El espíritu musical de los Óscares

Buena parte de las películas más aclamadas del último año abordan a la música como el cebo irresistible que nos arranca las emociones que, a veces, la imagen es incapaz de generar. “A star is born”, “Bohemian Rhapsody” y “Green Book” son parte de la camada musical de 2018. Cada una de ellas lo hace de manera distinta. Y cada una de ellas merece su respectiva distinción.


Algo curioso y bipolar me ocurre con el cine y su conexión intrínseca con la música. Mis dos películas favoritas –de todos los tiempos, géneros o procedencia– cuentan historias de pianistas extraordinarios, historias de genios que cruzan el trayecto de la humanidad como cometas y que proyectan su destreza a través de las 88 teclas de un piano. Esas películas son “Shine” y “The legend of 1900”. Sin embargo, y esta es la parte bipolar que mencionaba antes, salvo algunas excepciones –como las óperas rock de “Jesus Christ Superstar” y “Tommy”–, jamás aprendí a apreciar al cine de musicales en su completa esencia. Supongo que he interpuesto mis gustos auditivos sobre los visuales. Este género, el de musicales, posee un extenso listado de películas que forman parte de la excelencia del cine. Ejemplos sobran. Películas como “The Wizard of Oz (1939)”, “Singin’ in the rain (1952)”, “The sound of music (1969)”, “Moulin Rouge (2001)”, “Chicago (2002)” y “La La Land (2017)” son parte de un club que despierta admiración y prestigio.

Este 24 de febrero se realizará una nueva ceremonia de entrega de los Premios Óscar. Sin ser musicales, tres películas se distinguen entre las nominaciones por su abordaje cinematográfico a través de la música. “Bohemian Rhapsody” explota el boom mediático que las biopics musicales están teniendo en la actualidad. Vivimos tiempos en los que muchas de las grandes leyendas de la música popular han comenzado a atender su cita con San Pedro. Y aunque ya pasaron 28 años desde que falleciera Freddie Mercury –el mejor frontman de la historia de la música–, también otros referentes inigualables, dueños de vidas singulares y agitadas, han muerto en el transcurso de la última década. Artistas de la talla de Prince, Michael Jackson, David Bowie, Leonard Cohen, Whitney Houston y Juan Gabriel son solo ejemplos de una extensa lista de celebridades musicales que han fallecido en tiempos recientes y de los cuales el cine o la televisión tienen mucho por contar. Sobre algunos de ellos, de hecho, ya se ha publicado o están por publicarse sus respectivas películas o series biográficas.

El fenómeno que en 2018 vivimos con la película que narra parte de la vida del excantante de Queen fue algo singular. A los frikis de la música no suele gustarnos que algo que consideramos reservado para “la gente de buen gusto” se someta al manoseo popular. Eso, lo de las masas, solemos relegarlo a la gente que disfruta del reguetón, la banda sinaloense, la bachata o el trap. «Dime lo que escuchás y diré cómo discriminarte». Es así. Algunos estamos acostumbrados a sentirnos sometidos al bombardeo de ‘la música de los incultos’ por donde vayamos. Lo sufrimos y lo repudiamos. Por eso fue raro experimentar la misma situación con la música de Queen. De pronto, por donde íbamos, escuchábamos canciones como “Radio Ga-Ga” o “Somebody to love” y asimilábamos con cierta urticaria la irrupción de nuevos eruditos que ondeaban la bandera de la Queen-Manía. En redes sociales atestiguábamos discusiones carentes de sentido acerca de ‘en qué momento de mi vida descubrí a Queen’; discusiones que tenían por finalidad discriminar a los más imberbes. Fue así como resultó usual utilizar a Queen para darle sentido al típico post de «millenials descubren a…». Y, la verdad, todo aquello fue parte de un fenómeno motivado por esta gran película. 

“Bohemian Rhapsody” utilizó la vida de una leyenda para mostrar los alcances de manipulación del comportamiento que tiene la música si se le aborda, a través del cine, con las manos de un alfarero. 

No me pareció extraño que en la escena del concierto del Live Aid en Wembley se me escapara un par de lágrimas. Buena parte de ello ocurrió por la incuestionable calidad del montaje de la película, pero principalmente obedeció al atinado manejo del soundtrack y la subsecuente devoción que siempre le he tenido a esas canciones. La chillada me recordó a cuando, siendo un niño, mi mamá me llevó al cine a ver Rocky IV. En aquella ocasión me resultó irresistible pararme en la butaca del cine –arruinándole el momento al desafortunado asistente que estaba sentado atrás– para lanzar jabs, ganchos y rectos al aire. Sí, buena parte de mi conversión a ese repentino pugilista imaginario se debió a la proeza que Rocky Balboa lograría al vencer al soviético Iván Drago. Pero estoy seguro de que no me hubiera ocurrido si antes no hubiera sonado “Burning hurt”, de Survivor. Sé bien que la música es la que le dio el boost necesario al torrente adrenalínico de aquellas conmociones.

“Bohemian Rhapsody” es justo eso: un bombeo de estímulos musicales al neócortex del cerebro, que es algo así como el ‘living room’ de las emociones.

Ya antes hemos visto grandes biopics musicales que han perdurado en el tiempo. Oliver Stone hizo un gran trabajo contándonos la vida de Jim Morrison en “The Doors (1991)”. Clint Eastwood hizo lo propio con “Bird (1988)”, la vida del saxofonista –y leyenda del jazz– Charlie Parker. Y así también se puede mencionar otras como “I’m not there (2007)” (sobre Bob Dylan), “Walk the line (1995)” (sobre Johnny Cash) y “Ray (2004)” (sobre Ray Charles). Sin embargo, es más reciente que el género del biopic musical ha adquirido un interés y una demanda particular, tal y como lo demuestran películas como “Straight Outta Compton (2015)” (sobre el grupo de rap N.W.A.) o “Whitney (2018)” (sobre Whitney Houston). El éxito que obtuvo “Bohemian Rhapsody”, tanto en galardones como en taquilla –es el biopic musical más taquillero de la historia, al recaudar 846.3 millones de dólares–, solo garantiza que habrá más películas que intentarán aprovechar al máximo la nostalgia de las fanaticadas. De momento, y para sostener la afirmación anterior, se sabe que ya están anunciadas las películas que contarán las vidas o las carreras musicales de Elton John, David Bowie, Mötley Crüe, Prince, además de un documental (coproducido por Brad Pitt) sobre la vida de Chris Cornell.

Otro tratamiento de la música a través del cine es el que encontramos en “A star is born“, que modernizó (por cuarta vez ya) una misma historia que ha retratado el trayecto hacia el estrellato en la industria musical por distintas épocas, las de la misma película según las coyunturas de 1937, 1954, 1976 y 2018.

Lady Gaga recoge el legado de grandes actrices, como Barbra Streisand o Judy Garland, para adaptarlo a la modernidad. El drama musical dirigido, producido, readaptado y protagonizado por Bradley Cooper encuentra en la versatilidad artística de Lady Gaga el terreno fértil para transmitir a la generación actual su interpretación de los estragos que la fama y las adicciones pueden causar en una celebridad. Dado que la música es el protagonista invisible del filme, la película deja en una canción como “Shallow” –escrita por Lady Gaga, Mark Ronson, Andrew Wyatt y Anthony Rossomando– un obsequio extra con el que se corona el culmen de las emociones. Al aportar una banda sonora con música completamente original, la versión 2018 de “A star is born” no solo accedería a un reconocimiento de parte de los Premios Óscar; también lo haría para los Premios Grammy. Encontramos aquí arte visual y arte sonoro.

También encontramos arte narrativo, porque la película deja mensajes importantes, como el de la exigencia de crear música que tenga alma. La película deja una espina clavada en la conciencia de productores y músicos del mainstrem actual que están publicando canciones desechables, como si fueran pedidos de pupusas en una plancha semioxidada en la terminal de oriente.

“A star is born” comunica que un artista genuino, un músico real, no debería perder su espíritu ni su esencia para alcanzar el estrellato. Comunica, además, que solamente si se tiene algo especial por decir es que se puede alcanzar la relevancia.

Ya antes hemos visto películas con tema musical que nos dejan lecciones de vida. Películas como “Almost famous (2000)” o “Rockstar (2001)”, que tuvieron también la clara intención de retratar historias acerca de lo importante que es mantener la integridad a pesar de lo seductor que puede resultar el estrellato y la fama. Ahora la cinta de Bradley Cooper se anexa como una más de este listado.

Finalmente, debe mencionarse también el tratamiento que “Green Book” da a la música. De los tres filmes que abordan la vida de músicos y que aparecen nominados en la categoría de mejor película del año para los Premios Óscar, la cinta dirigida por Peter Farrelly es la que menos protagonismo le da, en sí, a la música.

Esta es otra película más sobre pianistas. Y es, sobre todo, otra película más sobre racismo. Que sea una reiteración de fórmulas ya vistas y repasadas por el cine no significa que “Green book” sea una mala historia. El personaje del virtuoso pianista Don Shirley (Mahershala Ali) adquiere un rol secundario ante la imposición del vulgar, violento y tosco protagonismo de Tony Vallelonga (Viggo Mortensen). La música aparece solo en las secciones de la película en las que se quiere magnificar la estatura de Don Shirley y la miniatura cultural de Vallelonga. Sin embargo, los pasajes en los que se demuestra el talento musical son muy detallados. Como manía personal, tengo la peculiaridad de revisar si las escenas donde actores recrean el talento de músicos virtuosos son reales a lo que se está interpretando. En “A star is born”, por ejemplo, noté que Bradley Cooper no logró demostrar que sabía tocar la guitarra como un verdadero rockstar. Pero en “Green Book” sí supieron utilizar a la perfección al virtuoso músico Kristopher Bowers –el compositor de la película– para ejecutar con precisión el instrumento que le es conferido a Mahershala Ali.

Y ese detalle se agradece.

Pareciera que no, pero al capturar el sonido de la época (los años sesenta), la banda sonora de esta película es también algo muy destacado. Incluye, por ejemplo, una pieza para piano interpretada por el verdadero Don Shirley, además de otras canciones excepcionales de la época, mezcladas con composiciones originales de Bowers. Esto demuestra que, a pesar de que la historia no explora de forma exhaustiva el talento musical que Don Shirley ha tenido en su carrera, sí se le dio el debido respeto a cómo sería presentado.

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