Una oportunidad derivada de la pandemia

La pandemia de COVID-19 está demostrando, sin lugar a dudas, que la realidad no es inmutable. Cambios trascendentales y a gran escala pueden en efecto suceder, prácticamente, en todas las esferas de la vida. Las respuestas globales y locales a la propagación del virus han generado, desde ya, variaciones sustantivas a nivel político, social, económico, medioambiental, religioso, etcétera. El género humano y el planeta no serán los mismos, al menos durante un largo rato. Por ende, esta crisis histórica, junto con sus dificultades, abre una ventana de oportunidad inédita, un período de tiempo que habría que aprovechar.

Desde el punto de vista social, la pandemia ha limpiado un poco el “lienzo” sobre el que está delineado y pintado el entramado de interacciones humanas. Con las calles y plazas semivacías, las poblaciones han alterado importantes costumbres que guiaban la convivencia en grupo, y se está recuperando el sentido de vecindad y hasta de hogar, aunque sea pasajeramente. Por conciencia propia o imposición externa, comunidades y barrios de distintas latitudes se enfrentan a la necesidad de modificar sus patrones de comportamiento colectivo. Se aíslan y autocontienen. En algunos sitios, se ha perturbado el “orden” de las cosas; en otros, el “desorden” de ellas.

En el contexto salvadoreño, se presenta una invaluable y casi irrepetible ocasión para desaprender viejos e ineficientes hábitos y, en el mismo acto, reaprender otros nuevos y funcionales. Por ejemplo, en el caso del transporte público, en estos días se aprecian situaciones atípicas en el país: personas haciendo cola para subir a los buses (no hordas alocadas), gente sentada dentro de las unidades (no colgadas como banderines de las destartaladas carrocerías) y motoristas conduciendo a velocidades razonables (no a furiosas revoluciones por minuto). En naciones civilizadas, estas conductas son normales y sobrentendidas, algo usual, pero en El Salvador son muestra de una infrecuente urbanidad. Tal parece que, de manera inesperada y extraordinaria, ahora se está ganando en educación cívica.

Una oportunidad que se habilita, por tanto, es la de reescribir las normas de convivencia pública y trabajar en la consolidación de una forma diferente de orden y disciplina social, en virtud de la cual se respeten y acaten reglas básicas de relacionamiento interpersonal, de uso común en países serios. Para ello, el Estado debe jugar un prudente rol orientador, fundamentado en dos pilares: la pedagogía social y la fuerza de la ley (no la fuerza bruta, entiéndase bien).

Cae por su peso que eso exige que el Gobierno disponga de capacidad y legitimidad, y sepa integrar las competencias técnicas con una genuina vocación democrática. De lo contrario, aplicaría la frase de François Fénelon: “El poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad”. Es responsabilidad ciudadana, cuando menos en parte, observar que esto no ocurra.

La Policía y la Fuerza Armada son instrumentos oficiales y, como tales, pueden ser tan buenos o tan malos como el funcionario que los utilice. Su eficacia depende más de quién, cómo y para qué los use que de su naturaleza institucional. Si se emplean bien, esas instancias podrían salir fortalecidas de esta coyuntura, con un mayor prestigio; pero si se usan mal, resultarán deterioradas y desgastadas ante la opinión pública.

Si se procede con técnica y democracia, y se mantiene la credibilidad del Ejecutivo, el ejercicio de pedagogía social podría tener un impacto positivo en la eventual recuperación de la economía. La restauración de la convivencia social tendrá que desarrollarse, necesariamente, de modo paulatino y ordenado. No deberían saltar a las calles todas las personas a la vez. Y, en correspondencia, la reactivación económica también debiese impulsarse a un ritmo gradual y por etapas. Eso requiere de una metódica orientación a la colectividad, en el estricto marco de la ley.

Gracias a esa disciplina social, sería posible, por ejemplo, la movilización progresiva de la fuerza laboral (privada y pública, formal e informal), considerando variables como: giro de actividad, tipo y tamaño de empresa o emprendimiento, área geográfica, horarios de funcionamiento, entre otras. Así, la adecuación de los mecanismos de socialización impactaría en la dinámica productiva, lo que permitiría “aplanar las dos curvas”, la epidemiológica y la del desempleo, como plantean expertos y analistas.

En definitiva, hay que concentrarse en las soluciones, no en los problemas, y enfocarse en la acción, no en la lamentación. Conviene capitalizar el espacio temporal de esta ventana de oportunidad sin precedentes para reescribir las normas de convivencia social. Será un error si, simple y llanamente, se trata de restituir el “desorden” de las cosas. La idea es construir un “orden” real; bueno y universalizable, parafraseando a Immanuel Kant. Es preciso diseñar una visión a futuro y repintar el “lienzo social”, hoy más que nunca, a fin de conseguir que la crisis saque lo mejor de la población, no lo peor.


*Luis Enrique Amaya es consultor internacional e investigador en materia de seguridad ciudadana, asesor de organismos multilaterales y agencias de cooperación internacional; experto en análisis y gestión de políticas públicas de seguridad basadas en evidencia.

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