Crítica. “Unbowed, unbent, unbroken”. Game of Thrones, E06S05

El sexto episodio, que HBO estrenó el domingo 17 de mayo, es hasta ahora el mejor logrado de la quinta temporada de la serie. Los primeros cinco habían sido, si se quiere, un acomodo narrativo de personajes y tramas; en el sexto, “Game of Thrones” vuelve a ser la serie bien filmada, imprevisible, macabra que nos tiene a tantos en vilo. (Ojo, este comentario está lleno de spoilers, así que si no ha visto el episodio 6, vaya, vea y vuelva).

El episodio empieza y termina con las hermanas Stark, Arya y Sansa, herederas desterradas de Winterfell, el reino del norte. Parece claro, por el tiempo que ambas ocupan en el hilo narrativo de la serie, que las dos están llamadas a jugar roles importantes en el Juego de Tronos. Y está claro, por lo visto en este episodio, que los creadores han hecho de ellas dos de los personajes mejor cuidados visual y dramáticamente.

El capítulo empieza con Arya en la Casa de Blanco y Negro, el templo en el que la hija menor de Eddard Stark, el decapitado, se ha exiliado para preparar cuerpo y alma antes de emprender la misión que la mueve y la mantiene viva: la venganza.

La secuencia inicial dedicada a Arya es fina, casi poética en el apartado visual. En planos cortos, la cámara navega, delicada, por las manos de Arya, y por los brazos, cabellos, torsos de los cadáveres que ella prepara sin saber para qué… Es la ruta de la aprendiz, de la padawan que lo es porque empieza a entender que estar lista para matar a quienes mataron a los suyos debe pasar por acariciar a los muertos, con cariño.

Y es esa secuencia inicial, además, una oración visual llena de contenido, capaz de robar a diálogos herméticos, casi crípticos, la capacidad de hablar sobre el personaje de Arya Stark, que la joven actriz Maisie Williams interpreta con buen oficio.

La narración pasa, luego, por las subtramas que, hasta donde nos han adelantado los insiders del show, han de llevarnos a la culminación de esta temporada, que es el encuentro de la reina exiliada, Daenerys, con el príncipe desterrado de Westeros, el imp, Thyrion.

Y también se adentra este sexto corte de la quinta temporada por zonas que son menos parecidas al tono cínico y oscuro de Game of Thrones, y que pintan más bien concesiones al mainstream pop viralizado. Me refiero, aquí, a la estética de Dorne, con sus mujeres guerreras –las Serpientes de Arena– que terminan siendo, al menos en este capítulo, una distracción innecesaria.

Pero, al pasar ese bache, el capítulo sexto de la quinta temporada, del que esta nota toma su título –Unbowen, unbent, unbroken, que en español vendría a ser “Erguida, indoblegable, inquebrantable”–, llega a una de esas secuencias que hacen de esta una serie memorable, no solo, como dije, por la factura estética de sus imágenes, sino por su exploración en los motivos más primitivos del ser humano, en sus ansias de poder, en su capacidad de destrucción, en su infinita creatividad para destruirse. Llegamos, aquí, a la boda de Sansa Stark con Ramsey Bolton, el bastardo redimido.

Ramsey es el nuevo Joffrey, es decir, el hijueputa más detestable de todos, el arquetipo. Es el heredero del Guardián del Norte y, por las intrincadas alianzas políticas del reino ficticio, prometido de Sansa, hermana del príncipe e hija de la reina a la que el padre de Ramsey ayudó a degollar.

Esta es, por supuesto, una unión macabra. Y así está pintada en la pantalla.

Sansa llega al sitio de la unión, al pie de un gigantesco árbol blanco, ataviada también ella de blanco. La novia es, casi, un fantasma, un alma errante condenada. El novio es, desde el gesto, el usurpador.

La actriz Sophie Turner interpreta a Sansa Stark en Game of Thrones. Foto de Suzie-Pratts, tomada de Flickr.com con licencia de Creative/Commons.

La actriz Sophie Turner interpreta a Sansa Stark en Game of Thrones. Foto de Suzie-Pratts, tomada de Flickr.com con licencia de Creative/Commons.

La noche de bodas se salda con una escena que es sadismo hecho imagen a fuerza de actuación, no de pornografía o erotismo mal entendido: Ramsey desflorando a la novia frente a su escudero, un esperpento al que el bastardo castró para hacerlo su juguete. El tono, la necesidad de seguir viendo, sino por otra cosa por llegar a la escena en que hemos de ver muerto al hijueputa, están servidos. Y hoy será ya imposible dejar de ver.

Game of Thrones es, sobre todo, un producto masivo de la industria audiovisual estadounidense, basada en un best-seller de méritos literarios limitados. Pero es, como audiovisual, un buen producto, y una de las cosas que lo hace bueno son sus personajes, el sino trágico –arquetípico en algunos casos– de los principales, pero también su cualidad multidimensional. Hay, sí, malos perversos –Joffrey Baratheon– y buenos ingenuos –Eddard Stark–, pero también hay seres fascinantes, atractivos, débiles y despiadados, todo en uno, como Cersei, la reina violada.

He sabido, desde que devoro ficción, audiovisual o escrita, que un mérito esencial en cualquier narración es la capacidad de mantener la atención, no con trucos y trampas gratuitas, como todos esos artificios a los que el cine actual recurre ya sin imaginación alguna, sino con al menos uno de los elementos esenciales del drama. En esta serie de televisión la manufactura de los personajes y los hechos dramáticos que los hacen son, las más de las veces, meritorias y a veces memorables, como la boda de Sansa Stark en la nieve… Ajá, el invierno ya viene.

Foto principal de Suzi-Pratts, tomada de Flickr.com, con licencia de Creative/Commons.

 

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