Menos homicidios, ¿a costa de qué?

Desde la década de los noventa, El Salvador ha mantenido dentro de sus dos principales problemas de país la situación de violencia, siendo el tema de seguridad parte de la agenda política salvadoreña de mayor relevancia. Este año, de acuerdo con declaraciones públicas del actual ministro de Justicia y Seguridad, terminamos el año 2022 con una tasa de homicidios de 7.8 por cada cien mil habitantes. Hace apenas siete años el país saltaba al estrellato por contar con la tasa homicida más alta a nivel mundial, que nos dejó con 105.2 homicidios por cada 100 mil habitantes. Llegar a una tasa tan baja representa un contexto altamente positivo para el país, especialmente para la población que ha vivido por décadas envuelta en una violencia atroz. Y aunque este hecho concreto representa un respiro para esos barrios que han sido víctimas permanentes del crimen y la ilegalidad, la política actual de seguridad preocupa y trae consigo múltiples efectos que han venido dejando “daños colaterales” en extremo preocupantes.

La exigencia social por resolver los problemas de inseguridad y violencia ha requerido de los presidentes de turno un discurso ágil que se mueva entre el personaje de la mano firme y el estadista de mirada integral. Sin embargo, el evidente machismo de nuestros líderes ha llevado a que lo estadista quede lejos de su actuar y se decanten con facilidad por la fuerza bruta. Esta postura, no obstante, no tiene como causa única la vivencia patriarcal, aunque la envuelva desde casi cualquier perspectiva. También la respuesta represiva de los gobiernos de las últimas tres décadas y sus liderazgos ha estado fundamentada en un elemento clave. Al ser la violencia de causas múltiples y complejas, los hombres simples optan por el camino más fácil: fingir que resuelven los problemas de seguridad con mucha policía, mucho ejército, mucha cárcel y mucho show.

El expresidente Francisco Flores fue el precursor de la fórmula mágica del manodurismo en El Salvador. Su política de seguridad Plan Mano Dura y su Ley Antipandillas fueron estrategias mediáticas que buscaron posicionar al candidato presidencial del partido Arena ante las elecciones de 2004. Y lo lograron. El lanzamiento de su guerra contra las pandillas en julio de 2003, en la colonia Dina, dejó claros los ingredientes de la receta populista: un militar a la derecha, un policía a la izquierda, un enemigo a combatir y un discurso de guerra que defina los buenos y los malos, los que están a favor de que el país progrese y logre vencer a ese enemigo interno y quienes están del otro lado, siendo parte del problema o beneficiándose de este. Y como no hay nada nuevo sobre la Tierra, pues esta fórmula la han ido mejorando con los años los gobiernos de Arena, del FMLN y de GANA y Nuevas Ideas, donde a la receta se le agregaron elementos como negociaciones secretas con líderes pandilleros, estados de excepción y supuestos enfrentamientos armados que ocultaban ejecuciones extrajudiciales.

De toda esta receta que se va ensayando en nuestro país, generalmente en las zonas más afectadas por la violencia -con la gente que ha tenido que lidiar por años con las pandillas y su violencia, y con la policía y su violencia, y con los militares y su violencia-, lo más cierto ha sido una cosa: nunca ha resuelto el problema, por la simple razón que estas medidas no tienen la intención de resolver. Lo que buscan es apagar fuegos, reducir daños, glorificar a sus héroes y magnificar sus logros, aunque estos sean sostenibles solo a través de la violación sistemática de derechos humanos.

Y este ha sido uno de los beneficios de las políticas manoduristas, que se venden firmes y duras con el crimen, que para implementarlas hay que restringir derechos, cosa que inevitablemente lleva a violar derechos. Esta necesidad de hacer sacrificios en nuestros derechos para poder combatir a ese enemigo común solo demuestra una cosa: los gobiernos no tienen la capacidad de combatir el crimen desde la legalidad y el Estado de Derecho. Y esa falta de capacidad, simplificando de manera abusiva, a mi juicio se debe a dos cosas, una consecuencia de la otra: no hay interés real de combatir el crimen, porque este afecta a la población empobrecida, no a sus amigos cercanos y poderosos. Y dos, el interés principal es mantener y mejorar los privilegios de quienes ostentan el poder; por lo tanto, los recursos estatales se van a orientar a ello, a buscar mantenerse en el poder político y económico, y no hacia el mal negocio que implica mejorar la vida de los pobres.

Durante los 14 años en que he trabajado en el tema de violencia, yendo desde la incidencia y la denuncia por los planes represivos de los gobiernos de derecha y de la supuesta izquierda, hasta en el acompañamiento comunitario de jóvenes líderes y víctimas de la violencia de las pandillas y del Estado, la mayor certeza que tengo es que hasta la fecha no ha habido un gobierno que genuinamente quiera resolver el problema de violencia e inseguridad. Les aflige más no perder su estatus, su poder y su dinero. Y entonces las políticas que desarrollan, que de manera operativa son las decisiones que toman sobre cuáles son sus prioridades y cómo abordarlas, siempre se han orientado a las acciones represivas, manoduristas y de mirada cortoplacista.

El presidente Bukele oculta su Plan Control Territorial porque este no es más que la decisión que mejor convenga en su momento para la concentración de poder político y económico. Por eso puede moverse, de un día a otro, de dialogar y negociar con las tres principales pandillas del país para que mantengan los homicidios a la baja y luego pasar a declarar una guerra (hoy sí real) que nos tenga ya nueve meses en régimen de excepción a completa merced de las arbitrariedades de la policía y el ejército, con cada día más abusos policiales, más muertes en centros penitenciarios, con militares hasta en la sopa y sin lograr contar con, al menos, una institución del Estado que nos proteja si en algún momento nos volvemos estorbo para este único plan gubernamental: la concentración de poder.

Esta nueva guerra contra las pandillas, reciclada de los gobiernos de Arena y del FMLN, además, ha servido de perfecta excusa para minimizar los abusos de las fuerzas de seguridad, ya históricas en el país. Ha fortalecido la alianza político-militar de un gobierno autocrático, ha ido naturalizando vivir con derechos fundamentales restringidos de manera permanente, ha convertido las cárceles en centros sistemáticos de tortura y muerte de personas bajo custodia estatal y nos ha mantenido en condiciones de desprotección plena ante los abusos del poder estatal.

El Salvador cierra el año 2022 con una buena noticia: los homicidios se han reducido de manera histórica. El precio de esta reducción es el que la sociedad salvadoreña debe valorar con visión de estadista, dejando de lado la tendencia de irnos por el camino fácil donde se cree que basta ser más violento que el enemigo para lograr la paz. La historia nos ha demostrado que esta fórmula aparenta mucha efectividad y soluciones eficaces y rápidas, pero también trae consigo “daños colaterales” cada vez más graves, más profundos y que resultan cada día más difíciles de asumir y revertir. Y solo la misma población puede ser capaz de exigir a sus gobernantes que retomen los intereses de las mayorías, de manera responsable y jugando las reglas de la legalidad y la democracia.


*Verónica Reyna es psicóloga salvadoreña y coordinadora del Programa de Derechos Humanos del Servicio Social Pasionista.

¿TE HA GUSTADO EL ARTÍCULO?

Suscríbete al boletín y recibe cada semana los contenidos en tu email.