En El Salvador es casi imposible creer la versión oficial. En lo grande y en lo pequeño. Difícil creer un informe policial o el tuit del títere que aparenta ser fiscal. Porque este gobierno —y esto ya no es metáfora— está construido sobre la mentira. Es dirigido por un embustero profesional, de esos que mienten con la naturalidad con la que respiran.
Así que cuando anuncian que han surgido nuevas pandillas, que unos estudiantes estaban formándolas en secreto, o que Ilopango vuelve a ser un “punto caliente”, lo primero que uno piensa no es solo en la gravedad del asunto, sino en qué quieren tapar ahora. Porque todo lo que dicen está contaminado.
Pero supongamos que fuera cierto. Supongamos que realmente hay células intentando reorganizarse. Entonces lo verdaderamente importante es señalar esto: el régimen tuvo la oportunidad histórica de romper el ciclo. De desmontar la estructura pandillera con la que antes había pactado y, al mismo tiempo, entrar a las comunidades con soluciones reales. Con el Estado. Con derechos. Con dignidad.
Y eligió no hacerlo.
Eligió dejar el territorio huérfano. Eligió no tocar ni con una escoba los factores estructurales que dieron vida a las pandillas: pobreza, abandono, exclusión. Y puso a “prevenir” a un criminal como Carlos Marroquín, un operador turbio que ayudó a pactar con pandilleros mientras dirigía esa burla de institución llamada Reconstrucción del Tejido Social.
Un funcionario que ha demostrado tener más lealtad con el Crook que con las víctimas de las pandillas. Un funcionario que, en cualquier país serio, estaría rindiendo cuentas ante la justicia, no firmando convenios ni tomándose fotos con embajadores franceses.
¿Cómo se supone que se va a prevenir la violencia con los mismos que la negociaron?
Y si acaso es cierto que algo está resurgiendo, ya sabemos cómo van a responder: con fusiles. Porque este gobierno solo conoce una forma de “resolver” los problemas: con soldados. Con fuerza bruta. Con tipos que no están entrenados para pensar, sino para obedecer.
Cualquier amenaza —real o inventada— será respondida igual: con botas y camiones. Con detenciones arbitrarias. Con niños esposados. Así funciona la fantasía de la seguridad total: mientras más irracional, mejor. Mientras más show, más aplausos. Y si hay que encerrar a medio país para sostener la narrativa, pues se encierra.
Porque lo que menos le importa a este gobierno es la verdad. Lo suyo es el control. El castigo. La dominación del miedo.
Y si mañana se confirman nuevas pandillas, será culpa del Estado. De este Estado. De este régimen que prefirió el garrote a la justicia, la cárcel al futuro, la mentira a la dignidad.
Esto que vimos esta semana es, en realidad, un aviso. No solo sobre un posible regreso del fenómeno pandillero, sino sobre algo aún más preocupante: que el país está condenado a repetir su historia más sangrienta, pero ahora con aplausos. Que toda amenaza, real o imaginaria, será respondida con el músculo, nunca con el cerebro. Porque el cerebro no manda en este gobierno. Manda el miedo. Manda la farsa.
Y lo peor de todo es que, mientras el país vuelve a arder, los responsables de esta nueva hoguera seguirán aplaudiendo sus propios incendios.
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Foto FACTUM/Archivo
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