Poder frágil, otra metáfora de “Game of Thrones”

Los últimos tres capítulos de la quinta temporada de Game of Thrones nos vuelven a regalar una fascinante metáfora sobre el poder y la pobreza final de quienes lo ostentan sin concesiones.

A los personajes de Game of Thrones, a casi todos, se los puede odiar o querer, pero casi todos tienen una debilidad con las que, en silencio y a pesar de nuestra recta conciencia, podemos identificarnos: el cinismo de Tyrion Lannister, el absurdo estoicismo de Sansa Stark, la crueldad reprimida de Arya, la sabiduría absolutista de Cersei, incluso el sadismo de Ramsay Bolton.

En los últimos capítulos hemos visto consumado el retrato de uno de esos personajes, el de Cersei Lannister, la reina madre, depositaria del poder de la elite y, en papel, uno de los poderosos más aborrecidos de esta historia por su capacidad infinita de manipulación, traición y crueldad.

A esta mujer, que procreó a sus tres hijos con su hermano –el incesto y otras tantas aberraciones son lugar común en esta narrativa, como lo son en la vida real–, la vimos al principio de la temporada empoderando a fanáticos religiosos para lograr sus objetivos, personales y políticos, y hemos vuelto a verla ordenar muertes y destierros con una sonrisa retorcida en el rostro. Hemos vuelto a odiarla.

Pero hoy, en Hardhome, el octavo de la quinta temporada, vimos a Cersei arrastrándose ante el poder que ella misma parió. Hemos visto al poder, que era ella, doblegarse ante un poder nuevo, que como el de ella no tiene reparos en destrozar a cualquiera que se ponga enfrente de su ascenso. Ya les digo, puede ser el guión de una serie televisiva, pero bien puede ser la descripción de un día cualquiera en la Asamblea Legislativa de El Salvador.

Aquí vemos a la todopoderosa reina reducida al status de prisionera luego que la enésima confabulación para afianzar a los suyos en el trono de hierro le salió mal. La vemos como nunca la habíamos visto: humillada, harapienta, quebrada. Pero también vemos al personaje, fiel a su esencia, incapaz de doblarse ante el adversario: Cersei está destrozada, sí, pero se guarda de no derrumbarse en presencia de sus carceleros.

Como las mejores escenas de GoT, la de la caída en desgracia de Cersei Lannister basa su poder visual en que la gramática de las imágenes, sobre todo sus encuadres, están puestas el servicio de la atmósfera anímica que emana del personaje, que en este caso está marcada por la humillación. Así el retrato frente a cámara: El primer plano de la reina defenestrada, su rostro, pálido, enmarcado por la cabellera desgreñada… Desde abajo, desde el punto de vista de la presa, la cámara nos muestra una celda inmunda y la llegada de una carcelera… Luego, siempre en contrappicado, la carcelera pide a Cersei que su humille ante el nuevo poder –el de los extremistas religiosos que la tienen presa por incesto, lujuria y otras bellezas– para dejarla tomar el agua que sostiene en un cuenco… Ante la negativa de la reina, la otra mujer vacía el cuenco en el suelo antes de salir de la celda… Al final la cámara, abrupta, se mueve con Cersei hasta el charco; la cámara se acerca y nos la muestra lamiendo el suelo.

La reina en todo su esplendor.

La reina en todo su esplendor.

Cersei Lannister, la reina a quien da tanto gusto odiar, por cuyas manos y deseos han pasado buena parte de las muertes en el Juego de Tronos, ha sido despojada del poder por el que todos se matan. Parece un buen momento para celebrar, pero no: el rostro de la reina lamiendo el suelo es solo una metáfora de los fragilidad del poder, de su sino efímero, y la claridad de que a ese poder seguirá otro igual o peor no parece motivo para sonreír.

Este es el guión de una serie televisiva de ficción, pero, de nuevo, bien podría ser la historia de los presidentes que ascienden cada quinquenio entre las gruesas cortinas de casa presidencial para, cuando los vientos van bien, terminar, ya despojados de la banda, justificándose en el twitter, y si la marea no favorece, esperando en una cárcel a que el sistema disfuncional funcione para eso que está hecho, protegerlos. O no.

La batalla de Hardhome

La temporada está por terminar y de ella puede decirse que ha dejado intactas las claves estéticas y narrativas que han hecho de esta una serie televisiva capaz de sobresalir entre las decenas que se producen cada año en los Estados Unidos. En el penúltimo capítulo, Hardhome, productores y narradores visuales nos recordaron, de nuevo, porqué esta es un producto pop tan poderoso.

Al final de esa entrega, Jon Snow y sus nuevos aliados –los hombres que viven más allá del muro– se enfrentan en batalla abierta en una pequeña playa congelada, al pie de la tundra, al enemigo más poderoso de todos, el ejército de los no-hombres, luego de amarrar una débil alianza con representantes de las tribus no sometidas al poder de los reyes de los hombres.

Aún hay debate entre los incondicionales de la serie sobre si esta batalla, la de Hardhome, es mejor, en lo visual, que la de Blackwater, que fue el asedio naval a la capital de los siete reinos. Me quedo con la batalla nevada, que es rica en efectos y en tensión dramática, como lo fue la otra, pero que además agrega una cualidad cuasi-etérea a sus imágenes al combinar muy bien la luz blanca que da la nieve con la oscuridad de un mar congelado que se resiste a recibir a quienes se baten en retirada… “Winter is not coming… Winter is here!”

El “Invierno” ya está aquí…

Así escrito, y visto, este parece el argumento de cualquiera de tantas secuelas menores basadas en los universos políticos ficticios que creara Tolkien en su Tierra Media.

GoT es más que eso, en parte porque es una metáfora más descarnada del poder y, por ello, mucho más cruel; y en gran parte, insisto, porque la factura de su versión televisiva ha sido capaz de crear, con certeras pinceladas visuales, personajes multidimesionales, que son, en esencia, la humanización de las bajezas comunes en las milenarias luchas por el poder, y, en con menos frecuencia, de sus noblezas.

Ahí está, por ejemplo, el rostro del rey que no lo es, Stannis Baratheon, el más cruel e intrépido de los guerreros, que va de derrota en derrota guiado por su amante-hechicera, lady Melisandre, que vende a su único dios como la guía en las guerras de los hombres.

Para ganar batallas imposibles, le dice Melisandre al rey mandilón, debe ofrecer a su dios sangre real. Con ese afán ya pasaron por fierro a varios herederos de los tantos que pretenden el trono de hierro, máximo símbolo de poder. Para la última de las correrías, el avance sobre Winterfell, y a falta de hijos ajenos, Stannis deben acudir a su propia hija.

Cegado por la ambición, el aspirante a rey decide quemar viva a la niña. La esencia misma del gran argumento maquiavélico de esta historia: todo, todo es permitido en la lucha por el trono. En lo visual, sin embargo, los productores nos ahorran el gore: nunca nos muestran a la niña quemada, solo nos dejan escuchar sus gritos mientras vemos la cara del padre asesino. Espeluznante.

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