Fin de semana de colores en Washington DC

La presidencia de Donald Trump ha iniciado con una enorme resistencia. Su primer fin de semana, horas después de la toma de posesión, fue una clara muestra: millones de mujeres marcharon en las principales ciudades del país para manifestarse contra el nuevo presidente, que durante su vida -y su reciente campaña- ha denostado a las mujeres y a grupos minoritarios. Washington DC fue el punto neurálgico del movimiento.  Cristina López lo cuenta. 

Foto FACTUM/Cristina López G.


Viernes. Rojo.

Descendieron sobre Washington DC las legiones de simpatizantes de Donald Trump para atestiguar su histórico traspaso de mando. En Washington DC solo un 6 por ciento disperso de la población votó por Trump. Antes del viernes, las gorras rojas con “Make America Great Again” nunca habían sido un artículo particularmente popular en la capital. Ahora estaban por todos lados: en el metro, las calles, visitando museos y monumentos. Metiéndose en problemas con la policía de tránsito por las complicadísimas restricciones de parqueo que pueden resultar un reto para visitantes de fuera.

Las mareas de gorras rojas se mostraban eufóricas. ¿Y cómo no? Indiscutiblemente habían desafiado las estadísticas. Muchos venían hasta DC después de haber manejado por horas, para coronar con dulce reivindicación lo que habían sido meses de lo que percibían como ridiculizaciones mediáticas. La campaña de Trump se valió del trabajo de voluntarios que impulsados por el hartazgo con el establishment invertían su tiempo y esfuerzo en repartir calcomanías, rótulos de cartón, e inundar las redes sociales con comentarios virulentos. Todo a cuenta personal y en general sin el apoyo monetario, millonario y profesionalizado que la campaña más cara de la historia, la de Hillary Clinton, tenía. Caminaban radiantes porque sus frustraciones económicas —a veces azuzadas por racismos estructurales y explotadas por el populismo Trumpiano— ahora sabían a victoria. Victoria que celebraron ovacionando a una voz las palabras del discurso de populismo nacionalista de su líder, recreándose en la auto-percibida enormidad de su movimiento.

El lema de un pin visto en la marcha del día sábado sintetiza el descontento de muchas mujeres después de la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos.  Foto de Cristina López.

Sábado. Rosado.

Amanecía oscuro en DC. Desde las 7am se veían, esporádicas, las cabezas cubiertas de gorritos rosados. De lana, perfectos para el invierno, y con las orejitas felinezcas triangulares que les dan su nombre: Los Pussyhats. Se volvieron el símbolo de la marcha como reacción al video en el que Donald Trump —ahora presidente— presumió de su capacidad de abusar sexual e impunemente de las mujeres ‘agarrándolas de la vagina’, si quería:

“Grab them by the pussy”…

Cerca de las 9am, y a medida que uno se iba acercando al National Mall, las apariciones ya no eran esporádicas. Eran hordas de cientos las que avanzaban a paso rápido, carteles bajo el brazo, hacia el mismo lugar: el punto de encuentro para la Women’s March on Washington. Al final, una cobija de rosado multitono cubría la enorme explanada rodeada por museos e icónicos monumentos. La idea de la marcha en Washington, como tal, surgió de un comentario que una ciudadana en Hawaii dejó en un grupo de Facebook la mañana siguiente a las elecciones, haciendo un llamado a las mujeres específicamente para hacerse sentir como fuerza política en reacción a que un misógino había resultado electo.

La idea cogió fuego. Pero las buenas intenciones, sin logística, planeación, ejecución y un buen presupuesto, no se vuelven noticia internacional ni generan movimiento. Por eso un comité de organizadoras comunitarias (con experiencia en diferentes grupos de activismo) decidió poner en marcha la idea. En tiempo récord —73 días apenas— levantaron el mamut de trabajo que implica conseguir permisos municipales para cerrar una ciudad como Washington DC, levantar los fondos y producir un evento masivo, al mismo tiempo que lanzaban una marca que serviría para inspirar a otros comités locales para que organizaran “marchas hermanas”. Organizaciones nacionales progresistas, como Planned Parenthood, metieron el hombro económico y se montaron en el evento. Las redes sociales se encargaron de esparcir los datos y las organizadoras de promoverlo —si bien bajando expectativas de asistencia que fácilmente superaron en la realidad— en los medios tradicionales.

Aviones, buses, carros y trenes con destino a la capital se llenaron de gorros rosados y camisetas con la auto-declaración Nasty Woman, una apropiación del epitafio con el que Trump insultó a Clinton durante un debate y que ahora muchas han convertido en su grito de batalla.

En la marcha, los rótulos denotaban rabia y creatividad. Se volvió plataforma para que cada marchante la hiciera propia, más allá de las organizaciones que la impulsaron. En mi caso, esta era la primera vez que marchaba mi feminismo. Antes de eso, mi feminismo era académico. Leído, pero nunca marchado. Porque vengo de un lugar donde el feminismo todavía es incomprendido e interpretado erróneamente como una mala palabra. Antes, privilegios como la educación y otras oportunidades se habían combinado para que tampoco hubiera percibido la urgencia de marchar mi feminismo.

Y es una falla grave de empatía el que para absorber el feminismo haya tenido que necesitarlo primero. Pero ese fue mi caso. Igual, muchos que habrán entendido la teoría newtoniana de la gravedad habrán necesitado caerse para absorber del todo su importancia. Igual, el feminismo se absorbe mejor después de sufrir discriminaciones. Sean estas de cualquier tipo, porque las múltiples identidades de cada ser humano —clase, etnicidad, religión, estatus migratorio, habilidades físicas, orientación sexual y otras— se correlacionan con diferentes tipos de privilegios o desventajas y esta correlación no puede ser ajena al feminismo.

La marcha era un mensaje de apoyo a los inmigrantes, las víctimas de desastres ambientales, los sobrevivientes de violencia sexual, las víctimas de la brutalidad policial, la comunidad LGBT, las minorías étnicas y raciales, etc. Todo ante una administración cuyo presidente mantuvo una retórica hostil contra cada uno de estos grupos. La marcha era resistencia hacia cada discriminación. Estaban quienes marchaban porque las han sufrido o las sufren; quienes marchaban por los suyos, que también sufren o han sufrido; y por quienes quieren que nadie tenga nunca que sufrirlas.

Yo entraba en las tres categorías.

Imagen de algunas de las participantes que asistieron para hacerse sentir como fuerza política en reacción a la elección de Donald Trump como nuevo presidente de Estados Unidos. En primer plano la actriz Amy Schumer. Foto de Cristina López G.

La marcha no era una propuesta de políticas públicas ni requería unanimidad en los ‘cómos’. El rally que precedió la marcha duró cerca de tres o cuatro horas, bajo el frío de enero. Representó y abarcó, en cuanto a discursos, la diversidad de la población que vive en Estados Unidos.

Sofi Cruz —la niña que se hizo famosa cuando logró parar la caravana papal para entregarle al Papa Francisco una carta solicitando su intercesión por las familias inmigrantes— nos hizo llorar a varios. Jugó en su discurso el rol que a veces le toca jugar para su familia, el de intérprete, mandando un mensaje de esperanza en español e inglés a los inmigrantes que tienen miedo.

La marcha fue una flexión del músculo político de una coalición compuesta por grupos que por años han trabajado divididos a pesar de la comunalidad de sus causas. Aunque la usaron para sacar rédito político, la marcha —con su fierro apoyo a los inmigrantes y a la justicia criminal— no era un triunfo para el Partido Demócrata. ¡Era mucho más grande que el partido cuyo último presidente tiene el récord en deportaciones y bajo cuyos gobiernos continuó perpetuándose el encarcelamiento desproporcionado a negros y latinos! Y no, no fue perfecta. Era eminentemente política y la política nunca lo es. Quienes organizaron la marcha en su capacidad oficial renunciaron al apoyo de organizaciones anti-aborto, pero nada impedía a simpatizantes de estas organizaciones asistir, como de hecho muchas que simpatizaban con otros de los temas lo hicieron.

Algunos de los mensajes que se pudieron leer en distintos carteles vistos en la Women’s March del sábado pasado, en Washington DC. Fotos de Cristina López.

A pesar del frío invernal, durante la marcha era imposible no sentir calor. Por fuera, porque las murallas de gente amortiguaban la pared de viento helado; y por dentro, porque la empatía multitudinaria consolaba, esperanzaba al futuro y animaba a la lucha. El peso de la historia que se estaba escribiendo se respiraba solemne. De hecho, ya varios museos solicitaron donaciones de carteles a las marchantes, para comenzar desde ya los esfuerzos de preservación. Manifestantes que ganan millones al año marchaban codo a codo con manifestantes que ganan el mínimo. Familias, grupos de amigos, manifestantes en sillas de ruedas.

DC, con sus espacios kilométricos de cielo abierto y sus gigantescos monumentos, se sentía apretada y claustrofóbica, ahogada casi por los ríos lentos de rosado con carteles de colores que la inundaban.

Domingo. Gris.

Llovió todo el día. Gris. La lluvia cayó sobre todos por igual. Cayó sobre las cabezas cubiertas de gorras rojas que emprendían retornos a casa o se instalaban en su nuevo bastión; y  también cayó sobre las cubiertas de rosado, dispuestas a organizarse.

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