“La casa de las flores” y el legítimo placer de sentirnos estúpidos

La inteligencia –su carencia o abundancia– ha sido un tópico que siempre me ha causado interés. El latigazo del adjetivo “estúpido” es demoledor cuando te sentís en otra categoría, cuando te evalúas con una superioridad intelectual que te supone portador del mango del látigo y no resignado a poner el lomo. Pero hasta las mentes más ágiles gozan del placer de sentirse estúpidos. “La casa de las flores” es una serie muy popular que ofrece la oportunidad de revolcarnos en la idiotez sin hacernos sentir demasiada culpa. Claro, si no te tomas las cosas demasiado en serio. Noc Noc Cinema y Netflix nos cuentan la historia de la familia De La Mora y su doble vida, el balance entre la perfección que transmiten a una sociedad aspiracional y lo que ocurre en el inframundo burlesco de la incorrección.

poiler Alert: la siguiente reseña cuenta detalles de la serie “La casa de las flores”. Tampoco son muchos, pero si no querés saber nada al respecto. Andá, corré a verla y regresá para dar tu comentario]


Una buena manera de identificar la estupidez moderna es detectar la palabra “challenge” en redes sociales. A veces también funciona como una eficiente estrategia de promoción. Lo utilizó la maquinaria publicitaria de Drake recientemente para promocionar el tema “In my feelings” y lo gesta –o lo aprovecha– ahora también Netflix para viralizar a “La casa de las Flores”, la serie que ha estado en boca de muchos en la última semana. El motivo es hablar con el estilo aletargado de Paulina de la Mora (Cecilia Suárez), uno de los personajes principales de esta apuesta de Netflix México: una serie de estilo drama/comedia que gracias a una destacada producción esconde a una burda telenovela (como también ocurrió con la apuesta por contar la vida de José José o Luis Miguel). 

La serie utiliza elementos narrativos de las clásicas telenovelas mexicanas. Por ejemplo:

  • El cruce de historias entre una familia acomodada y el “bajo mundo” grotesco de un cabaret que, para no sorprendernos, se presenta más divertido y liberado.
  • Bodas pautadas desde el primer capítulo y que intuimos destinadas al fracaso porque emergerán amores intempestivos.
  • Escenas que muestran el sufrimiento y las travesuras de niños (más sabios que los adultos) que, sin ser personajes relevantes, interrumpen el eje principal de la historia.
  • La incoherencia y la irrealidad absoluta del hilo argumentativo. Problemas graves que se resuelven como quien saca un conejo de un sombrero al vender casas de Acapulco. 

Y sin embargo, la serie atrapa desde un principio. Detectamos todas estas flaquezas y nos resbala 700 hectáreas de ver…dolaga. Nos entregamos al placer de sentirnos estúpidos. Y hasta nos esforzamos por encontrarle pinceladas de apuesta arriesgada.

Cada uno de los trece episodios lleva el nombre de una flor y no esconde los motivos que le empujan: 

  1. Narciso – Mentira 
  2. Crisantemo – Dolor
  3. Lirio – Libertad
  4. Petunia – Resentimiento
  5. Dali – Gratitud
  6. Magnolia – Dignidad 
  7. Peonia – Vergüenza 
  8. Bromelia – Resistencia
  9. Tulipán – Esperanza
  10. Tusilago – Preocupación
  11. Orquídea – Lujuria
  12. Erísimo – Adversidad
  13. Amapola – Resurrección

El placer de sentirnos estúpidos no es un invento nuevo. Ha ocurrido en la música (¿quién no bailó en su momento “La Macarena”), en los hábitos sociales (¿quién no hizo un Harlem Shake?) o en las pasiones deportivas (¿quién no ha tenido una discusión alterada por el destino de deportistas millonarios a quienes les importa un bledo nuestras vidas?). Y entre todos los placeres estúpidos, el de dedicarle horas de tiempo a la irrealidad de las telenovelas es ya vieja escuela en Latinoamérica. Los productores de Netflix lo saben y están construyendo un nicho de esto. “La casa de las flores” no es la primera en intentar cobrar distancia del drama novelesco aprovechando los clásicos recursos del género en la era del streaming: la posibilidad de colocar sexo casi explícito; edulcorar la manufactura con una banda sonora propia de un buen tino musical; mezclar luminarias del entretenimiento antiguo (Verónica Castro) con estrellas emergentes (Aislinn Derbez); y lanzarse a la apertura mental de destacar luchas sociales vigentes sin meterse en política, como por ejemplo, la causa de la población LGBTI.

Y esto queda en evidencia desde la primera frase a destacar:

“La normalidad es un camino pavimentado: es cómodo para caminar, pero nunca crecerán flores en él”

– Vincent Van Gogh

Es decir, la serie va sobre el escabroso camino de sostener las apariencias.

La estrella es Cecilia Suárez y su retraso fonético. La primera reacción que tuve al escuchar el aletargamiento de su hablar fue de absoluto rechazo. Era obvio que aquello era intencional. Luego me reconocí asumiendo una innecesaria posición crítica y poco a poco fui asimilando el chiste. Debo decir que sigo sin estar convencido de la idea, que me parece más un ardid publicitario que innovación en artes dramáticas. El truco forma parte del hilo argumental y la producción ha dicho que un capítulo explicará más adelante la razón por la que Paulina habla con un fusible quemado en su cerebro. De momento, luego de ver los trece de la primera temporada, aún no encontramos explicación al respecto.

Manolo Caro (guion y dirección) es el principal orquestador de esta historia. También actúa en la serie, con un personaje secundario. Manolo tiene un camino recorrido en el cine cursi mexicano, con películas como “No sé si cortarme las venas o dejármelas largas” o “Elvira, te daría mi vida pero la estoy usando”, donde ya trabajó con Cecilia Suárez. En “La casa de las flores” ha tenido crédito suficiente para ahondar en su estilo, aunque no deja de tener reminiscencias a lo que Gary Alazraki ya ha propuesto con “Nosotros los nobles” (para cine) y “Club de cuervos” (para Netflix).

El simple regreso de Verónica Castro a la atención mediática es un gancho publicitario notable. Su personaje (Virginia) está marcado por dos cosas: la importancia de la familia y, más relevante aún, la lectura de las apariencias sobre su familia. El ‘qué dirán’ es trascendental en su vida y el camino de su felicidad es un tránsito de rosas espinadas. Hago notar que la ambivalencia de su personaje me causó varias molestias: en una escena acepta (y hasta lucha por) la orientación sexual de su hijo y a la siguiente casi se desmaya al toparse con un transexual. Es capaz de quemar al mundo por la infidelidad de su esposo, pero la propia la digiera fumando mota.

“La casa de las flores” es una serie de trece capítulos en su primera temporada y que se transmite en Netflix.

Hubo dos cosas que me llamaron mucho la atención de la parte técnica de esta serie: primero, el diseño de vestuario, obra de Natalia Seligson; y luego, la colorización de cada episodio, donde mucho tendrá que ver Pedro Gómez Millán, el director de fotografía. En manos de esta gente, “María la del barrio” bien hubiera cruzado el umbral de la intelectualidad hipster.

Finalmente, es necesario destacar el aporte de la música. Yamil Rezc (productor de bandas como Zoé, Le Baron y Hello Seahorse!), Dan Zlotnik (ganador de nueve premios Grammy) y Lynn Fainchtein (quien ha participado en la musicalización de pilares del cine mexicano del nuevo siglo, como “Amores perros”, por mencionar un célebre ejemplo). Juntos han colocado pasajes musicales muy atinados, como el inicio de la serie a través de “Me colé en una fiesta” (Mecano) o cuando Verónica Castro canta descorazonada “Vete mucho a la chingada” (adaptación popular mexicana del tema “Es mejor así”, canción de su hijo en la vida real: Christian Castro). Son detalles que arrancan sonrisas sin desviar demasiado la atención.

“La casa de las flores” volverá en una nueva temporada. La historia queda inconclusa y el fenómeno de popularidad ha sido tal, que demanda una continuidad. Esto, muy a pesar de que el gancho de atracción muestra un claro declive a partir del sexto episodio. Veremos si la segunda temporada sigue jugando al doble discurso de legitimar la causa LGBTI por un lado y ridiculizar el tema del suicidio por otro; o llamar “negrito” peyorativamente al personaje de Dominique; o volver ligero el tráfico de marihuana en un país en plena guerra de narcotráfico que ya ha costado 118 mil jóvenes asesinados en una década.

Aunque claro, esos son temas muy densos para una serie que lo que propone es lo contrario: elevar una copa de vino, brindar con el clan de la estupidez y no sentirnos culpables por abstraernos de la paliza diaria que nos obsequia la realidad. Y eso, en realidad, pienso que no está mal.

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