Las democracias no se mueren por un virus

Una de las mejores lecturas que me dejará este periodo de confinamiento será la del libro “Cómo mueren las democracias”, de los profesores de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblat. Nueve capítulos, reiteradas menciones a Trump y otros políticos con poca o nula vocación democrática, tips sobre cómo identificar autócratas disfrazados, comparaciones entre el rompimiento del orden y de las reglas democráticas en uno y otro país, entre otras cosas, provocan la necesidad de hacer las aplicaciones para el momento actual de crisis por la pandemia.

En el capítulo cuarto, sobre la subversión de la democracia, los autores advierten sobre cómo en momentos de crisis, ya sea a causa de factores económicos o naturales y, sobre todo, en momentos de amenaza a la seguridad, cuando las personas sienten en peligro su propia protección, la misma ciudadanía tolera y hasta respalda medidas autoritarias.

Los ejemplos son varios, algunos tan lejanos geográficamente como el del expresidente de Filipinas Ferdinand Marcos, quien aprovechó una serie de estallidos de bomba en Manila para decretar la ley marcial y sustituir la constitución que, según dijo, proporcionaba sabiamente los medios de protección porque un gobierno democrático no es un gobierno indefenso. Aunque aquella amenaza comunista, como la llamó, era más bien una invención que le permitió “fomentar la histeria pública”. Corría el año de 1972, su segundo y último mandato concluía al año siguiente y con esa “maniobra patriota” se quedó por catorce años en el cargo.

Otro caso parecido es el de los atentados terroristas del 9 de septiembre de 2001 a las Torres Gemelas en Nueva York. En aquel contexto, según citan Levitsky y Ziblat, el 55 por ciento de los estadounidenses, al ser consultados, respondían que era necesario renunciar a ciertas libertades civiles para combatir el terrorismo. Apenas unos años antes, en 1997, solo el 29 por ciento había respondido en los mismos términos. Además, la popularidad de George W. Bush, presidente en ese entonces, creció del 53 al 90 por ciento.

El libro señala que la mayoría de las constituciones contienen regulaciones que permiten la ampliación de facultades para funcionarios que en tiempos excepcionales concentran mucho poder, con los riesgos para la democracia que eso conlleva, porque las crisis les dan la oportunidad de silenciar la crítica o debilitar a sus rivales. Cosas parecidas ocurrieron en el Perú de Fujimori, en la Rusia desde los primeros años del gobierno de Putín y en la misma Alemania de Hitler.

La pandemia del nuevo coronavirus que se propaga con una gran rapidez ha puesto a muchos países en situaciones insospechadas, colapsando los servicios públicos de salud y cobrando la vida de miles de personas, una amenaza a la que todos tememos porque ignora cualquier diferencia social, étnica, cultural, ideológica o del tipo que sea.

La crisis sanitaria comienza a tener un gran impacto económico, ha obligado a los tomadores de decisión a actuar con rapidez y a utilizar todos los medios disponibles para hacerle frente. Nuestro país no es la excepción. El gobierno salvadoreño ha tomado una serie de decisiones presentadas por el presidente Nayib Bukele como pioneras a nivel mundial que, ha dicho, le han merecido el reconocimiento de muchos gobiernos y organizaciones.

Aunque ser pioneros no es garantía de ser exitosos, hay que reconocer que algunas medidas tomadas con anticipación sí han dado frutos. En otros temas eminentemente operativos, como la gestión de los centros de contención o la actuación de los agentes de autoridad en los retenes, han sobrado las quejas. En fin, como en todo, aciertos y desaciertos.

El llamado a quedarse en casa significa algo diferente para cada ciudadano. Algunos sí pueden quedarse en casa y cumplir con la medida de salir solo cuando necesitan alimentos y medicinas, pero para miles de salvadoreños ese llamado resulta, cuando menos, un desafío a la vida misma: miles de personas que viven del día a día para quienes salir o no salir no es una disyuntiva de fácil manejo. Y es ahí donde se vuelve necesario contar con estrategias que atiendan a los diferentes sectores según sus necesidades, sin creer que una medida puede ser cumplida a pie juntillas por todos los ciudadanos porque la realidad es así de heterogénea.

Esta crisis nos pone a prueba a todos y también pone a prueba a la democracia. En diferentes países las reglas del juego político han cedido y se han realizado forzadas maniobras para enfrentar la pandemia, otorgando más poder a los gobernantes, provocando que en algunos países se consoliden regímenes autoritarios y en otros casos se pongan en riesgo las incipientes democracias.

Rodrigo Duterte, presidente de Filipinas, planteó la necesidad de recurrir a las balas para hacer cumplir las medidas de confinamiento; en Hungría a Victor Orbán el parlamento le dio luz verde para gobernar por decreto de manera indefinida; en Rusia el gobierno de Vladímir Putín ha implementado el uso de las tecnologías invadiendo la privacidad de las personas y está aprovechando el momento para impulsar reformas constitucionales que le permitan permanecer en el cargo, así en otros países el uso de la tecnología y la vigilancia de su ciudadanía está siendo una herramienta de libre uso para los gobiernos, sin mayores controles, como el caso del presidente Recep Erdogán, de Turquía, que envió un mensaje de voz a los móviles de los ciudadanos mayores de cincuenta años, diciéndoles que tenía todo bajo control. Un presidente que mandó encarcelar a periodistas que cuestionaron sus primeras medidas para enfrentar la emergencia.

En América Latina, la pandemia también ha impactado en la vida política. En Chile vino a poner un freno a los movimientos políticos provocados por las masivas protestas del año pasado y ante la declaratoria del Estado de Catástrofe por parte del presidente Sebastián Piñera se desplegó a las Fuerzas Armadas por todo el país y el mismo Piñera se fue fotografiar  a la Plaza de la Dignidad, símbolo importante de las protestas, un gesto interpretado por sus opositores como una provocación, además de que se pospuso el plebiscito para elegir una asamblea que redacte una nueva constitución.

En Bolivia, el gobierno surgido del golpe parlamentario aprovechó la oportunidad para fortalecer algunos liderazgos, incluido el de la presidenta interina Jeanine Áñez, quien se postuló como candidata a la presidencia. En la actual emergencia, Áñez aprobó un decreto para penar hasta con diez años de cárcel a “cualquier periodista que publique noticias falsas sobre la pandemia”. En palabras del académico Rafael Loayza, decano de la Facultad de Comunicaciones de la Universidad Católica de Bolivia, “el decreto redactado vagamente podría ser utilizado contra reporteros, por un gobierno extremadamente sensible a las críticas”.

En nuestro país se han advertido y documentado violaciones a los derechos humanos cometidos por algunos agentes de autoridad, que se exceden en el uso de la fuerza y que son alentados desde las más altas esferas del poder cuando el mismo presidente Bukele manifiesta en cadena nacional que no le importarán las críticas por una muñeca doblada o un vehículo decomisado. Desde luego que la cosa no debe verse tan a la ligera.

Es evidente que estamos ante una emergencia que demanda de respuestas drásticas, pero no ilegales ni arbitrarias. Las leyes existen para poner límites al ejercicio del poder, en este y en cualquier momento, y hay un camino a recorrer para que una cuerpo normativo sea aprobado. Eso es lo que la Sala de lo Constitucional ha señalado en sus resoluciones en diferentes procesos de habeas corpus, ordenando a las instituciones del ejecutivo corregir sus actuaciones, al cuestionado procurador de Derechos Humanos ejercer una labor de tutela de los mismos, a los diputados legislar sobre las sanciones por no cumplir la cuarentena y que provocó que el presidente demostrara, una vez más, que no le viene bien eso de reconocer autoridad más allá de la suya.

De mucha popularidad puede gozar el presidente, muchos likes y comentarios favorables pueden tener sus publicaciones en redes sociales, muy desprestigiados pueden estar muchos diputados de los partidos tradicionales, pero eso no es motivo para que nos saltemos los procedimientos legales.

“El coronavirus es el nuevo terrorismo”, decía hace unos días Kenneth Roth, director ejecutivo de Human Rights Watch, quien ve al virus como el pretexto actual para violaciones a derechos humanos que pueden persistir aun después de superada la emergencia. Y aunque no hay discusión en que la prioridad ahora mismo es la de proteger la vida, tampoco debemos obviar que después de este duro momento tendremos que lidiar con otros problemas y debemos cuidarnos de que la quiebra democrática no sea uno de ellos.

Si bien existen disposiciones constitucionales para hacer frente a circunstancias extraordinarias, estas no suponen una carta abierta para la arbitrariedad. Para enfrentar una emergencia como la que tenemos frente a nosotros, no es necesario sacrificar ni la libertad de prensa, la rendición de cuentas y menos la separación de poderes. Es ingenuo pensar que los políticos, del color que sean, no están haciendo cálculos y considerando la crisis como una oportunidad para sacar provecho. Los funcionarios, por muy populares que sean, deben reconocer que su poder es limitado, que son atendibles las sugerencias de los otros y que, por el bien de todos, deben dejarse ayudar, como lo decía el editorial de la UCA hace unos días.

La idea de que son aliados del virus quienes critican algunos errores en el manejo de la emergencia es totalmente desatinada. Los ciudadanos debemos mantener una mirada crítica de lo que está pasando y poner en cuarentena la información que llega hasta nosotros. La pandemia pasará, ojalá que con los menores costos sociales, económicos, para la democracia y para los derechos humanos.

Sabiendo que las democracias son convenciones políticas humanas y que solo pueden deshacerse por las personas mismas,  ojalá nunca tengamos el cinismo de acusar a un virus de su muerte.


*Mauricio Maravilla es egresado de Ciencias Jurídicas de la Universidad de El Salvador, moderador de entrevistas en Canal 8 y conductor del programa «San Romero: La Iglesia y el país», en YSUCA.

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