A la muerte, con todo respeto

Este pasado jueves se estrenó ¡por fin! en El Salvador la película “Coco”, que retrata la cultura mexicana del Día de Muertos a través del estilo de Pixar-Walt Disney.

[Alerta spoiler: aunque en realidad la siguiente crítica sí contiene información detallada sobre “Coco”, se puede leer sin arruinarle la experiencia a quienes aún no han visto la película]


Miguel Rivera, un niño zapatero que quiere ser músico, camina por un puente hecho de flores anaranjadas —de cempasúchil se llaman— en ruta hacia el inframundo, ahí donde habitan los muertos a los que los vivos no hemos olvidado. Miguel camina al mundo de los muertos, pero lo que vemos en la pantalla es una explosión de vida, una secuencia animada cargada de música y de color. De mucho color.

De eso va Coco, la nueva película de Pixar-Walt Disney, del encuentro de un niño y los adultos que lo acompañan con la muerte: la propia y la de quienes aman. Como otras de esta casa fílmica, Coco es un producto sobre asuntos de mucha trascendencia para las almas adultas, como la reflexión sobre el fin de la vida, contado en clave de aventura infantil.

El trasfondo visual es el colorido de la fiesta mexicana del Día de Muertos, que se celebra el 2 de noviembre, y de la cual también tenemos nuestras propias versiones en varios países de Centro y Suramérica. Esa fiesta, como sabemos quienes la hemos vivido al sur del Río Bravo, suele estar llena de color: más que una sombría conmemoración de la muerte es una celebración de la vida que creemos existe del otro lado luego de que el cascarón físico se nos marchite para siempre.

Coco respeta ese espíritu, lo celebra, y hace que la película sea un gigantesco altar de muertos, no solo porque su guion camina sin exabruptos por la muy universal cuestión de la vida después del último suspiro, sino porque todas las referencias visuales y textuales respetan los detalles que rodean el Día de Muertos en América Latina, sobre todo en México.

Casi siempre que una película estadounidense aborda un tema, una cultura, una narrativa latinoamericana lo hace desde los clichés, los prejuicios y las inexactitudes con que los gringos se refieren a nosotros, latinos. Y casi siempre los resultados son pobres porque esas películas no logran deshacerse del tufillo burlón con que la cultura anglosajona dominante suele referirse a la minoría exótica. Y casi siempre el asunto entraña una muy sutil —o no tanto— falta de respeto a la otredad.

Ejemplos de lo anterior hacen que incluso películas firmadas por grandes del cine estadounidense —como Oliver Stone en Salvador— no sean más que monumentos al irrespeto cultural.

Se me ocurre, como muestra, Spectre, la última película de James Bond interpretada por Daniel Craig, la cual arranca con una secuencia que utiliza como trasfondo una celebración de Día de Muertos que no existe; según esta versión fílmica, la fiesta es un desfile que recorre las calles del centro mexicano, una especia de carnaval al estilo Río. Tampoco: la devoción al altar de muertos es un acto íntimo, entre la familia y sus difuntos; es, como la navideña, una fiesta a puerta cerrada, pero esta en el panteón. Coco, la película, entiende esas sutilezas, por eso es tan buena.

Coco incluso encuentra espacio para burlarse de las superficialidades con que lo USA-chic suele abordar lo latino, como cuando se mofa, con mucho tino y gracia, de las simplificaciones que suele hacerse de la obra y figura de Frida Kahlo desde el mainstream progre en los Estados Unidos.

La película, claro, es un producto estadounidense, y está hablada en inglés. Es una película gringa con tema mexicano, pero bien hecha, tanto que es difícil pensar en otro producto de comunicación masiva que recoja tan bien el sincretismo cultural que ya es parte de los Estados Unidos de América (por mucho que el señor Donald Trump, su cohorte y sus votantes más duros quieran creer otra cosa).

La técnica de animación, además, es magnífica. Coco, en realidad, es magnífica por muchas razones, pero me quedo con tres.

El xoloitzcuintle Dante es el perro fiel que acompaña a Miguel en su aventura por el Mictlán.

  • Uno: muy pocas veces el cine estadounidense —su producción pop en general— logra vencer los clichés cuando habla de otras culturas; aquí el detalle sobre las tradiciones mexicanas que rodean el Día de Muertos es exhaustivo. Las referencias a Cantinflas, al cine de oro mexicano, al muralismo, a la estética popular del papel picado, el pan de muertos, el mole o el huarache, son amplias, bien puestas.
  • Dos: es un portento técnico. Basta ver el rostro de Coco, la abuela de Miguel, sus arrugas, sus expresiones para saber que esta película ha dado un paso más para cruzar el umbral que separa la animación del gesto vivo en lo que a expresión de emociones se refiere.
  • Tres: su guion es tan inteligente que trasciende el portento de su animación como para que la película no descanse solo en lo técnico, sino que halle buena parte de su esencia en la narración misma sobre los encuentros entre la vida y la muerte.

Dicen que Pixar suele olvidarse de los niños en sus películas infantiles. Como en aquella escena de Toy Story 3 en que Woody, Buzz y compañía se toman de las manos ante lo que parece una muerte inminente en una escena de tintes apocalípticos, o como cuando en Inside Out nos cuentan las obsesiones que recorren los cerebros adultos, o como en algunos diálogos de alcohólicos anónimos entre los tiburones y Marlin en “Buscando a Nemo”.

La iconografía de Frida Kahlo aparece con un tratamiento muy especial en “Coco”.

Y decía Mafalda, la irreverente niña argentina que dibujaba el caricaturista Quino, que le daba cólera cuando la publicidad utilizaba a los niños para explicar que hasta los adultos idiotas podían seguir instrucciones. Si algo agradezco a Coco es que no nos trata a ninguno, ni a niños ni a adultos, como idiotas.

Coco no intenta pasar de largo por la dureza de la muerte, ni acudir al atajo más fácil de reducirla a un acto heroico —como ocurre, por ejemplo, en El libro de la Vida—. Coco respeta a la muerte, juega con ella, hasta se burla de ella, pero, primero, la respeta al abordarla como, al final, lo hacemos la mayoría de los mortales que ya enterramos a alguien cercano: como la batalla perenne contra el olvido.

Imborrable es, por ejemplo, la escena en que Héctor, uno de los protagonistas, explica al pequeño Miguel que uno de los amigos con quien acaba de entonar una canción desaparece del inframundo porque ya no hay quien lo recuerde en el mundo de los vivos. Imborrables son los alebrijes, el xoloitzcuintle —el chucho desabrido de Miguel—, la ciudad del Mictlán o inframundo que respira caos y estratificación social.

E imborrable es, creo, el principal tesoro oculto en los subtextos de esta película, que son sus referencias a las familias latinas, a sus hogares quebrados, al rol de sus mujeres-jefas, de sus padres ausentes. La vida es dura en el pueblo de Miguel y, como dice la canción, a veces solo nos queda engañar al olvido o, en este caso, la esperanza de que no nos olviden. De eso va Coco. Gran película.

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