A Héctor Josué Aldana, ingeniero agroindustrial, lo asesinaron hace seis años. Ayer, Skype y Hotmail me recordaron que él estaría cumpliendo años si siete pandilleros, entre ellos dos menores de edad, no le hubieran arrebatado la vida aquel fatídico 26 de noviembre de 2011. Para esa fecha, su asesinato sumó al promedio de 12 homicidios diarios de El Salvador. Su nombre y apellido figura desde noviembre en un expediente que consigna también la captura de los siete pandilleros, quienes lo privaron de su libertad para robarle $300 y su vehículo todoterreno.
Su caso se hizo público porque su familia reportó su desaparición en las redes sociales y porque durante su vela, un grupo de amigos se manifestó públicamente en las cercanías de la plaza monseñor Óscar Romero. De hecho, su desaparición y la movilización de sus familiares y amigos hicieron que el caso se volviera “trending topic”. Esto permitió agilizar las investigaciones del Ministerio Público en un país donde más del 60 % de los homicidios están en “sobreaveriguar”. Es decir, no se sabe quién fue, no hay testigos y se desconoce el móvil del crimen. Dos meses después de este asesinato y de que las estadísticas contabilizaran 1,170 muertes violentas más, el entonces presidente de la República, Mauricio Funes, dio un viraje a la seguridad pública. Esa que, según la percepción de los salvadoreños, medida por casas encuestadoras salvadoreñas, ha desplazado a la economía y a la pobreza unos escaños, y es desde hace más de 12 años el principal talón de Aquiles de las autoridades.
Cuando Héctor murió, una parte de su familia también fue asesinada. Las rutinas y la dinámica de sus dolientes cambiaron. El miedo, la tristeza y la frustración ya fueron, en alguna medida, sustituidos por la resignación, esta que nunca termina de llegar. Héctor Josué tenía 29 años cuando lo asesinaron. Las cifras de muertes violentas en El Salvador, registradas por el Instituto de Medicina Legal (IML) y sistematizadas por Fundaungo, indican desde 2005 que las principales víctimas de homicidios, más del 50 %, tienen rostro masculino y están entre los 15 y 29 años. Así Héctor fue uno de los 555 hombres jóvenes, de entre 25 y 29 años, asesinados durante 2011.
En su familia, a Héctor le llamaban Josué. Benjamín, uno de sus hermanos, recuerda que desde 2008, cada Semana Santa, Josué se iba a servir durante toda la semana. El padre Dennis Doren, su guía espiritual, llegó a nuestro país en 2008 y quedó impresionado con el celo de Josué, “Chipuka”, como era conocido en el movimiento Católico Regnum Christi (RC), para ayudar a los demás. “Siempre atento a las necesidades de los otros, era un gran misionero. Cada Semana Santa se iba a misionar en Chalatenango, era ejemplar, dedicadísimo, atento. Se veía la fineza de alma que tenía, muy espiritual, buscando descubrir, aceptar y hacer la voluntad de Dios”. “Siempre imaginé que se trataba solo de rezar y hacer ese tipo de cosas; tiempo después de que él falleció tuve el honor de ir y compartir esos momentos; y, entendí porque le gustaba; es algo tan especial y bello que llena tu corazón y estás esperando a la próxima Cuaresma para ir y vivir nuevamente esa sensación”, explica su hermana menor.
El hermano-papá
Cuando yo lo conocí, Josué tendría unos diez años. Era el segundo de cuatro hermanos. Fuimos cercanos porque yo frecuentaba a su familia. Hasta llegué a vivir en su casa durante una semana. Para ese momento, él tenía 18 años. La última vez que lo vi fue en un centro comercial. Él me invitó a su grupo religioso y a pedalear. Ayer, cuando él estaría cumpliendo 35 años, decidimos recordarlo con sus familiares amigos. Este ejercicio nos permite ponerle no solo nombre y apellido a una de las víctimas de uno de los dos países más letales del mundo; nos permite describir quién era una de las 4,371 personas asesinadas en El Salvador durante 2011.
Josué también fue un “hermano-papá”. Sus padres estuvieron fuera del país por un tiempo y él asumió el rol de jefe de hogar. “Él era responsable de pagar todo (comida, recibos), irnos a dejar, irnos a traer; pedirle permiso, darnos dinero… las tareas de un papá. Realmente ahora que se fue, he visto que tenía un súper hermano, el cual nos apoyó y nos sigue ayudando”.
Después de su asesinato, su familia se enteró de que Josué lideraba un proyecto para construir aulas en una escuela ubicada en la Costa del Sol. Con esto se pretendía enseñar oficios a menores de edad de la zona durante las tardes, una vez finalizadas las clases, para que no corrieran el riesgo de ser reclutados por las pandillas de ese sector. Vale la pena recordar que fueron pandilleros quienes asesinaron a Josué y que el Gobierno de este país hizo una tregua con ellos; además, que Arena y el FMLN han negociado con las pandillas en época electoral, o por lo menos es lo que sabemos.
Su mamá lo recuerda como un hijo obediente, humilde, alegre. “Nunca nos faltó el respeto o contestó mal; aceptaba los consejos; era dedicado al estudio; ayudaba en las actividades de la casa; acataba las instrucciones que le daba… Siempre fue un hijo excelente, pendiente de toda su familia”.
Josué obtuvo su último título académico en la UCA. Tuvo notas excelentes en el diplomado de “Finanzas para no financieros”, del cual su familia desconocía que estaba estudiando. “Nos dieron su diploma algunos días después de que falleció”, me escribe la mamá. El diploma se lo entregaron a ella el 9 de diciembre de 2011.
Efraín Montes, uno de sus mejores amigos y colega, lo recuerda también como una persona excepcional. “Como compadre siempre fue muy dedicado en su papel de padrino, siempre llegaba con algún regalo para su ahijada y la visitaba con frecuencia… Fue un golpe durísimo. Creo que jamás he vuelto o he tenido un impacto tan fuerte en mi vida. Me afectó emocionalmente. Yo confiaba plenamente en él. Siempre sabía que él me podía ayudar y apoyar en cualquier cosa que le pidiera”. Efraín fue de las últimas personas que vio a Josué, horas antes de que lo asesinaran. “Verlo irse de tu casa en la noche, y que el día siguiente ya no estaba… no me cuadraba tan rápido. Aún tengo la voz de él en mi cabeza bien presente, como si fuera ayer. Aun después de casi seis años, me hace mucha falta”.
Otra de las historias que desconocía su familia era que Josué convenció a uno de sus compañeros para que, entre los dos, pagaran las cuotas de la universidad de una de sus compañeras. Ella y su madre estaban enfermas y ya no podían con el gasto universitario. “No sabes en qué momento te va a dar la bendición el señor”. Estas palabras tocaron a su compañero. Así, ella también logró graduarse. Sin esta ayuda económica no lo hubiera logrado.
Benjamín está seguro de que, si Josué viviera, ayer lo hubiera llamado para pedirle que fueran a comprar sodas y un pastel para celebrar en la noche. Le hubiera pedido llamar a sus amigos para invitarlos. Le hubiera pedido que invitara a su novia y que fuera a traerla con tiempo para que todos estuvieran temprano en la casa. Y sabe que él andaría a la carrera buscando un obsequio para darle. “Desde hace varios años no escucho su voz. Extraño sus consejos y aquellos reclamos por rebasar por el carril derecho, camino a San Miguel, que ya no hago más. Lo extraño y lo recuerdo tanto como se puede porque no se deja de amar. Era mi amigo, mi consejero, mi maestro y, de vez en cuando, mi jefe; pero sobre todo mi hermano, un hombre de gran y noble corazón, valiente, trabajador y un católico que hoy está en la presencia del creador”.
Para Benjamín, su trágica partida es lo más difícil que le ha tocado afrontar como familia. “Un grupo de sujetos lo vio manejar solo por la noche y decidieron asaltarlo. No les bastó quitarle su vehículo, que tanto le había costado pagar, sino que lo golpearon, le quitaron hasta los zapatos y después decidieron asesinarlo porque tenían armas y podían hacerlo. Nos tardamos tres días en encontrarlo en Medicina Legal, gracias a una llamada de una persona de buen corazón, que vio que lo buscábamos en las noticias”.
El 17 de abril de 2013, el Juzgado Especializado de Sentencia de Santa Ana condenó a 42 años de cárcel a cuatro de los siete pandilleros: 30 años por homicidio agravado y 12 por robo agravado.
“A mí, me hace una gran falta. Lo extraño todos los días. Me siento orgullosa por ser su madre, por ver cuánto hizo y a cuántas personas tocó con su gran corazón. Perdí a mi hijo, que era un gran hombre, y ahora solo quedan sus recuerdos y el amor que tenemos por él. Dios nos dio un hijo que nos amó, que su pérdida ha sido lo más difícil que hemos tenido que pasar. Su ausencia es un gran vacío en mi corazón; pero sé, por fe, que está en la presencia de Dios”, dice su madre. Ella recuerda que la última obra que Josué dejó a medio andar fue finalizada por la empresa para la que él trabajaba: esas tres aulas para jóvenes en riesgo que residen en la Costa del Sol. Allí le pusieron una placa que recuerda su legado, en un país donde ser joven —de acuerdo a las cifras de homicidios, violencia sexual, robos y hurtos— significa estar en riesgo constante. O ser sospechoso de haber cometido un delito.
Opina