Los salvadoreños se sienten más seguros. Esa es una verdad innegable.
Durante poco más de dos años, el gobierno ha logrado reducir a las pandillas a su mínima expresión: a una que desde hace décadas no se veía en cientos de comunidades en todo el país.
Eso ha permitido, entre otras cosas, que la gente se apropie de sus espacios nuevamente y que se busquen emprender o vender en espacios donde antes les era imposible. Siempre que no sean vendedores ambulantes del centro histórico.
Esta sensación de seguridad, sin embargo, no ha sido plena. Hace falta un componente casi tan importante: la libertad de vivir sin miedo.
La más reciente encuesta del Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA nos dice que seis de cada diez salvadoreños tiene cuidado al exponer sus opiniones políticas, especialmente si son críticas con el gobierno actual.
Un dato más preocupante es que 8 de cada 10 de los encuestados creen que es probable que quien critique al gobierno pueda sufrir consecuencias negativas por hacerlo.
Es decir, nuestro país se siente más seguro pero al día de hoy, no ha superado la temida regla de “ver, oír y callar”.
La calma que hoy se respira en El Salvador es menos parecida a la libertad y más a la esperanza de tener a un amo benevolente. Un tirano bueno con los que considera buenos y malo con los que considera malos.
Pero la historia, y además la evidencia reciente en El Salvador, nos demuestran que en este tipo de regímenes el precio de la paz es el silencio, la sumisión y la absoluta obediencia.
También nos demuestran que el mito del tirano amable es una farsa, pues el momento en que cesen los aplausos y empiecen a asomarse las críticas, vendrá la represión.
Esa que sabemos que existe, porque la hemos visto aplicarse a quienlos jueces de la calle consideren un pandillero, tenga o no tenga vínculos con grupos criminales.
Esa que en ocasiones sirve como cortina de humo para tapar los desmanes de la agencia de publicidad que nos gobierna, como las capturas de veteranos y excombatientes septuagenarios, acusados de planificar atentados terroristas, pese a su débil estado de salud.
Esa represión que, ante un bajón de popularidad, dejará de aplicarse a los que consideramos los malos, y empezará a dirigirse, como ya lo hemos visto, a quienes expresen el más mínimo disenso, a quienes le incomoden haciendo preguntas, o a quienes se atrevan a expresar que les falta algo: una vivienda digna, alimentos, servicios básicos, esperanza.
El Salvador ya experimentó este intercambio de calma por libertad. Lo hizo la mayor parte del siglo XX, de mano de regímenes y dictaduras militares, y el costo fue altísimo: ejecuciones, desapariciones, cárceles clandestinas, torturas y el exilio de muchos de nuestros compatriotas.
¿Qué nos hace pensar que esta vez la historia será diferente?
¿Por qué pensamos que otorgarle todo el poder a una élite corrupta se transformará en la fantasía de una dictadura buena?
¿Qué nos hace creer que la supuesta libertad que el presidente presume en foros internacionales es plena si tenemos miedo a hablar?
Ver, oir, callar y ahora aplaudir.
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