Los otros peregrinos del Triángulo Norte
El penúltimo eslabón de la ruta latinoamericana para los migrantes extracontinentales es un paso rápido, irregular en fronteras, y con abusos y pagos disfrazados de multas. Los migrantes, que evitan pasar por El Salvador, viajan por la ruta norte que conecta Honduras con Guatemala.
Foto FACTUM/Salvador Meléndez
La esposa de Samuel cocina arroz en agua caliente. Sin sal. Sin verduras. Solo arroz. Vigila los tizones ardientes en el patio polvoso de una casa situada en la 6ª avenida de Choluteca, el municipio fronterizo entre Honduras y Nicaragua. Samuel, su esposa, sus dos hijos, su primo y un amigo están varados en Choluteca. Después de un viaje de 10 mil kilómetros, una travesía con llagas en los pies y dos asaltos, Samuel debe esperar para recolectar el dinero que necesita para seguir el camino hacia su destino: los Estados Unidos.
Samuel tiene puestas unas sencillas sandalias color negro. Las heridas que tenía en sus pies ya se han curado luego de atravesar a pie por varios días la selva del Darién, en Panamá. Samuel es camerunés, como toda su familia, y huyó de su comunidad, Kembong, después de que esta fue consumida por el fuego, las balas y los muertos.
Su recorrido de más de diez mil kilómetros inició el 24 de octubre de 2019. Usó una ruta que, aunque no excepcional, no es la común en los migrantes transcontinentales. Samuel y su familia tomaron un barco para atravesar el Atlántico desde Gabón hasta Colombia. Así llegó, semanas después, hasta este patio polvoso en Choluteca.
Huir
Hasta mayo de 2019, los migrantes extracontinentales de Asia y África tenían un paso relativamente libre por Honduras. Si bien debían ingresar por paso irregular, únicamente debían cumplir con registrarse en la oficina de Migración más cercana a su ingreso. Ni el Instituto Nacional de Migración de Honduras (INMH), ni el Ministerio Público, ni organizaciones que colaboran con atención a migrantes saben puntualizar la fecha exacta en que el Estado hondureño decidió empezar a cobrar una multa.
Todos coinciden, no obstante, en que fue entre mayo y julio de 2019. A partir de esos meses, cada migrante que ingresaba de forma irregular a Honduras tenía la opción de entregarse a las autoridades migratorias, registrarse, pagar una multa de $187 por cada adulto. El trámite le daba la posibilidad de obtener un documento que certifica que pagó y un máximo de cinco días para movilizarse por territorio hondureño.
El jueves 6 de febrero de 2020, Samuel y su familia tenían ya una semana de permanecer en Choluteca, ciudad fronteriza de Honduras, y uno de los puntos principales de ingreso terrestre de migrantes irregulares a ese país. Samuel no había logrado pagar aún los USD$748 necesarios para poder avanzar y continuar su camino hacia al norte: su multa, la de su esposa, la de su primo y la de un amigo.
A Samuel y su familia los asaltaron dos veces. El primer robo lo sufrieron mientras cruzaban la selva del Darién, en Panamá. La otra ocurrió en suelo hondureño, cuando recién ingresaban procedentes de Nicaragua. Perdieron todo su dinero. Ropa. Teléfonos. Todo.
Fue la primera parada obligada, el primer tiempo muerto desde su salida de Camerún debido a la imposibilidad de avanzar.
“La razón por la que salimos de Camerún es debido a la situación socio política que tenemos. Estamos en guerra. Mi padre fue asesinado a tiros y mi hermano también. Muchas casas fueron incendiadas”, relata Samuel.
En 2016, una ola de protestas pacíficas que buscaban una mayor representación de los cameruneses anglófonos, minoría ante los francófonos, fue reprimida violentamente por el gobierno. Desde entonces, la crisis política pasó de protestas a represión, a asesinatos y quema de comunidades, al reforzamiento de los separatistas armados anglófonos y la declaración unilateral de la independencia de Ambazonia, región anglófona.
Las protestas fueron iniciadas con una amplia participación de profesores, quienes exigían que los textos educativos fueran traducidos al inglés. Los profesores se convirtieron en un objetivo de persecución.
Samuel relata que vivía en Kembong, una villa dentro del condado de Manyu, parte de la zona rebelde de Camerún, la denominada República Federal de Ambazonia. Samuel dice que, al igual que su esposa, trabajaba como profesor.
Su ya-no-más, dice Samuel, llegó después del asesinato de sus familiares y que cientos de casas en Kembong fueran incendiadas. “Tuvimos que escapar por todos los incendios hechos por los militares”, recuerda.
El Informe sobre las Migraciones en el Mundo de 2020 de la Organización Internacional de Migraciones (OIM) de las Naciones Unidas sitúa a Camerún en el puesto 14 de países con mayor desplazamiento interno debido a conflictos, con cerca de un millón de desplazados (cifras de 2018).
La familia, dice Samuel, se movilizó primero a la zona costera de Limbe, ubicado al sur de Camerún, para iniciar su ruta vía marítima hacia Gabón, a unos 400 kilómetros en línea recta. Todos emprendieron un extenso viaje en su intento de llegar a los Estados Unidos. Se fueron en barco hasta Colombia.
Latinoamérica ha sido siempre una ruta de paso para migrantes extracontinentales. De ello dan cuenta numerosos casos de localización de migrantes desde, por lo menos, la década de 2000. Sin embargo, la Crisis de Refugiados en 2015 en Europa, la cual implicó el bloqueo con vallas y alambradas en Grecia y Turquía, y cientos de ahogados en el Mar Mediterráneo, motivó que la cantidad de migrantes registrados a través Latinoamérica se multiplicara de forma exponencial en los años subsiguientes. La mayor parte de ellos, por vía aérea, ingresaron por Brasil, y luego terrestre hacia el norte, siempre hacia el norte.
Samuel y su familia, pues, no tomaron la ruta más común. Se lanzaron en un viaje a través del Oceáno Atlántico por barco, con aproximadamente 25 personas más. Samuel asegura que desde que logró dejar Camerún permaneció en estado de shock. El viaje, dice, pudo haber tomado más de dos meses. Fue hasta enero de 2020 que lograron llegar a Necoclí (Antioquia, Colombia), en un trayecto que significa alrededor de 10 mil kilómetros de mar y nada más que mar.
“De Necocli tomamos un bote a Capurganá, y en Capurganá tomamos hacia la selva de Panamá, creo que durante una semana y dos días”, relata Samuel.
La selva que traga personas
“Nos robaron. Es un negocio. Mafia del robo, podríamos llamarlo. Me robaron USD$1,200. Algunos… Ellos desnudaron a algunos. Buscaban el dinero. Tuvimos suerte en esa jungla, que solo nos robaron el dinero. En algunos otros grupos, violaron a las mujeres, en otro grupo, tirotearon a un joven”.
Así relata Samuel su paso y el de su familia por la jungla panameña, el Darién, considerada una de las zonas más intransitables del planeta. “Si tuviera la oportunidad de aconsejar a alguien, le diría que no fuera a la selva de Panamá”, añade Samuel.
Conocido como “el Tapón del Darién”, es uno de los tramos más complicados para los migrantes transcontinentales en su ruta hacia el norte. Pero ese, apenas, es una pequeña parte del camino.
Diversas investigaciones de Brasil, Guatemala, Honduras, Costa Rica y varios países más relacionadas al tráfico de personas con víctimas extracontinentales han demostrado que la mayor parte de estos migrantes ingresan vía aérea al continente americano a través de algún país sudamericano. “Casi el 90% entran por Brasil”, manifestó el jefe fiscal de la Unidad de Trata del Ministerio Público de Guatemala, Alexander Colop.
A partir del ingreso, los migrantes avanzan hacia arriba a pie, en autobuses públicos, en taxi, en autos particulares. El Triángulo Norte es apenas un respiro, una de las zonas que se transitan más rápido. Aunque ello no la exime de ser peligrosa y de obligar a los migrantes, en su mayor parte, a usar pasos irregulares, esto por las visas que exigen El Salvador, Honduras y Guatemala a la mayor parte de ciudadanos africanos y asiáticos.
Danilo Puerto es el jefe para Choluteca y la zona sur de Cáritas Honduras. Él lo explica de forma clara: “somos una ciudad receptora bastante importante porque, por el punto geográfico en el que estamos, tenemos una frontera con Nicaragua, estamos a 62 kilómetros; y una frontera con El Salvador, que estamos a 48 kilómetros, entonces se recorre en menos de 24 horas”.
Las estadísticas del Instituto Nacional de Migración de Honduras (INMH) confirman sus palabras. De todos los migrantes irregulares registrados en Honduras, entre el 1 de enero de 2014 y el 31 de julio de 2019, el 62.7% hizo su registro en el Centro de Atención al Migrante Irregular (CAMI) de Choluteca.
Puerto no lo menciona pero el tramo hacia la frontera de Agua Caliente, que colinda con Guatemala, también se puede recorrer en un día. Está a aproximadamente 570 kilómetros y permite a los migrantes obviar su paso por El Salvador y llegar de forma más expedita hacia el norte.
La jefa fiscal de la Unidad de Tráfico y Trata de Personas de El Salvador, Violeta Olivares, mencionó que “la mayoría de las rutas identificadas, se advertía por algunas de las facilidades migratorias que los países han tenido en años pasados, que han ingresado por Ecuador, o por Río de Janeiro, Brasil, hacia Sudamérica. Luego siguiendo una ruta pasando por alguna parte de Ecuador, Colombia, la zona selvática de Panamá, después a territorio nicaragüense y se ha estado utilizando por muchos años también, después de Nicaragua, el ingreso de estas personas a territorio salvadoreño por vía marítima, por el golfo de Fonseca”.
Luego de que Samuel y su familia superaron la selva panameña y lograron avanzar a través de Costa Rica y Nicaragua, aún les esperaba una de esas tocerduras de vida que mandan al suelo hasta al más aterrizado. Samuel admite que, en determinados tramos, pagaron a personas para que los ayudaran a cruzar a través de pasos irregulares. En uno de esos pasos, entre Nicaragua y Honduras, estaban resguardados en una vivienda. “Fue el hombre de la puerta, el seguridad del lugar donde nos escondíamos. Estos jóvenes con el hospedador vinieron y nos dijeron ‘tenemos a alguien que puede transportarlos, por USD$50, hasta Choluteca’”, recuerda Samuel.
Samuel y su familia salieron de esa casa, según cuenta, alrededor de la una de la mañana. “Nos iban a llevar a Choluteca, así que nos llevaron, nos condujeron en auto hasta la carretera y ellos no podían parar. Yo dije ‘deberíamos bajarnos’. Él preguntó ‘¿qué está pasando?´ y el vehículo se detuvo”, dice el profesor. Los migrantes fueron rodeados con hombres armados con armas y machetes. Les terminaron de robar lo poco que llevaban.
El 5 de febrero al medio día, un agente policial en sus veintes descansa apoyado contra el barandal del puente que une a Honduras y Nicaragua, sobre el río Guasaule. Prefiere no identificarse. Pero cuenta que los migrantes, en los últimos meses, se adentran más a través de veredas para no ser detectados y poder llegar al CAMI, en Choluteca. “Los coyotes ahora los están pasando por otros lugares ya, no tan cerca (de la frontera). Nosotros los encontramos a veces en el empalme, allá, en El Triunfo, hay un desvío allá ya yendo para Choluteca”, dice.
Honduras es el último sector de la ruta de migrantes que implica cierto control, un registro contable de los flujos antes de llegar a México. Pese la irregularidad de sus estatus algunos migrantes optan por registrarse y tener así un espacio de libre de cruzada terrestre, con su documento sellado por Migración hondureña. Pese a esto, Honduras también tiene una actitud contradictoria: si un migrante desea entrar por la frontera, es detenido y llevado hasta un centro de resguardo de migrantes –a veces hasta Tegucigalpa, la capital– para arreglar su situación migratoria, algo que puede demorar meses, según el delegado regional de Migración en Choluteca, Roger Núñez. Así que su ingreso debe ser siempre por punto ciego.
Pero a veces, es la misma policía que escolta a los migrantes hacia el CAMI de Choluteca.
“Ellos llegan incluso a pedirnos información, a nosotros de repente llega alguno y me pregunta ‘mira estamos en el grupo y no sabemos qué hacer, y cómo es el procedimiento y yo quiero que nos atienda Migración’ y entonces ya nosotros les aconsejamos el procedimiento a seguir que ellos tienen que abocarse a la Policía Nacional”, explica Dixie Sabillón, agente de Migración de la frontera de El Guasaule, el pasado 5 de febrero, mientras descansaba en una silla, cubriéndose del sol.
El policía veinteañero, quien está a pocos metros de Sabillón, añade que los migrantes se cruzan el río. A caballo a veces. Ese día, algunas personas de la comunidad rural a la orilla del río bañan a un par de caballos y se refrescan. Preguntamos qué tan frecuente ven pasar africanos por la zona. “Pues pasan”, contesta apenas una mujer sin prestar mucha atención.
La frontera de Guasaule es como muchas de las fronteras terrestres de Centroamérica. Caliente y atestada de camiones de carga, pequeños comercios de ventas rápidas para el pasante, cigarros, agua helada, sodas. Microbuses públicos para trasladar por 40 lempiras al viajante hasta Choluteca, poco menos de USD$2.
Reynaldo Rico trabaja como bicitaxista en la frontera desde hace 10 años. Por 30 lempiras cruza personas de lado a lado. Con papeles. “Si me agarran con un ilegal, me llevan topado junto con ellos”, dice. “Por aquí no pasan, pasan por veredas, unos dos kilómetros para adentro desde acá”, explica mientras señala los arbustos, árboles y maleza que se extienden a la orilla del río. Más allá, trozos pelones sin verde, desérticos. Por ahí atraviesan, hasta encontrar la carretera.
Los migrantes caminan a la orilla de la carretera en grupos. A veces con niños pequeños. Así lo confirman Sabillón, el policía veinteañero y Rico. También un conductor de transporte público, cuya ruta recorre Choluteca y El Guasaule. “A veces se ven filas, grulla de negritos caminando”, dice el conductor.
Una vez que el conductor empieza a hablar sobre los migrantes, no se detiene. Y entre más habla, la voz se le vuelve más emotiva, más dolorosa. Cuenta que una vez “se le partió el alma” cuando vio a una pareja caminando por la orilla de la calle, con un bebé recién nacido en brazos. “Quizá en el camino la habían tenido, pero no los podía subir”. Cuenta cómo un abogado que una vez decidió dar aventón a un grupo de migrantes ahora “está preso por tráfico de migrantes”. Y añade que una vez llevaba un cubano como pasajero. Al pasar por un retén, “los policías lo bajaron y cuando se subió venía llorando”: los policías le habían quitado el dinero que llevaba para continuar su viaje, según este conductor.
Parte de la contradicción de Honduras: aumentar los retenes policiales para detectar migrantes irregulares, pero dejarlos pasar siempre y cuando vayan a registrarse. Aunque claro, el registro implica el pago. Entre la frontera de El Guasaule y Choluteca hay, por lo menos, dos retenes obligatorios en los que todos los vehículos del transporte público son revisados en búsqueda de migrantes con situación irregular. Dicho de otra manera: que lleguen a Choluteca, pero que lleguen sin ayuda.
El conductor del microbús termina parafraseando, sin saberlo, lo mismo que Núñez, el delegado de Migración, diría horas después: que es muy normal que los migrantes caminen, descalzos, hasta llegar a Choluteca. Que vienen así desde la selva del Darién. Porque los zapatos se les han gastado, como dice el director de Cáritas. O porque simplemente sus pies están tan hinchados, tan heridos por caminar durante días en la jungla, que ya no les caben sus zapatos, como dirá más adelante Voltaire, un migrante haitiano.
Voltaire forma parte de un grupo de migrantes haitianos que la noche del 5 de febrero matan el tiempo en la calle de la 6ª avenida de Choluteca. Al día siguiente, en la mañana, estará en el CAMI tratando de presentar los documentos y el recibo que les exigen a los migrantes para poder obtener su permiso de circulación y continuar su camino. No se llama Voltaire, pero prefiere no dar su nombre y pide ser identificado con ese nombre.
En la noche, se forman grupos por nacionalidad. Por un lado, un grupo de mujeres camerunesas atienden a sus hijos, la mayoría menores de 10 años, y platican. Son anglófonas. Por otro, otro grupo de cameruneses, sin camisa y sin zapatos, lamentan haber sido asaltados en la jungla. Estos son francófonos y llegaron hoy. No tienen nada: ni dinero, ni teléfono para comunicarse. Ni siquiera nada más allá que el short con el que se cubren.
El grupo de haitianos es el más numeroso. Los hombres se reúnen en pequeños círculos, sobre la calle de tierra, se toman un trago de cerveza, escuchan música, mientras el olor de flores de morro lo inunda todo. La comunidad está hacia el fondo de la catedral de Choluteca y es pobre. Con pequeños cuartos, es la zona más barata para alquilar. Un migrante dirá que logró rentar por 80 lempiras la noche, poco más de USD$3. Las estadísticas de Migración detallan que entre 2014 y julio de 2019, 19,480 haitianos en situación migratoria irregular fueron registrados en Honduras.
Voltaire, Jean Wilson y otro migrante a quien solo identificaremos como I. cuentan su ruta. Cuentan cuánto pagaron y cuentan cómo saldrán de ahí. “Vamos a tomar el bus de migración”, dice Jean Wilson y asegura que pagará USD$30. Ninguno explica más.
Según Núñez y Puerto, otros migrantes buscan las rutas interdepartamentales –todas empresas privadas – para seguir su camino: la Blanquita, una de ellas, para salir de Choluteca hasta Tegucigalpa. Luego, Congolón o la Sultana para llegar hasta la frontera de Agua Caliente, desde la capital.
De acuerdo a las cifras de localización de migrantes extracontinentales, en los últimos años, El Salvador ha dejado de ser una ruta para este tipo de migrantes. Pero, según la fiscal Olivares, estas rutas “no son permanentes, estas rutas las estructuras (de tráfico) las cambian de acuerdo a cómo intensifica un país el control de ingresos, a como intensifica el control de salidas, a cómo se identifican los controles en puntos ciegos a nivel territorial de manera permanente”.
Años atrás, entre 2008 y 2010, en El Salvador se ubicaron varios grupos de migrantes extracontinentales, la mayor parte procedentes de Eritrea, por tierra y por mar. Las localizaciones, después, bajaron casi a cero.
Núñez, delegado de Migración en Choluteca, comenta que la afluencia de migrantes extracontinentales ha bajado durante 2020. El año anterior tuvieron un incremento que, según él, los obligó a movilizar a los migrantes hasta Tegucigalpa, porque la oficina no daba abasto. Actualmente, el promedio de migrantes extracontinentales que llegan semanalmente a Choluteca a registrarse rondan entre los 200 y 300, según dice.
Un número muy similar lo da Trifinio Paz Peña, agente policial de Fronteras en Agua Caliente. Según él, son entre 30 y 40 migrantes de este tipo pasando cada día. Acá hay que enfrentarse a la contradicción, de nuevo. Según el policía, los migrantes deben caminar por pasos irregulares para pasar del lado guatemalteco porque el documento obtenido en Honduras, luego del pago de la multa, “es una multa” nada más. Eso no les permite salir de Honduras, dice, porque su estatus es irregular.
Tanto Paz Peña, como otros policías de fronteras explican que los migrantes se bajan, usualmente, en el municipio de Ocotepque –el penúltimo pueblo de llegar a la frontera- o poco después. Luego, caminan, siempre caminan, para repetir su estrategia: ingresar por veredales a Guatemala.
Los policías de Agua Caliente explican, no obstante, por qué es clave el paso irregular: si no existe un sello de entrada y el migrante es detenido, no pueden ser retornados al país inmediato anterior.
Pocos kilómetros después de la frontera, del lado guatemalteco, Héctor Contreras, un policía en un retén de control vehicular, asegura que los migrantes pasan entre una y dos veces por semana. “Pero es raro que uno los vaya a ver pasar, ellos pasan de noche”.
Pasar de noche implica caminar por una carretera y veredales solitarios, en una zona empinada y sin luz eléctrica, por alrededor de 10 kilómetros, para lograr llegar al siguiente asentamiento humano, Esquipulas.
Este municipio guatemalteco tiene una particularidad muy parecida a Choluteca: está ubicado en una posición fronteriza estratégica, en la región denominada trinacional, que tiene importante impacto turístico y de conservación biológica, a unos 7 kilómetros de la frontera de Anguiatu, con El Salvador, y pocos kilómetros más con la de Honduras.
En el kilómetro 223, antes de llegar a la ciudad de Esquipulas, hay un albergue para migrantes. Se llama Casa del Migrante José y es de reciente construcción. Roberto García, contador del lugar, relata que la organización ya existía, pero hasta el año pasado tuvieron acceso a fondos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugidos (ACNUR), lo que les permitió la construcción de cuartos para ser lugar de paso y resguardo para migrantes.
El 20 de febrero no había migrantes extracontinentales en la Casa del Migrante. García dice que los únicos que han recibido son los de la reciente caravana migrante de Honduras. Todos centroamericanos. Además del resguardo seguro la ayuda puede significar comida, un chequeo médico, y hasta llamadas para que puedan contactar a sus familiares.
“De que pasan, pasan. El problema es que tal vez ya vienen desde allá (Honduras) engañados por los coyotes, y no es necesario que pasen por acá, si no que se van a un hotel y les cobran unas cantidades exageradas, como ellos son bien vulnerables en la sociedad, al no hablar español, al momento de venir con miedo que las autoridades los vayan a agarrar”, dice García.
Desde ahí, los migrantes aún tienen por delante entre 500 y 600 kilómetros, según la ruta que escojan, para llegar a cualquiera de las fronteras de Guatemala con México.
Pero ese punto era aún demasiado lejano para Samuel y su familia, el pasado 6 de febrero. Sus esfuerzos en ese momento están concentrados en sobrevivir y tratar de olvidar su paso por el Darién. “Es realmente una muy, muy mala experiencia”, dice. En la jungla, “a todos nos chillaba el estómago y teníamos diarrea, porque todos habíamos tomado agua que tenía cadáveres, porque no teníamos opción. Tú tomas y sobrevives silenciosamente, o no tomas y mueres”.
Karen Barahona es oficial de derechos humanos en el CAMI de Choluteca. Ella asegura que cada semana, de los migrantes extracontinentales que llegan a registrarse, hay uno o dos casos de personas que han perdido un familiar en la selva panameña. Cada semana.
Dinero. Dinero. Dinero
Jean Wilson tiene buen humor. Mientras cuenta cómo ha recorrido miles de kilómetro a pie y en autobús, a ratos carga a su bebé de 8 meses en brazos, no pierde su sonrisa.
“Mi bebé no tiene un año, tiene 8 meses y ellos (en Nicaragua) cobran USD$150, USD$150 para mí, USD$150 para mi esposa, en total USD$450, más USD$25 por el pasaje al bus, en total más o menos unos $500”, dice Jean Wilson.
Samuel, el profesor camerunés, no da un cálculo de lo que su viaje le ha costado hasta ahora. Únicamente dice que es “muy caro”. Para poder emprenderlo, recibió ayuda de amigos, dice.
De acuerdo con Núñez, el delegado de Migración en el CAMI de Choluteca, muchos migrantes realizan retiros de remesas en los bancos locales para continuar su viaje y seguir pagando la ruta, como para pagar la multa en Honduras.
Jean Wilson hace un cálculo mientras relata su ruta. Llegó a Chile hace dos años, aprovechando la permisividad que existía en ese país con respecto al otorgamiento de visas para los haitianos. Pagó su visa y se fue de un país en escombros desde el terremoto de 2010. Trabajó por dos años en Chile, en construcción, hasta que decidió seguir su camino. Jean Wilson y Voltaire coinciden que la vida para los haitianos es muy difícil en Chile. “Hay mucho racismo”, dice Voltaire, que calcula que ha gastado aproximadamente USD$5,000 viniendo desde Chile con su familia.
Las cantidades de dinero que los migrantes extracontinentales pagan para ser conducidos hacia su destino – Estados Unidos o Canadá – superan por mucho las tarifas que los centroamericanos pagan a los coyotes, que rondan los USD$6,000 a USD$10,000. El caso del hallazgo de 39 vietnamitas fallecidos al interior de un camión, que intentaban llegar a Reino Unido, reveló una red de contrabando de migrantes que podrían cobrar hasta 36,000 euros por ese trayecto.
El viaje a través de Latinoamérica no alcanza esa cifra, pero según testimonios de migrantes recogidos en diversos casos de redes de tráfico de personas, los precios oscilan entre los USD$15,000 a USD$25,000. Esta cifra, sin embargo, solo implica el pago a los traficantes y, en ocasiones, el albergue que les van proveyendo de punto a punto de desplazamiento.
Al pago de los contrabandistas, los migrantes deben sumar las multas que algunos países van cobrando para permitirles el paso y que les otorga un tiempo limitado dentro de las fronteras. “La gente ha confundido que se les cobra como un salvoconducto y no es eso “, dice Roger Núñez, delegado de Migración en el CAMI de Choluteca. Según él, “sea quien sea” está sujeto a pagar la multa de USD$187 cuando haya ingresado de forma irregular a Honduras. “Incluso si es hondureño”, asegura.
La multa está contemplada en el artículo 101, numeral 5, de la Ley de Migración y Extranjería de Honduras, vigente desde marzo de 2004, y establece un pago de medio salario mínimo a tres salarios mínimos por ingresar o salir de Honduras sin un registro. “Nosotros en este caso le aplicamos lo mínimo, que es el medio salario mínimo”, dice Núñez.
El pago de USD$187 que hace cada migrante por la multa –que aplica únicamente a adultos- se efectúa a nombre de la Tesorería Nacional de Honduras, aseguran en Migración. En la oficina central de esa entidad, en Tegucigalpa, al consultar sobre la multa se apresuran a decir que el consolidado de fondos recaudados a golpe de bolsillo de migrante es información “confidencial”.
No cuesta hacer cálculos. Si tan solo 100 de los 200 migrantes que pasan en promedio semanalmente por Choluteca fueran adultos, la recaudación sería USD$18,700 por semana, cerca de USD$75,000 al mes. Según Núñez, la razón por la que multa empezó a cobrarse alrededor de junio de 2019 es “porque está en la ley”. Antes, dice, no se cobraba “por razones humanitarias”.
Los migrantes irregulares de África registrados entre 2010 y octubre de 2019, según los datos del INMH, fueron 15,127; y 3,342 procedentes de Asia. En 2019, Honduras tuvo aún más migrantes irregulares que 2016, posterior a la Crisis de Refugiados de Europa: 4,719 hasta octubre de ese año.
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El jueves 6 de febrero de 2020 en la ciudad fronteriza de Choluteca, Samuel Eyong no tiene idea de cómo continuará su ruta. Mientras cuenta su historia, al menos dos autobuses se llenan de migrantes a unos 15 metros de distancia del patio terroso donde su esposa de cocina arroz sin sal.
Antes de subir a uno de los autobuses, un grupo de tres migrantes entrega billetes a un hombre obeso que discute con ellos mientras cuenta el dinero. Los autobuses pertenecen a una empresa de transporte que hace su recorrido desde Choluteca hacia Tegucigalpa.
En otro de los buses, el conductor tiene la cara cubierta de sudor y de pocos amigos.
—¿Usted viaja para Agua Caliente?
El conductor apenas asiente con mirada penetrante. Nos cierran la puerta en la cara. A los dos minutos desciende un hombre de forma apresurada. Ronda los 50 años y usa gorra. De forma menos violenta explica que no puede dar ninguna declaración por órdenes de sus superiores.
Los buses se van, cerca de las 5 de la tarde, rodeados de un calor seco que bordea los 35 grados. Lo usual en Choluteca.
El 19 de marzo, cinco semanas después, Karen Barahona informa vía WhatsApp que debido a la emergencia de la pandemia por Covid-19 el CAMI se ha blindado a recibir migrantes. Nadie está siendo registrado. Las fronteras del Triángulo Norte también decidieron cerrar cualquier paso.
Apenas dos días después, en la frontera de Agua Caliente, un grupo de 66 haitianos y 47 africanos fueron rescatados. Estaban deshidratados y enfermos.
Semanas después, el panorama sería peor. El 1º de abril, Noel Osorto, defensor de derechos humanos residente en Choluteca, confirmó que existían 194 adultos y 41 niños varados en Choluteca debido a que no les están dando más el salvoconducto. Una semana antes, la solución que las autoridades habían encontrado era sacarlos de las casas donde se hospedan y dejarlos en la calle. A otros, los regresaron a la frontera nicaragüense, según contó Osorto y otra defensora de derechos humanos de Choluteca. Samuel y su familia se habían salvado del vejamen y lograron llegar a Tapachula (México), para la primera semana de abril, según confirmó vía chat el primo de Samuel.
En Choluteca, dice Osorto, no han parado de llegar migrantes y la precariedad se hace pesada. Una estampa normal para los otros peregrinos del Triángulo Norte.
*Este reportaje hace parte de la colaboración transnacional que realizó Migrantes de Otro Mundo, una investigación periodística del Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Occrp (América Latina); Animal Político (México) y los medios regionales mexicanos Chiapas Paralelo y Voz Alterna, de la red Periodistas de a Pie; Univisión digital (Estados Unidos), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo (Brasil); La Prensa (Panamá); Revista Semana (Colombia); El Universo (Ecuador); Efecto Cocuyo (Venezuela); y Cosecha Roja (Argentina) en América Latina. Además, colaboraron con la investigación The Confluence Media (India), Record Nepal (Nepal), The Museba Project (Camerún) y Bellingcat (Reino Unido). Este trabajo contó con el apoyo especial de la Fundación Avina y la Seattle International Foundation.
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