-Chul Han. Cuando la sociedad vive sustraída frente a cualquier injerencia, acaba haciendo de la vida la más insoportable de las injerencias. Entonces, un estado de excitación se apodera de la sociedad incapaz de gobernar todo aquello que de su interior explota como pasión y emoción: ¡renace la tragedia!
La poesía homérica es clarificadora en este sentido. En ella despunta la problemática existencial de un sujeto alineado que es invocado por la incertidumbre que alimenta en su alma el conflicto entre mente y corazón; ¿no recuerda el destino del héroe trágico (Odiseo) que lucha contra un mundo que lo engulle al de esa sociedad hiperconsumista donde su realización pasa por devorarse a sí misma? En ambas tragedias, un rabioso estremecimiento ahoga la serenidad del alma humana; en la griega, alimentada por la pequeñez de un hombre mortal y temeroso; en la nuestra, por el alcance individualista de un espíritu incapaz de comprometer la vida a valores más elevados que los del bolsillo.
¿Y qué hace el hombre de hoy para combatir la turbación que le suscita su alma consumista? Apela al confinamiento como ese estado de contrariedad que en la fatalidad de verse comprimido a una existencia mínima (reclusiones, toques de queda, etcétera) termina hallando una desconocida fuente de sentido. ¿O es que la “nueva normalidad” avivada por el tormento de innumerables controles y registros no infunde una cierta satisfacción de estar haciendo bien las cosas? Palpita en el fondo de nosotros un sentimiento de utilidad social, de grata participación para con la causa colectiva que logra socavar la fuerza nihilista que nos antecedía. “Me cuido para cuidarte”, reza su lema.
De cualquier modo, debemos mostrar cautela. Aunque el confinamiento proporciona sentido a una vida que ha dejado de tenerlo, su éxito es transitorio. Si bien está facultado para atravesar el vacío de una sociedad hiperconsumista (nuda vita), lo hace reducido a un estamento de privaciones (ciñendo al máximo nuestros movimientos) que ponen en jaque las bases (económicas y sociales) que lo hacen posible. No reside en el aislamiento una satisfactoria explicación social del mundo, sino la trágica imposibilidad del hombre para elevarse virtuoso desde su atormentada existencia.
*Antonini de Jiménez es doctor en Economía por la Universidad Católica de Pereira, Colombia. Ha sido profesor universitario en Camboya, México y Colombia. @antoninidejimenez.
Opina