Si “todo está caro”, ¿basta con improvisar?

En los mercados del país, es común escuchar a la gente decir que “todo está más caro”. Luego de las lluvias históricas registradas en el pasado mes de junio, la población enfrenta una nueva situación de precios altos en los alimentos. Para todos los hogares significa gastar más, pero para los pobres significa hambre, principalmente porque los hogares con menores ingresos destinan gran parte de su presupuesto en alimentos, empujándoles diariamente a hacer malabares administrativos para llenar el estómago, aunque sea con comida de menor calidad nutricional. Sobre el quinto año del gobierno actual, y desde que inició la pandemia, pareciera que un evento sigue a otro sin dar tregua al bolsillo familiar.

La crisis que implicó la pandemia en 2020-2021 por Covid-19, seguida del conflicto geopolítico y militar entre Rusia y Ucrania que inició en 2022, afectaron las cadenas globales de suministro y los costos de producción de alimentos. Aún se experimentan efectos rezagados de estos dos sucesos. Y, por si fuera poco, estos eventos dieron paso a un fenómeno especialmente fuerte como el de El Niño, que inició a mediados de 2023, y ahora las lluvias. Ha sido un período difícil para el sector agropecuario en el país, en sus diferentes subsectores; un período que nos llama a dimensionar el alto nivel de vulnerabilidad de estas actividades económicas y, por ende, también de la población que vive o se sirve de estas: productores y consumidores.

El argumento usual del oficialismo —y seguidores— es que son fenómenos externos, fuera del control de las autoridades y que eso limita, en buena medida, las opciones para contrarrestarlos. Esto es cierto, al menos parcialmente, porque claramente hay imposibilidad de controlar el clima, los conflictos militares o el precio del combustible, pero la pregunta pertinente no es esa, sino la siguiente.

Luego de cinco años, ¿la administración Bukele ha realizado las acciones necesarias para fortalecer el sistema agroalimentario salvadoreño en todos sus componentes –o al menos en algunos– y así atenuar los peores efectos de estos eventos, reales o especulativos?

A juzgar por el lugar que ocupa la situación económica en las diferentes encuestas de opinión –y que también es posible inferir desde las cifras oficiales publicadas por el Ministerio de Agricultura y Ganadería (MAG) y el Banco Central de Reserva (BCR)–, puede decirse con suficiente certeza que lo hecho es insuficiente.

  • El Salvador no produce más alimentos que antes y tampoco ha reducido la dependencia de importaciones.
  • Los eslabones productivos no están más articulados a canales de comercialización interna y aún menos a la exportación. En ese sentido, la intermediación sigue siendo determinante en los precios al productor y al consumidor, reflejo de la desorganización sectorial y falta de capitalización.
  • El determinante mercado de insumos se mantiene en manos de unas pocas empresas.
  • Las prácticas productivas están ancladas en el tiempo. La escasa tierra está concentrada sin correspondencia entre su potencial y su uso.
  • Los granos básicos permanecen en suelos marginales y en deterioro. El riego es insuficiente, además de obsoleto.
  • El extensionismo no alcanza a cubrir las necesidades de cada cadena productiva.
  • La agroindustria es prácticamente inexistente.
  • El crédito al sector continúa deprimido.
  • Las importaciones ahogan la producción nacional, además de la creciente amenaza de la desgravación arancelaria por los tratados comerciales asimétricos.
  • Y, finalmente, frente a la crisis climática, las medidas de adaptación permanecen esencialmente en papel.

Entonces, los golpes a la seguridad alimentaria por precios altos son solo una consecuencia. El pequeño comerciante suele ser tan pobre como quien le pregunta sus precios a la pasada. Es bastante ingenuo pensar que para resolverlo basta con atacar su manifestación cuando las causas son múltiples, relacionadas y complejas, enraizadas en la historia de un sector maltratado por décadas de relegamiento institucional. No es un tema de oferta y demanda, sino de economía política con intereses enfrentados y desequilibrio de poderes en un campo de sectores tan desarticulados como abandonados. La solución tampoco es acudir a los mercados internacionales de manera sistemática: los principales abastecedores de verduras también son vulnerables al cambio climático. Implica salida de divisas, pero, sobre todo, comprender que las actividades agropecuarias son una de las mayores fuentes de ocupación en el país, y que son esenciales en términos sociales, económicos, históricos y culturales. Es un tema, incluso, de soberanía. La solución –sobra decirlo– tampoco es ocultar las cifras oficiales que el personal técnico levanta día a día con debida diligencia en las diferentes plazas.

La solución sostenible a los precios altos pasa por un verdadero impulso del sector agroalimentario. Identifico cuatro grandes pasos, desde los cuales trazar las estrategias y acciones más específicas:

  • En primer lugar, fortalecer a las instituciones que atienden al sector, tanto con personal competente a su cargo como presupuesto suficiente que posibilite generar verdaderas políticas públicas desde el diagnóstico participativo y la planificación.
  • En segundo lugar, invertir en infraestructura (específica para el sector), investigación y desarrollo, articulando a la academia del país (principalmente a la Universidad de El Salvador) como fuente de conocimiento, seguimiento y evaluación. La cooperación internacional debe ser un pilar en este tema para crear un verdadero ecosistema de transformación.
  • En tercer lugar, priorizar a corto plazo los tres subsectores fundamentales para elevar su producción y capacidad de adaptación a la crisis climática: granos básicos, hortalizas y frutas. En el caso de las hortalizas, es importante aprender de la experiencia exitosa de otras economías con la agricultura urbana —incluso con finalidad no comercial— como actividad que contribuye tanto a la seguridad alimentaria como a la integración de las personas y su bienestar. En este caso, el ejemplo de Seúl, en Corea del Sur, puede aportar mucho.
  • Finalmente, adecuar el marco legal y regulatorio para que la seguridad alimentaria, actividades y actores vinculados encuentren espacios y apoyos necesarios para prosperar.

Por supuesto, no hay posibilidad de transformación sectorial sin una adecuada planificación. Aunque en otras problemáticas la improvisación puede ser una herramienta para dotar de agilidad al Ejecutivo –incluso generando aparentes soluciones–, en el caso de la seguridad alimentaria y los sistemas agroalimentarios, la improvisación no basta y es receta para el fracaso.

Es demasiado complejo querer solventar las cuestiones de un plumazo, con persecución de pequeños comerciantes locales o montando agromercados en las plazas, por muy numerosos que sean. Ya es tiempo de mostrar que sí se ha aprendido algo en estos 60 meses, diseñando y ejecutando estrategias serias para garantizar la suficiencia de alimentos y el acceso para la población de manera sostenible.


*La versión original de esta columna de opinión fue publicada en el blog del autor.


*Luis Vargas Claros es economista graduado por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), de El Salvador; maestro en economía de los recursos naturales y desarrollo sustentable por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); y actualmente estudiante del doctorado en economía de la misma universidad. Trabaja temáticas de economía agrícola, medioambiente e insumo-producto.

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