Esta es una crónica desde las gradas del sector general del Estadio Cuscatlán; una crónica de cómo se vivió el viernes pasado la derrota salvadoreña (1-3) frente a México y que representó, para los locales, la eliminación del próximo mundial de fútbol. Es un relato de cómo la esperanza nace siempre envalentonada en el “Vietnam” salvadoreño y de cómo, poco a poco, se fue diluyendo en la frustración de una nueva decepción.
Un hombre gordo y moreno se tambalea mientras afina puntería para orinar en un vaso plástico que sostiene con sus manos. A unos cuantos metros, sus amigos, cuatro hinchas vestidos de azul y blanco, se ríen con complicidad y le celebran mientras toman cervezas en un puesto improvisado, abajo de un toldo.
El hombre se sacude, se sube la bragueta y riéndose coloca con cuidado el vaso en una grada de cemento cerca de donde sus amigos están tomando.
—¡Hey, aquí hay cerveza, ve!—grita el hombre y sus amigos estallan en risas.
Marlon es en un hombre de 38 años que ha venido con sus amigos al estadio Cuscatlán a ver el partido de fútbol entre la selección de El Salvador y México. Están aquí desde las 6:00 de la tarde y el partido comienza a las 8:00 de la noche. Mientras tanto, él y los suyos han aprovechado para “ponerse en ambiente” y celebrar con cervezas.
Celebrar. Eso responden ellos mismos cuando uno les pregunta que por qué están tomando justo cuando el partido ni siquiera ha comenzado, cuando aún no se sabe si tocará ganar o perder.
Marlon empina el codo unos cinco segundos, recupera el aliento y coloca el envase vacío junto a otra veintena de los mismos que ya hay en la caja antes de contestar.
—Viejo, lo que pasa es que esta onda es una fiesta. Una fiesta nacional. Cada vez que juega la selecta es una fiesta, papá— dice Marlon y sus amigos lo secundan chocando los envases y bebiendo más cerveza.
Este partido, sin embargo, es algo diferente a los demás. Este viernes, 2 de Septiembre de 2016, El Salvador se juega su último cartucho por mantener vivo su sueño de ir al mundial Rusia 2018. Además, su oponente es al mismo tiempo su eterno rival. México y El Salvador, según cuenta Marlon, son enemigos “a muerte”, “desde siempre y para siempre”.
Lo dicen con seguridad. Gritan e insultan con solo escuchar la palabra México. Sin embargo, ninguno sabe de dónde exactamente viene ese odio que todos dicen sentir. Un odio meramente futbolístico, eso sí, pero un odio que parece ser muy real.
Marlon y sus amigos se han tomado entre pláticas y risas al menos cinco cervezas cada uno antes de que comience el partido. En todo este tiempo se les ha notado calmados, sonrientes; platican y aceptan que un periodista se siente junto a ellos y hasta comparten bebida.
Este grupo de hinchas dice que ha venido desde hace al menos diez años al estadio a ver todos y cada uno de los partidos que juega El Salvador. Lo hacen de manera religiosa. Como si no venir les causara un gran dolor. No importa si para hacerlo haya que faltar al trabajo bajo alguna excusa, dejar a sus hijos pequeños en casa de algún amigo o escaparse de una cita amorosa. “La verdadera afición nunca puede fallar”, dice Marlon, mientras se toma la última cerveza antes de ir a buscar puesto en el graderío.
Tambaleándose y muertos en risa, los amigos pagan la cuenta en el puestecito improvisado en los alrededores del estadio y se dirigen hacia la entrada del lado Sol General, mejor conocido como Vietnam.
Vietnam está ubicado en el costado oriente del estadio y es un lugar sin igual. Para entrar, primero hay que hacer una larga cola. Debido a que los boletos para entrar a esta zona son los más baratos —$10 dólares en esta ocasión—, la demanda es mayor. En el camino, los aficionados se van despojando de algunas cosas que saben que no les van a dejar ingresar como botellas plásticas, objetos corto punzantes o bebidas alcohólicas.
—Si andás encendedor guardátelo en la billetera.Eso nunca te lo revisan— me dice uno de los amigos de Marlon, mientras avanzamos en la cola.
En la entrada hay un dispositivo de unos veinte agentes de la Unidad del Mantenimiento del Orden (UMO) que revisan a todos los que van ingresando. A cada aficionado lo paran con las piernas separadas y las manos en el cuello y comienzan a registrar. Quien lleve algo que no puede pasar, tiene que dejarlo en la basura, a un lado de la entrada o no ingresa.
Una vez superado el registro, avanzamos hacia adentro y vemos el estadio en su plenitud. Parece de mentira. El grito de la afición se convierte en un murmullo ensordecedor y en todo el graderío se ven pequeños destellos, lucecitas de cámaras tomando fotografías de este escenario.
—Lindo, ¿verdad?
Marlon se ha detenido a ver desde la entrada. Tiene un brillo especial en los ojos y un gesto como de orgullo en el rostro. Sonríe y es como si se sintiera en su casa.
Parece un procedimiento. Cada uno que va entrando se detiene en la entrada y hacen un gesto de sorpresa. Se tocan la cabeza, se tapan la boca, insultan, gritan, saltan. Después de un par de segundos, el murmullo de la afición va tomando forma y se alcanza a distinguir un grito en común: “El Salvador, El Salvador, El Salvador…”
∗∗∗
Un vaso viene cayendo desde lo alto del graderío y en su camino deja una estela de líquido que se esparce sobre nuestras cabezas.
—¡Hey, n´ombre… Hijos de puta… ¡’Miados’ ya no! ¡’Miados’ ya no!
Falta media hora para que comience el partido. El que grita es un joven seco y moreno de unos veinte años de edad y que se pasea sin camisa por el descanso del graderío, haciendo gala de sus marcadas costillas y de su columna vertebral.
Los ánimos de la afición están a reventar y algunos ya hacen sus apuestas de cómo va a quedar el marcador. “Siete a cero”, dicen los más optimistas —y en alusión a la derrota apabullante que México sufrió contra Chile en la Copa América—; “tres a dos”, los más sensatos. Nadie habla de perder, aunque El Salvador solamente le ha ganado a México cuatro veces en toda la historia y la última de ellas ocurrió en 2009.
En Vietnam la afición se divierte. “Aquí todo el que viene, viene a joder”, dice Marlon, mientras le echa el brazo a sus compañeros y canta una de las canciones de la barra:
“Movete, selecta movete, movete y dejá de joder
porque esta barra está loca y hoy no podemos perder”.
Aunque no ha caído ni una gota de lluvia, el cielo está nublado y amenaza con tormenta. En las gradas, sin embargo, todos estamos mojados. Durante la última media hora nos ha llovido agua, cerveza y orines. No por nada este lugar se llama Vietnam. Aquí es un verdadero campo de batalla.
Todo el graderío tiene un pasillo ancho que sirve de descanso y que lo atraviesa de lado a lado. Es el único camino para entrar o salir de Vietnam. Ese pasillo es apodado por algunos como “el pasillo del infierno”. Y no es para menos. Un joven de unos 25 años viene caminando por el pasillo junto a una mujer que parece ser su novia. Él viste un suéter negro y ella una camisa gris. No lo saben, pero eso es un tremendo error en Vietnam.
Desde lo alto alguien grita la señal de alerta:
“¡Camisaaaaaaaaaaaa!”
Todos ven hacia el pasillo y al joven que avanza de la mano con la mujer. De inmediato, los que están a la orilla del pasillo comienzan a tirarle agua, a darle manotazos y patadas al joven mientras le jalonean la camisa, obligándolo a que se la quite.
—¡Quitate esa camisa, pues, hijueputa!— le gritan por todos lados, hasta que el joven se quita el suéter negro entre golpes.
La afición celebra y aplaude. Es ley: a Vietnam no se puede entrar con una camisa que no sea azul o blanca, como la de la selección.
—Y esto que la mara está calmada— dice Marlon—. Milagro que no hicieron que la mujer también se quitara la camisa.
Marlon entra en ambiente y comienza a tirar agua hacia la zona más baja del graderío. Sus amigos hacen lo mismo y se celebran entre sí con carcajadas. Todos parecen haberse olvidado del partido que está por empezar y así da inicio una guerra abierta de líquidos. Unos calientitos, otros más helados.
—¡Hey, hey! ¡Loco, venite, quédate aquí conmigo! ¡Aquí nada te va a pasar!
El que me grita es un conocido de años. Me invita a quedarme en las gradas junto a él, porque me ha visto que vengo huyendo de las bolsas con agua y orines que parecen caer de todas partes. Me escurro el pelo y me hago a un lado.
—Calmado, loco. Aquí para la Mara Salvatrucha. Yo la llevo aquí, nadie te va a joder.
Wilber, como llamaré a este conocido para proteger su identidad, es un compañero de la universidad. Estudiamos periodismo juntos y hoy está borracho. Dice que se ha tomado al menos diez cervezas y que se siente contento. Golpea a la gente que pasa por el pasillo y le toca las nalgas a las mujeres; avienta vasos con orines y cuando le caen a él se da la vuelta y comienza a insultar y a preguntar quién fue. Sube las gradas y comienza a buscar pleito señalando a quien cree que aventó los orines.
—¿Viste? Aquí yo la llevo. A cualquiera le puedo parar el pelo y no me pueden decir nada— me dice Wilber, tras bajar del graderío y mentarle la madre a varios allá arriba.
—Este es loco— me dice uno de los amigos de Wilber, mientras lo mira subiendo el graderío—. Ya lo van a mandar bien ‘verguiado’. Cuando viene al estadio se pone enfermo.
Le pregunto al amigo de Wilber si este realmente es pandillero y me dice que no. Cierto o no, en el campus, al menos, Wilber no es tan violento. Pareciera que las cervezas y la euforia le han caldeado los ánimos y esta noche anda en busca de pelea.

Imagen del momento en que los futbolistas de la selección mexicana cantan su himno nacional. Al fondo, la mayor parte de los aficionados salvadoreños ubicados en el sector de “Vietnam” les da la espalda, en señal de repudio. Foto de Salvador Meléndez/REVISTA FACTUM.
∗∗∗
Los jugadores están en la cancha y una voz anuncia en el altoparlante que se va a escuchar las notas del himno nacional de México. Todo Vietnam le da la espalda a la cancha y levanta la mano derecha sacando el dedo corazón.
-¡Culeeeerrooooosss! – grita Wilber, mientras suena el himno mexicano.
Minutos después, la misma voz del altoparlante anuncia que vienen las notas del himno nacional salvadoreño y los ‘vietnamitas’ gritan llenos de orgullo, se dan la vuelta hacia el frente y se ponen la mano derecha a la altura del corazón.
—¿Es o no es lindo cantar el himno nacional aquí, cabrón?— me pregunta Wilber y le asiento con la cabeza sin saber qué decir.
En Vietnam da la impresión de que el himno nacional no se aprende en las escuelas sino en el estadio.
Una vez arranca el partido, los ‘vietnamitas’ gritan dando apoyo a la selección salvadoreña e insultando a los mexicanos. La batalla de orines, sin embargo, no para en el graderío.
—¡Pasala! ¡Ahí tenés chance, ve, cerote!— grita Wilber, cada vez que un jugador se acerca con la pelota a la portería de México.
Durante los primeros minutos del partido la selección salvadoreña tiene una racha arrasadora. La afición grita e intenta desanimar con puteadas a los mexicanos cada vez que tocan el balón. Los insultos también van para el árbitro cada vez que pita en contra del azul y blanco y lo vitorean cuando le saca la tarjeta amarilla a un jugador mexicano.
A la mitad del primer tiempo, en una de varias llegadas, la selección salvadoreña logra que se sancione penalti debido a que Torres Nilo, defensor mexicano, tocó el balón con la mano en su propia área. Alexander Larín cobró la falta y anotó el primer gol del partido. Vietnam arde. Uno, dos, cinco de los aficionados que están a mi lado se hincan en las gradas y levantan las manos al cielo. Otros saltan, se abrazan, se quitan la camisa.
Wilber se va de espaldas y cae sentado en la grada. Se pone las manos en la cara unos segundos y cuando se descubre tiene los ojos rojos. Llora.
—Esta mierda es lo más lindo. Lo más lindo del mundo— dice Wilber, mientras se seca los ojos y continúa viendo el partido.
La afición en Vietnam es tan entregada que muchos hacen lo mismo. Lloran, se hincan, dan gracias a Dios o hasta hacen promesas. Apuestan. Besan la bandera, aplauden.
Pero después del primer tiempo las cosas cambian. México empata el partido y Vietnam parece perder las esperanzas de golpe. Un hombre sin camisa se pasea con un megáfono entre las gradas y grita:
“Todavía no hemos perdido. Esto es el Cusca”.
México anota otro gol más. 2-1 y Vietnam se dedica a insultar al árbitro, al técnico, a los directivos de la Federación Salvadoreña de Fútbol. A los mismos jugadores que hasta hace un rato bendecían.
—¡Por favooor! ¡Renuncien! ¡Renuncien! ¡Renuncien!— gritan los aficionados, histéricos.
El partido transcurre entre pelea y pelea en Vietnam. Tanto así que por momentos el encuentro futbolístico parece desaparecer y lo que queda es la guerra campal de bolsas y vasos con agua y orines.
Es casi el final del segundo tiempo y el graderío comienza a vaciarse. México ya gana 3-1 y el sueño salvadoreño de ir al mundial se aleja cada vez más. Una leve lluvia comienza a caer y los orines cesan. Los ánimos de Vietnam están cada vez más abajo y la voz en el megáfono intenta reanimar.
“Los mexicanos no le tienen miedo a la selección, nos tienen miedo a nosotros: ¡al Cusca!”
El partido termina y los vietnamitas se retiran vencidos. Desanimados. Puteando.
—Gasté diez dólares en venir a esta mierda, mejor me hubiera quedado en la casa— dice Wilber.
—¿Vos creías que íbamos a ganar?— le pregunto al desahuciado.
—No. Ni mierda— contesta.
—¿Y entonces por qué venís siempre?
—Es que uno siempre mantiene la esperanza, vos… bueno, y también por venir a joder.
Fotos de Salvador Meléndez para REVISTA FACTUM. |
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1 Responses to “La eterna esperanza de Vietnam”
Apologia a la violencia…Inaceptable!