Los mundos maravillosos del hobbit Peter Jackson

Iniciamos con nuestra sección Blasfemia en el primer número online de la revista, cuando Orus Villacorta Aguilar y Otto Meza se midieron mano a mano a propósito del cantante guatemalteco Ricardo Arjona. Orus fue, en aquella ocasión, el blasfemo: el que se opuso a la corriente masiva de pensamiento según la cual el “chapín” es un bodrio musical producto de la fábrica de ídolos pop made in Televisa; y Otto fue, en la esquina opuesta, el detractor del bardo.

Volvemos hoy con un ejercicio similar, esta vez en el ámbito del cine, a propósito del reciente estreno de “The Hobbit: the battle of the five armies”, la última de la trilogía del director Peter Jackson, basada en el libro “The Hobbit” de John Ronald Reuel Tolkien, que es la serie previa a la primera multi-adaptación que hizo el cineasta neozelandés de los libros de “El Señor de los Anillos”. Según buena parte de la crítica más respetada en la prensa especializada estadounidense (The New Yorker, The New York Times, The Washington Post), la segunda trilogía, y la tercera parte de esta en específico, son la peor versión de Jackson: repetitivas, redundantes, aburridas… innecesarias. Aquí, el crítico y guionista salvadoreño Rolando Medina-López defiende esa postura. Héctor Silva Avalos, por su parte, sale en defensa del hobbit que se hace llamar Peter Jackson en el reino de los hombres…

 

 

El cine es, sobre todo, sensorial. Así fue en un principio, así es hoy y así será siempre el cine, sobre todo en su versión más aparatosa, que es la que patentó en los valles del norte de California esa industria hoy conocida como Hollywood. Y algún cine es, sí, inteligencia, arte, emoción y contemplación. El mejor cine es ambas cosas. O debería serlo. Y cuando el cine-industria que se hace en los Estados Unidos, el que apela sobre todo a lo maleable de nuestros sentidos, usa sus recursos de caja mágica al servicio de una buena historia, y respeta las herramientas básicas del lenguaje dramático propio, que son el encuadre y la actuación, entonces ese cine puede acercarse a lo sublime. Peter Jackson, creo, se acercó a eso en “El señor de los anillos: El retorno del rey”, no en su trilogía del Hobbit; eso, sin embargo, no quita que sus últimas películas siguen siendo portentosas muestras del cine sensorial al que nuestras pobres almas suelen rendirse.

Dos son los argumentos principales de los detractores de la trilogía Hobbit. La más recurrente es que Jackson traicionó el espíritu de Tolkien al hacer, por puras razones comerciales dice el estribillo, tres películas basadas en un solo libro: por qué conformarse con millones en taquilla por un estreno si podía haber tres. El otro argumento es que ahí donde la primera trilogía alcanzó una síntesis casi perfecta en la creación del mundo tolkeniano, la segunda trilogía es una sucesión de todos los lugares comunes que el director ya había visitado en sus filmes anteriores. Todo esto es, para los más puristas, pornografía visual y mal gusto. Lo primero, entonces, es que “las películas no hacen honor a los libros”. Lo segundo, que alargar la adaptación resultó en filmes sin almas, en meras digresiones efectistas.

Por partes, pero de una vez: las películas no son el libro; nunca son el puto libro. Las mejores adaptaciones cinematográficas de la literatura lo son no por su apego fiel a los textos, por muy reverenciados y clásicos que estos sean; lo son por la capacidad que los cineastas muestran al adaptar lo propio del lenguaje cinematográfico a las premisas narrativas del original. En corto: las buenas adaptaciones de la literatura al cine son películas capaces de crear lenguaje artístico propio a partir del lenguaje previo.

Así, hay clásicos del cine que lo son, en gran parte, porque se desviaron del universo taxativo impuesto por la letra escrita y encontraron, al hacerlo, una nueva estética, capaz de rescatar lo mejor de las líneas impresas y de desechar los huecos dejados por ellas.

Ejemplo: El Padrino, las primeras dos partes. Ahí donde Mario Puzo, el autor del libro, creó personajes memorables en un entorno novelístico que no pasa de ser regular (los escenarios descriptivos de Puzo no son, digamos, trascendentes, ni la coherencia de sus premisas narrativas es la mejor), Francis Ford Coppola hizo una película redonda. El Padrino, la película, está basada, sí, en la fuerza de esos personajes, pero aderezada con una fuerza sintética capaz de ordenar la trama (esto es más evidente en el uso paralelo de tiempos que hay en El Padrino 2), desechar personajes que acaban por ser innecesarios (Genco Abbandando, el socio sempiterno de Vito Corleone), enfatizar en los indispensables (el rol central de Michael Corleone) y subrayar los pasajes dramáticos más importantes para el argumento (el asesinato del turco Sollozo). En el imaginario de la cultura popular, El Padrino es Coppola, no Puzo.

Pero Puzo, me dirán, no es Tolkien. No. No. No. Tolkien es un clásico. Tolkien es el dios todopoderoso, creador de la Tierra Media, de todo lo visible y lo invisible. ¿De todo lo visible?

Peter Jackson, fiel devoto de la iglesia tolkeniana, hizo algo que requiere mucho, muchísimo valor: retar a la letra impresa para crear, en el mundo tangible –visible- del cine, los mundos que antes solo habían existido en la imaginación de los lectores. Y, claro, al ser los sistemas individuales de descodificación de la letra impresa equiparables solo consigo mismos, fijar esos códigos con imágenes requiere mucho oficio; implica ser una especie de dios invasor en un universo ya creado por otro dios. Antes de Jackson, por ejemplo, el rostro de Galadriel era uno por cada par de ojos lectores; hoy es, para siempre, el labio superior de Cate Blanchett.

Galadriel

Cate Blanchett, como Galadriel, e Ian McKellen, en una escena de “The Hobbit: the battle of the five armies”. Fotos tomadas del sitio Imdb.

De nuevo, y más allá de los puristas, hubo siempre, respecto a la primera trilogía, un acuerdo amplio respecto a la fidelidad con que Jackson trató las premisas narrativas de mundos, personajes, razas y líneas argumentales del complejo entramado tolkeniano. Y hubo celebración, incluso júbilo, por la emoción cuasi-universal que produjo en la mayoría ver a los entrañables personajes fijados en rostros específicos, tangibles.

El rostro enigmático de la Blanchett vestida de Galadriel, la evolución de la desesperanza en el gesto del Frodo de Elijah Wood, la pícara y pertinaz ambigüedad del Bilbo de Ian Holm o la imperfecta belleza de Lady Arwen enmarcada en el óvalo facial de Liv Tyler son ya, y para siempre, Jackson hecho Tolkien a partir de los códigos del cine: primero planos, diálogos, movimientos de cámara, síntesis visual.

No es en esos rostros, sin embargo, donde yace el principal mérito de Peter Jackson; es en la recreación visual de las batallas épicas entre el bien y el mal -entendidos desde los códigos de Tolkien- donde el cineasta roza la perfección.

Al poner a orcos, elfos, enanos, hombres y hobbits enfrentados en las míticas batallas del Abismo de Helm o en las estepas de Gondor, el director neozelandés adquiere relevancia más allá de Tolkien y -me atrevo- establece los códigos visuales de este tipo de cine de acción abierta, con una profunidad mucho mayor a la lograda, por ejemplo, en el Braveheart de Mel Gibson, con una maestría capaz, incluso, de superar al clásico del género, al gran Cecil B. DeMille.

Lo que los hermanos Wachowsky han sido para la estética del cine futurista desde el estreno de Matrix en 1999, Peter Jackson lo ha sido para los códigos visuales del cine de gran formato -épico lo nombran algunos.

Jackson estableció esos códigos, los fue madurando, en las tres películas de “El señor de los anillos”, hasta llegar a una estética visual que expuso plena en “El retorno del rey” y a la que volvió en la última de “The Hobbit”, donde hizo honra de sí mismo con la batalla final de la segunda trilogía, que es en realidad el prólogo de las grandes guerras por los destinos de la Tierra Media, que diría Gandalf.

No sé si hacer tres películas de un libro entrañable haya sido la mejor forma de adaptar la literatura de Tolkien. Es probable que no. Pero Peter Jackson, estimo, no buscaba eso: quería fijar su propio discurso visual más allá de las fronteras impuestas por Tolkien.

Lo relevante de “The Hobbit: the battle of the five armies” es la fijación final de esa nueva estética del cine de batallas, que tiene en los efectos digitales de audio e imagen -la versión más actualizada de la caja mágica que es el cine-, pero también en el uso trepidante de encuadres y montajes, una base visual que -y no se mientan a sí mismos- deja abiertos los ojos al más pintado, al más escéptico.

Al final, cuando los créditos finales cierran la última película que Jackson ha dicho hará de la obra de JRR Tolkien -ha dicho, pero nunca se sabe: acuérdense de George Lucas y su Star Wars– es muy posible que los puristas, los snobs, los racionalistas se encojan de hombros y suelten un par de lúcidas peroratas contra el hobbit. Puede. Pero estoy casi seguro de que en el cine, con la oscuridad como cómplice, esos detractores fueron incapaces de despegar la retina de la película. En eso, en embrujarnos con los mundos maravillosos de Tolkien que llevó a la pantalla de plata, Peter Jackson probó ser un maestro.

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