“Resonancia”, el proyecto audiovisual que documenta historias de la música salvadoreña, cerró su primera temporada —compuesta por ocho episodios— con un concierto en Scenarium de Multiplaza. El pasado sábado por la noche se reunieron ocho bandas salvadoreñas de géneros diversos ante un público mixto.
Fotos FACTUM/Salvador Meléndez
Un evento así es tanto una victoria, como un reto monumental. La jornada fue un festejo musical y visual a nuestra diversidad cultural, a la lucha de nuestro país; al triunfo de la creatividad en un lugar del mundo donde ni sus habitantes suelen apostarle al arte.
La noche abrió con Las Musas Desconectadas. Su setlist habló del arraigo a las luchas sociales y ambientales, conectadas por el elemento femenino. La mezcla de influencias latinas y sensibilidad pop nada tuvo que envidiar a producciones del exterior, y su carácter activista le brinda peso. En un momento, Rocío Velasco, del grupo Luna de Anatolia, subió al escenario para cantar “Abuela”. La voz devastadora de Rocío nos atrapó a todos, y los arreglos se volvieron primitivos, puros, directos. Ese momento resumió lo que vuelve a Las Musas poderosas: su absoluto dominio musical del dramatismo y el aplomo con el que ejercen como mujeres en el escenario. Los aplausos y gritos no se hicieron esperar porque lograron tocar una raíz.
Les siguió Manyula Dance Club. La gente escuchó atenta su propuesta, epecialmente en los temas más movidos, porque de todas las bandas programadas era la más joven. Pero no son novatos. La riqueza de su sonido, que mezcla elementos indie, étnicos y electrónicos, refleja a músicos experimentados y seguros de lo que buscan: reconocerse a sí mismos entre la calidez del trópico. Sus letras cuentan preguntas, desencuentros, búsquedas. Es una mezcla relativamente novedosa para un país acostumbrado a escenas bien delimitadas.
No había ni una sola persona aburrida. Al contrario, Manyula Dance Club generó una especie de contemplación ante un público que aún tardaría un rato en llenar el lugar.
Apenas iban dos grupos y había algo que no me tomó mucho deducir: somos un país violento, fragmentado, revuelto. Hay pocas cosas que realmente podamos reclamar como nuestras con orgullo puro, porque el orgullo del salvadoreño es confrontativo, defensivo, y con razón. El músico salvadoreño responde a este vacío con la búsqueda incansable de identidad sonora. Hay una motivación común, casi un deber, y es la intención de sonar “salvadoreños”. En una sociedad muchas veces definida por la amnesia histórica voluntaria y la transculturización, el antídoto es pintar el retrato más fiel de nuestras contradicciones.
Era un buen pensamiento para dar la bienvenida a Pescozada, artistas sazonados en el campo de las contradicciones. Hip hop pesado, sin pelos en la lengua, en tu cara, que descansa en beats inteligentes, futuristas, bien curados. Aquí empezó a subir el calor. Nuestra realidad fragmentada fue encarada con una honestidad virulenta a través de versos que no le responden a nadie más que a la indignación. La mayoría nos sabíamos de memoria los coros, si no es que las canciones, y Débil Estar hizo gala de una de las presencias más fuertes que he visto en un escenario: domina a su audiencia de una. En completo silencio improvisaba líricas que hablaban de la hipocresía de la sociedad, y gritamos reconociendo nuestras vidas cotidianas. Fat Lui nos hizo recitar una Oración a la Bandera dedicada a un país conflictuado consigo mismo. Pescozada es un poema a la violencia que es ya nuestra segunda piel.
El escenario comenzó a vaciarse, y lentamente se llenó de teclados, timbales, lentejuelas. Se venía una mezcla llena de sabor: La Máquina y Jhosse Lora llegaron, y no estaban dispuestos a irse sin hacer movernos. Inició La Máquina con una compilación, de salsa, cumbia y merengue. Fue el pistoletazo de salida a la fiesta. Los que estábamos más cerca de la tarima bailamos con sabrosura, y los de más atrás si no bailaban, sonreían y movían al menos el pie. Volteando a mi alrededor, vi a más personas inspeccionando la reacción de los demás, sorprendidos tal vez de disfrutar y encontrar que los demás también empezaban a gozar sin tapujos. Los bailarines nos regalaron de cuando en cuando algunos movimientos sensuales de pelvis, apoyados en los stands del micrófono. Estábamos bañados en confeti de colores, en medio de cualquier fiesta patronal, en cualquier pueblo, ‘dándole al cumbión’.
Jhosse Lora y Jhosse Jr. encontraron a la gente lista para el deschongue. Cantamos “Las Pupusas” como si fuese nuestro Himno Nacional. Coreamos “Tonta” de memoria, y el consenso en los rostros de todos era que no había una sola persona en ese lugar que no supiera quién es Jhosse, que no conociera las canciones, que pudiera evitar cantarlas, disfrutarlas, o bailarlas. De repente nos cubrió una hermandad más pura que treinta torogoces y miles de maquilishuats. Ahí estábamos los guanacos, moviendo el atol de elote sin niguna pena ni bayuncada: metaleros, rudeboys, hípsters, rockeros, fresas, civiles y señores… Todos por igual.
Luego de un descanso necesario, Los Torogoces de Morazán empezaron a montar su equipo. Señalo que montaban su equipo porque la gente empezó a aplaudirles aún a mitad de su prueba de sonido. Sebastián Torogoz seguía callándonos a todos porque no escuchaba su violín. Para cuando sonó el primer acorde de la guitarra, el lugar se envolvió en gritos y aplausos. Entre consignas y llamados a seguir luchando por un mejor país, bailamos en un centro comercial lo que muchos combatientes bailaron en campamentos durante la guerra civil. Cantamos “Compa Roxana” como si la hubiésemos conocido. Sebastián, pese a su intensa vena revolucionaria, es objetivo. “La estrellita se me hizo petrolera, tiene esa pata cuta”, nos dijo. Y ante los gritos de “¡otra, otra!”, la banda cerró con “Sombrero Azul”, celebrando que pese a todo, estamos vivos, seguimos vivos.
A continuación, Cartas a Felice, veteranos recientes de la escena indie. Ellos se encargaron de cerrar el segmento movido de la noche. Y sin embargo lograron sacar unas cuantas zapateadas más del público. A más de un año con José González liderando la alineación, es interesante ser testigo de su evolución musical: de una banda folk asociada con el fiestón y performances, a un sonido más pulido, deliberado, también rehusándose a desconectar la música de su contexto nacional. Cansados pero contentos, la energía de la banda contagió a todos y aplaudimos, zapateamos y gritamos.
Ya era alrededor de la una y media de la mañana cuando le tocó su turno a Araña. Aunque mucha gente ya empezaba a irse, unas ciento cincuenta personas quedamos aún en pie. Araña tocó su repertorio como si estuviese haciéndolo para un estadio, y la audiencia le respondió acorde. No pasó mucho tiempo antes de que un pequeño mosh comenzó a formarse. Era completamente lógico: el metal de la banda es recorrido por el tema común de la persistencia. Ante la oscuridad, ante la opresión, ante la negación de la identidad misma. Araña es música no de rebeldía, sino de la fuerza que avanza imparable. Pese a la hora, su set fue un golpe de energía.
Finalmente, Adhesivo subió al escenario. Podría suponerse que iban a tocar rápido, un par de buenas canciones, y hubiese sido un punto final muy bueno. Pero siete canciones después, ellos no paraban de tocar, y nadie paraba de pedir más. No había un alma que no gritara el coro de “Vale Verga”. Así que la tocaron dos veces. Al ritmo del buen sonido rebelde y contestatario, su ska se comió el final de la noche. Adhesivo fue música de adolescencia para muchos, nuestro primer concierto, o compañera de noches de patín. Cerrar el concierto con ellos fue una excelente manera de ver hacia adelante y tener confianza en lo mucho que hemos logrado en términos de música.
Como salvadoreños, y latinoamericanos, el respeto por nosotros mismos es un tema muy complicado. Resonancia nos demuestra que nuestra música se merece eso y más: se merece tener una historia.
Ocho bandas salvadoreñas, de distintas trayectorias, forman parte del tejido artístico de nuestra tierra, y buscan en su espacio construir identidad para sí mismos. Para nosotros. Para crecer, cambiar, gozar, recordar. La mejor expresión de respeto hacia nuestros artistas es disfrutar su música, celebrar su existencia, y luchar por que florezca.
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