Luego de las escenas que hemos visto estos últimos días en torno a los Cenades, es hora de que empecemos a admitir y a tomar acciones frente a lo que todos venimos comentando por lo bajo: el rey está desnudo. Estamos en manos de un gobierno incapaz que no cuenta ni por cerca con los recursos ni las ideas para afrontar esta crisis y que está improvisando con lo más sagrado que tenemos: la vida de nuestras familias.
Analicemos las dos principales respuestas frente a la pandemia: la política y la sanitaria. Hasta ahora, la población ha demostrado un enorme acatamiento y paciencia ante la respuesta política que, desde el principio, pareció ser desproporcionada. Había confianza en la respuesta sanitaria. Lamentablemente, esa confianza parece ir perdiéndose con los días: primero, ante el incremento de los reclamos de las personas confinadas en cuarentena en los centros que habilitó el gobierno, que a juzgar por el excelente trabajo que viene realizando la “primera línea” de periodistas desde los mismos centros es, cuanto menos, deficitaria e incluso riesgosa para la salud de los pacientes.
Segundo, por la ausencia total de la (ex) ministra de Salud, “resuelta” con el reciente nombramiento de Francisco Alabí, que no da certezas acerca de la forma en que se está organizando el gobierno para atender la pandemia (¿será epidemiólogo el empresario Murray Meza? Claro que la economía es la otra pandemia en nuestro país, pero siempre un problema de vivos, cuya atención requerirá pasar de la celebración de la filantropía empresarial a cuanto menos replantear la relación público-privado).
Tercero, por la negativa del gobierno a integrarse a los esfuerzos regionales de atención a la pandemia (¿confiarán en que el virus se detenga en alguno de los más de 150 puntos fronterizos que controla el ejército?). Y cuarto, porque mientras las recomendaciones internacionales suman al distanciamiento social la necesidad de especial protección a los trabajadores de la salud y la realización de pruebas masivas, El Salvador es el país de Centroamérica que menos pruebas ha realizado hasta la fecha. Fallando en la detección temprana del virus, sencillamente no contamos con información para mejorar la eficacia de las medidas, y las posibilidades de rastreo y aislamiento oportuno disminuyen.
El aumento de las dudas ante la eficacia de la respuesta sanitaria repercute como un búmeran sobre la respuesta política que parece autonomizarse, es decir, moverse por otros intereses que no son el estricto cuidado de la vida de cada salvadoreño y salvadoreña. Sostener este argumento es fácil. Basta con que cada uno de ustedes se pregunte si, cada vez que evalúan salir de su casa por alguna necesidad urgente (ir a la farmacia, por ejemplo), tienen más miedo de contagiarse del virus o de ser sometidos a la arbitrariedad del personal militar que se puedan encontrar en el retén, y conducidos vaya Dios a saber dónde ni hasta cuándo.
Por eso vale la pena analizar la respuesta política a la pandemia, desde el momento en que, ante la supuesta insuficiencia de la declaratoria de emergencia sanitaria, se declaró el estado de excepción con restricciones sobre derechos importantes, que tan triste como previsiblemente han dado lugar a prácticas abusivas por parte de los cuerpos de seguridad del Estado. Prueba de ello es que El Salvador es el único país del mundo donde hubo más detenidos por la pandemia (almacenados, por cierto, en instalaciones que no cumplen ningún criterio de cuidado sanitario) que casos confirmados. Y esta situación dibuja la pregunta que nos ronda a todos en la cabeza: ¿cuántos contagiados habrá por la pura negligencia del gobierno?
Algunos podrán decir que las restricciones eran necesarias (cosa que no estamos poniendo en duda y que acatamos) y que las arbitrariedades están fuera del control del presidente. Pero si algo ha hecho Nayib Bukele desde el inicio de su mandato ha sido gobernar a favor de los cuerpos de seguridad, sus niños mimados: desde las justas mejoras salariales con las que acordamos (y que deberían ser extensivas a todo el personal de la función docente y de salud, como mínimo) hasta endeudar al país para la compra de arsenal militar (¿desde cuándo habrá comenzado el estado de excepción en la cabeza del presidente?), hasta introducir comandos con armas de grueso calibre a la Asamblea Legislativa en el intento de autogolpe del 9F.
Es imposible exonerar de responsabilidades al gobierno cuando se ha dedicado a alentar un caldo de cultivo que favorece los abusos de poder y el retorno, como lo ha denominado Roberto Turcios, del esplendor autoritario.
Más allá del aspecto normativo-legal de la respuesta política, analicemos otro: las políticas públicas. En este aspecto la evaluación del accionar del gobierno es, cuanto menos, nefasto, y aquí no hay virus al que culpar. No podía ser de otra manera: desde que tomó posesión del gobierno, Bukele se ha dedicado a destruir las incipientes capacidades de planificación del Estado (nótese, por ejemplo, la eliminación de la Secretaría Técnica de la Presidencia); a debilitar las capacidades técnicas nombrando funcionarios por parentesco y cercanía, no por idoneidad; a hostigar a los cuadros técnicos que venían de las gestiones pasadas y a interrumpir esfuerzos importantes y costosos (donde la cooperación internacional había invertido varios cientos de millones de dólares), como el Registro Único de Participantes (RUP) y otros programas del ya extinto Sistema de Protección Social Universal (por cierto, muy disminuido y debilitado durante la gestión del presidente Sánchez Cerén), que le habrían permitido contar con una variedad de recursos para no hacer el papelón de estos últimos días, entre la caída de los servidores y las aglomeraciones multitudinarias en torno a los Cenades, cuyas consecuencias nos vuelven a dibujar la misma pregunta en la cabeza: ¿cuántos contagiados habrá por la pura negligencia del gobierno?
Esto nos lleva directamente al tercer aspecto de la respuesta política: la comunicación. En esto, el presidente publicista es un experto. Por eso no se entienden las torpezas de las últimas cadenas nacionales: largas (larguísimas), llenas de información irrelevante mezclada con información fundamental, condimentadas con testimonios de programas de chambres de otros países (nótese el video del programa “Sálvame” de Tele5, un desquicio, la pérdida completa del eje), dirigidas a sembrar pánico e incertidumbre entre la población y a hacer anuncios que, al menos hasta ahora, han resultado un fraude: ahí está el hospital más grande de Latinoamérica sin arrancar; las primeras 100,000 familias sin recibir el subsidio; y los centros de contención sin dar abasto, incluso con el alto nivel de acatamiento nacional que ha tenido la reclusión domiciliaria.
Y este es el punto más preocupante de todos: hasta ahora, las medidas adoptadas (copiadas de otros países) demuestran un profundo desconocimiento por parte del presidente del país que gobierna. La reclusión domiciliaria sin más, en un país que mayoritariamente subsiste del trabajo informal ―y con más de dos millones de personas viviendo bajo la línea de pobreza―, no es sostenible, a menos que se complemente no de un subsidio, y encima mal hecho, sino de todo un paquete de medidas de protección social dirigidos a cuidar la vida de la gente, en un país donde ocho de cada diez agresiones sexuales ocurren en el hogar; donde el 40 por ciento de las viviendas son precarias y viven en hacinamiento (porcentaje que se eleva hasta el 57 por ciento en las zonas rurales, según la EHPM 2018); donde las tareas de cuido de niños y dependientes recaen casi exclusivamente en las mujeres; donde miles de personas necesitan continuar sus tratamientos contra la enfermedad renal crónica; donde ANDA no es capaz de garantizar agua a colonias enteras; donde los celulares pasan sin saldo; donde la gente se rebusca día a día para tener su “con qué”, como decía Rutilio Grande.
Señor presidente, hay una diferencia grande entre ser community manager y presidente de la República.
Por eso le pedimos con mucho respeto que salga de Twitter. Salga de su burbuja mediática que sirve para hacer publicidad, no para gobernar. El escenario que nos plantea el coronavirus es serio. Intente estar a la altura de las circunstancias. Deje el show. Convoque a los mejores. Arme equipos transdisciplinarios para atender las diversas aristas del problema. Convoque a artistas y científicos para idear soluciones que mitiguen los efectos del encierro. Pida ayuda. No culpe a la gente. Promueva la solidaridad. Llame a la unidad. Transmita confianza. Lidere.
Y a todos nosotros que estamos leyendo, desde los “privilegios” de nuestra cuarentena (derecho a tener una vivienda, derecho a tener un trabajo), sepamos que estamos llamados a la urgente solidaridad con todos y todas a las que esos mismos derechos les fueron sistemáticamente negados; que ninguna solución vendrá de arriba sino de lo que hagamos entre todos juntos; que el aislamiento no es incomunicación, y que tenemos la posibilidad de hacer del estado de excepción un estado de invención: si, como coinciden todos los analistas, luego del Covid-19 viviremos en un mundo distinto, hagamos que ese mundo se parezca más a nuestras esperanzas y menos a todos los mismos de siempre.
*Paula Orsini es licenciada en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires, máster en Estudios Políticos Aplicados por la Fundación Internacional y para Iberoamérica de Políticas Públicas (FIIAPP) de España y egresada de la Maestría en Teología Latinoamericana de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Integra la Comunidad de Estudios Decoloniales de El Salvador.
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1 Responses to “¿Un gobierno más letal que el virus?”
Me bajo tanta hueva y sueño con el testamento que dejo esta señora por poco y pienso que era un testimonio de una herencia. 😂😂😂😂