De la tristeza y la alegría LGBTI

Este sábado marcarán 20 años desde la primera vez que un grupo de 200 gais, lesbianas, mujeres trans y travestis se tomaron la calle desde el Parque Cuscatlán hasta la Plaza Morazán en la primera marcha de orgullo LGBTI+ celebrada en el país.

La fecha del 24 de junio de 1997 cupo perfectamente dentro del marco del mes de Pride celebrado a nivel mundial, insertando a El Salvador dentro de lo que ya era un vibrante movimiento social. Sin embargo, según William Hernández de Entre Amigos, la fecha se eligió no para “vincularse al gay pride gringo”, sino para conmemorar las entre 12 y 20 víctimas de una desaparición masiva de mujeres trans durante el conflicto armado.

Esta historia tan dolorosa, ya que nunca se les ha hecho justicia ni a las víctimas ni a las sobrevivientes, es algo muy particular a nuestro contexto salvadoreño y a nuestro pasado de guerra civil. Sin embargo, la desaparición como impulsora de lucha y orgullo también se entrelaza con las narrativas que propulsan el movimiento y la comunidad LGBTI+ a nivel general: profundas tristezas que dan a luz a una tremenda felicidad que solo puede provenir del goce de seguir con vida.

En ejemplo, me alejaré de El Salvador hacia Estados Unidos por un momento solo por ser este el país del motín de Stonewall, que generó la primera marcha del orgullo y también por ser el país de origen de varias personas de la solidaridad internacional que acompañaron al naciente movimiento LGBTI salvadoreño en esa primera marcha. La razón por la cual muchos de estos estadounidenses ya venían sensibilizados en el tema tiene que ver directamente con la fuerza arrasadora del SIDA en Estados Unidos, que para finales de los noventa apenas iba en declive.

Gran parte de la baja en nuevos casos de VIH en esos momentos se debió a la conformación de todo un movimiento social y cultural que alzó su voz contra el estado negligente por permitir las muertes de cientos de miles de personas por el SIDA, entre ellas actores, deportistas, artistas y de relevancia para mi punto anterior, miles de activistas sociales. Es decir, toda una generación en Estados Unidos está marcada social y culturalmente por la muerte gay.

En El Salvador, el SIDA y la pérdida de vida humana también catalizó el movimiento, solo que lastimosamente sin un alcance tan transversal como lo tuvo ACT UP! en Estados Unidos. Para hablar solamente de la capital, Entre Amigos, la primera organización LGBTI formalmente establecida en el país, nació de los grupos de apoyo para personas seropositivas de FUNDASIDA y cobró fuerza como defensor de derechos humanos mediante las denuncias a los crímenes de odio cometidos principalmente contra hombres gay, travestis y mujeres trans.

Esta coyuntura del 20º aniversario de la marcha me ha hecho meditar en lo mucho que nuestras identidades diversas están marcadas por la pérdida, por el temor y por el dolor. Mi propia tristeza como persona poco visible no es nada comparado, por ejemplo, con lo que me ha tocado acompañar desde que me di cuenta que era queer. Son demasiadas las veces que he tenido que tomar a una amiga trans de la mano porque no la reconocen como mujer en su trabajo, que he tenido que esperar en silencio mientras una amiga lesbiana recupera las palabras para seguir describiéndome su más reciente ataque homofóbico, las veces que he tenido que acompañar a un hombre afeminado a la gas porque corría demasiado peligro yendo solo.

Sin embargo, para mantener la cordura nos toca vivir con el a veces peligroso refrán “reír para no llorar” siempre en la mente. La tristeza LGBTI es tan omnipresente que incluso este año, en el mundo anglófono, ha sido adoptada como la mascota no-oficial del Pride El Babadook, monstruoso protagonista de una película de terror que sirve de metáfora para la depresión.

Es decir, la marcha del orgullo por necesidad se tuvo que conformar como una celebración además de ser una conmemoración, como cuando la familia y amigos del difunto se echan sus tamales y toman ron en el velorio. Desde 1997, la marcha ha sido una oportunidad de expresar la alegría y el triunfo de vivir, y de poder celebrar esa vida con miembros de nuestra comunidad, aunque a veces sea en honor a los que no pudieron decir lo mismo.

A la medida que la población se vuelve más y más visible y mejor posicionada al pasar de los años, las complejas conversaciones acerca de la misoginia en la comunidad, el patrocinio de la empresa privada y la respetabilidad versus la frivolidad del evento se irán agudizando. Con tal de que nuestro Pride no sea un acto que interpele meramente a gais y lesbianas de clase media y que siga siendo un evento también de las mujeres trans y travestis del interior, de los hombres gais de barrio y de las lesbianas machas y combativas, estoy más que dispuesta a tener esas conversaciones con apertura y seriedad.

Sin embargo, por el contexto tan homofóbico en el que vivimos, la marcha del orgullo en El Salvador siempre representará un choque contra la moral tradicional y, por lo tanto, una acción reivindicativa, independientemente de cómo el evento se quiera estructurar. Como bien escribe Amaral Gómez Arévalo en su artículo sobre la historia de la marcha en San Salvador:

“[El] ocupar la calle en un acto político de reivindicación de Derechos, el sentimiento de temor internalizado por las personas LGBTI, por el odio y la ignorancia que la homofobia promueve […], se ve superado por la acción colectiva”.

¡Qué lindo el suspiro de alivio que provoca esa superación del miedo y la tristeza en comunidad! Por esto, la marcha es (y espero siempre será) tanto regocijo como un sacarle el dedo a la intolerancia a través de la alegría. A pesar de todo lo que se ha vivido, el tema es que seguimos con vida. Con todas las implicaciones que conlleva este hecho, no hay mucho más poderoso que marchar con goce en celebración de esto.

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