La copa ‘light’


Los mundiales de 48 naciones son la continuidad de un torneo que vendió su formato hace 40 años.


Pidieron guillotinas. Las mesas de expertos del fútbol se indignaron cuando Gianni Infantino, presidente de la FIFA, anunció que el Mundial 2026 será de 48 selecciones. Y de 80 partidos. Se le llama aberración. Se condena a tal torneo como al monstruo de Frankenstein. Se dice que atenta contra la calidad; contra la naturaleza de la copa.

Mucho drama para un centro comercial que inaugura una nueva etapa. Era previsible. La indignación cabía en los 70, cuando Havelange disparó las plazas del mundial de 16 a 24; y en los 90, de 24 a 32. Fue entonces que vendieron las joyas de la abuela. Venció el plazo de los indignados.

Antes de Havelange, los mundiales eran como nuestras viejas colonias, donde los vecinos sacaban las sillas frente a sus casas para ver pasar la tarde, y éramos pocos y nos conocíamos de nombre y cara y reputación tangible. Aquellos mundiales de 16 eran eso: nombres familiares (Pelé, Garrincha, Varela, Meazza, Puskas), partidos reconocibles por sus sobrenombres (“La batalla de Santiago”, “el Maracanazo”, “el milagro de Berna”), anécdotas repetidas mil veces porque la radio nos obligaba a imaginar, a pastear recuerdos.

Eso murió. Hoy nadie conoce al vecino; las redes sociales ahorcaron a la vida social. Hoy los mundiales pasan a velocidad frenética. No han terminado cuando hay decenas de partidos que ver a la semana siguiente. ¿Qué recordamos de los últimos mundiales vividos? Las finales, alguna polémica y poco más. Hoy en día se juegan 64 encuentros de mayoría olvidable. ¿Bajó la calidad? De octavos para arriba siempre se juntan los mejores, mientras las fases previas se institucionaliza el relleno. ¿Apuntamos el último gran partido de primera ronda en copas FIFA? Brasil 1-0 Inglaterra del ’70, bajo formato de 16. Luego hubo grandes anécdotas en etapas iniciales, pero jamás una concentración notable de talento entre dos rivales grandes exponiendo un nivel superlativo.

Mas no podemos atribuir estándares de calidad a un mero formato. Acaso los mejores torneos de fútbol del siglo XXI, las Eurocopas 2000 y 2008 (ambos de 16 plazas), explican su brillantez más por sus campeones de época, la Francia de Zidane y la España de los jugones. Un torneo lo pintan choques memorables y protagonistas de estilos definidos, pero también hubo mundiales de 16 con carteles grises, y hubo copas de 24 que fueron dignas de mitos (como España’82 y México’86). El exceso de invitados y las olas de encuentros, en fin, cargan la escena. Se complica aquel reto ancestral de ver todos los partidos del torneo, de aprenderte a los 16 entrenadores, casi todos los onces, cada nombre de los goleadores. Las caras no tienen más nombres propios. El cuento, menos detalles. Las moralejas, menor temple.

No hay forma, por tanto, de asegurar que el mundial de 48 diluye la calidad del juego ni que abolla el espectáculo. Sí descentraliza la expectativa, abarata partidos y complica el tejido romántico de la frenética historia del fútbol. Pero el debate en los pasillos de la FIFA nunca trató de todos estos temas. Lo que torció el destino de la copa a este callejón polémico fue el momento en que las palabras de Infantino dibujaron en los ojos de los presidentes de las federaciones nacionales, los votantes nada menos, un signo de dólar.

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