La nueva guerra

Negarla es ya un vulgar ejercicio de oportunismo político. O una estupidez. El Salvador vive, al menos desde muy temprano en 2016, una nueva guerra, marcada al principio por el enfrentamiento entre las dos pandillas y entre estas y el Estado, y luego por una política no reconocida oficialmente de uso indiscriminado de la fuerza pública para enfrentar a los pandilleros y a cualquier persona o colectivo que se les parezca.

Esta guerra tiene, en principio, tres antecedentes, uno de larga data y otro dos más inmediatos: las manos duras de ARENA; las treguas que los políticos de derechas e izquierdas ofrecieron a la MS13 y a las dos facciones del Barrio 18 a cambio de votos y logística electoral; y la tolerancia, incluso acompañamiento, de la fuerza pública dirigida por la administración de Salvador Sánchez Cerén a una especie de estrategia de tierra arrasada en las barriadas y cantones donde las pandillas ejercen control territorial.

Las principales víctimas de esta guerra son los mismos de siempre, jóvenes pobres, hombres la mayoría, que viven en esos barrios y cantones. Buena parte de los muertos, que ya para mediados de septiembre de 2016 superaban los 4,000, son pandilleros; y buena parte de ellos perecen en enfrentamientos poco claros, que lo son solo porque las autoridades -de los voceros de la policía al vicepresidente de la República- así los definen. Y este año, al 7 de noviembre, esa lista de muertos incluye a 44 policías y a una veintena de soldados.

Al inicio y final de la vorágine, según la narrativa oficial, están las pandillas. Sí. La MS13 y las dos facciones del Barrio 18 matan a la mayoría, que son los unos o los otros. Y no. El oportunismo político del gobierno anterior y el vigente, así como del principal partido de oposición, alimentan esta guerra tanto como las balas y machetazos de los pandilleros.

El Estado se muestra, en una palabra, inoperante para resolver la guerra.

Es, por un lado, que la hipocresía de sus líderes tiene a la fuerza pública, sobre todo a la Policía, en un estado constante de shock que se traduce en el despliegue más letal del instinto de supervivencia, el de matar para evitar ser asesinado, o en una moral cada vez más baja.

Y es, sobre todo, que la reserva moral de esos generales, comisionados y políticos se agotó cuando, a cambio de los votos y las garantías logísticas que les permitieron afianzarse en el poder, dieron a las pandillas la capacidad de utilizar la vida de miles de salvadoreños como moneda de cambio.

De muy poco sirven ya las arengas altisonantes de los funcionarios cuyas explosiones verbales suenan siempre a panfleto ensayado y nunca a atisbo de solución. Sus insinuaciones nos invitan a pensar, por ejemplo, que nos preparemos para una batalla larga, para hacer sacrificios, y de paso nos sugieren que no seamos demasiado exigentes, que en estas cosas las bases del Estado de Derecho, como la presunción de inocencia o el debido proceso, pueden no ser compatibles con la derrota del otro, del enemigo, de la némesis (que es como el Estado ha bautizado a su penúltima acción contra las pandillas).

Mientras los funcionarios se rebuscan en ese ejercicio de justificar la guerra y sus métodos, los muertos siguen muriendo: pandilleros, policías y civiles, si de alguna manera hay que llamar a los cientos de jóvenes que, por no tener para más, se quedaron a vivir para siempre en los barrios y cantones en los que ese mismo Estado cedió el control a las pandillas hace muchos años.

La guerra produce muertos y también refugiados que siguen emprendiendo rumbo norte para huir de ella.

Pero la guerra sigue produciendo, además, oportunistas, como el actual presidente de la Asamblea, a quien ir y volver al absurdo de la pena de muerte -la ineficacia del Estado salvadoreño, su corrupción, impide siquiera iniciar una discusión sobre la posibilidad de darle potestad sobre la vida de nadie- parece bastarle para echar tierra sobre todos los señalamientos que pesan sobre él y su partido. O como los funcionarios del FMLN a quienes basta con apelar a su manual de bobos para evitar explicar por qué sus líderes ofrecen tratos, dinero y amnistías a los pandilleros al mismo tiempo que se visten de valientes para combatirlos en… enfrentamientos. O los de ARENA, que también se fueron a sentar con los pandilleros, los que negocian a punta de homicidios, para intentar así cuotas de poder que hace ya un buen rato dejaron de ganar por las buenas.

“En tiempos de guerra la verdad es tan preciosa que debería estar protegida por guardaespaldas”, dijo alguna vez el premier inglés Winston Churchill. Y la verdad, nos enseñó el beato Romero, suele estar entre quienes sufren. Revista Factum ha ido ahí, a las víctimas, a los padres de los desaparecidos, a los habitantes de las casas a las que el Estado derribó las puertas sin más razón que el miedo, a los policías desanimados por las mentiras de sus líderes, a los jóvenes que aún le quedan a la generación de salvadoreños que son las principales víctimas de esta nueva guerra. Ahí hemos ido para contarla.

 

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