Pobre Lionel Messi. Tuvo la mala suerte de nacer en el mismo país de Diego Maradona. Fue apenas un año después de que Diego levantara la Copa del Mundo en México. No había pasado ni una década desde que Maradona colgara los botines cuando Leo comenzó a deslumbrar en los principales estadios del mundo. Ese expediente de simultaneidad geográfica y continuidad temporal resultó en que haya demasiada gente en este mismo país que vimos jugar a ambos. Que disfrutamos de ambos. Pero –maldición de los dioses para compensar tanta bendición- hay también demasiados por aquí que no pueden vivir sin compararlos. No por el simple placer de evaluar características y determinar preferencias de acuerdo a legítimos gustos personales sino para colocar a uno en el olimpo y a otro en el infierno.
A esta altura, cuando le quedan todavía entre cinco y diez años de carrera al máximo nivel, Messi ha superado casi todas las marcas estadísticas de Maradona. Goles, asistencias, campeonatos locales, ligas de Europa, balones de oro. En casi todo lo que es mensurable, Leo ha superado a Diego.
Messi es el mejor jugador del deporte más popular del mundo en la era que la tecnología y el márketing barrieron con las últimas fronteras que aún se resistían al imperio del fútbol. No hay rincón del planeta en que no se encuentren niños con la camiseta 10 de Messi (sí, claro, son más las del Barça que las de la selección argentina).
Si Leo hubiera nacido en Cataluña, donde pasó más de la mitad de su vida, sería un indiscutido. La máxima estrella de la historia de ese club que es “más que un club”, como está inscrito en las tribunas del Camp Nou. Seguramente hubiera ganado un mundial con la selección española, y si no, a ningún catalán le importaría demasiado, pues ya se sabe que la roja es una cuestión menor para ellos.
Pero Messi tiene tres déficits básicos para buena parte de la afición de su país. El primero es que no jugó nunca en un club argentino. Su emigración a los 13 años para probar suerte en Europa y conseguir un club que le financiara el tratamiento que le habían recetado para su crecimiento no le permitió forjar complicidades con los jugadores locales ni ganarse el amor incondicional de ninguna hinchada ni el respeto y temor de las rivales.
A eso se le suma el remanido tema de la “personalidad”, que volvieron a poner sobre el tapete Maradona y Pelé esta misma semana en una breve charla íntima que trascendió por un micrófono abierto y en la que no se les ocurrió hablar de otra cosa que no fuera Leo. Y sí, Messi sigue teniendo la personalidad de un niño retraído al que no le importa otra cosa que jugar a la pelota. Fui testigo personal de aquello en un bar del barrio de Les Corts a pocas cuadras del estadio del Barcelona, en el que compartimos una coca cola pocos meses antes de su debut en primera. En más de una hora de relato de su padre, Leo casi no abrió la boca. Incluso cuando lo pinché, insistió en que sólo le interesaba jugar al fútbol y a la Play y el único libro que recordaba tener cerca era, ¡ay!, la biografía de Maradona, que yacía hace meses en un rincón de su cuarto a medio leer.
No hay carácter avasallante ni declaraciones polémicas en él. Los periodistas que lo entrevistan se van indefectiblemente defraudados. Así como es afuera es en la cancha. Nunca se lo verá enredado en discusiones, simulando faltas inexistentes, utilizando artimañas para sacar ventajas. Messi se mueve por el césped con la cabeza gacha, con cara de distraído, indolente, como si estuviera aburrido. Hasta que toma contacto con el balón. Allí se convierte en una máquina con movimientos eléctricos cada vez más perfectos, capaz de pasar por donde nadie puede, eludir las zancadillas de rivales que lo doblan en tamaño y pegarle a la pelota con una precisión imposible para desanudar partidos, seguir batiendo récords y renovando su idolatría por el mundo, como se vio otra vez en la media hora que jugó el viernes en el Soldier Field de Chicago.
Pero en un país que a lo largo de su historia ha venerado las personalidades caudillescas, Messi corre con una desventaja irremontable respecto a Maradona en ese intangible. No hay puteadas ni llantos memorables en su carrera; no hay excesos ni infortunios, no está el drama ni la épica maradoniana para resurgir una y otra vez de las cenizas. Messi es sólo un jugador de fútbol. Uno que brinda shows sublimes cuando su botín toma contacto con la pelota. Shows que duran apenas segundos, pero perduran por años en nuestras retinas. El resto del tiempo, lleva una vida anodina que no despierta el menor interés. A ese chico que juega a la pelota sólo le queda cumplir un sueño.
Esa Copa del Mundo que aún se le niega es el tercer punto de quiebre y el más profundo con el hincha argentino, que siente un gusto agridulce cada vez que lo ve celebrar un nuevo título con la camiseta blaugrana y sufre porque pasan los años y no logra esa consagración definitiva con la albiceleste. Para ese hincha no cuenta que el fútbol es un deporte colectivo ni que, gracias a Leo, Argentina volvió a jugar una final del mundo después de 24 años. No, para ese hincha, Messi aún es un fiasco. Un “pecho frío”. Un timorato que no ama a su país. Un fracasado que se florea con la débil Panamá pero arruga ante Alemania.
Pobre Messi. Lo tocó nacer en el país de Maradona.
Leonardo Mindez es periodista argentino, subdirector de Infobae América. |
Foto principal de Nathan Rupert, tomada de Flickr, con licencia Creative Commons. |
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