Los costos del régimen de excepción

Ha transcurrido una semana y ya estamos viendo los peligrosos costos del régimen de excepción. Más allá de que los índices de criminalidad bajen dentro del periodo del régimen de excepción, algo que solamente se podrá analizar hasta después de que finalice, existen muchos elementos a los que hay que ponerle mucha atención en clave de futuro para El Salvador. En primer lugar, creo que nadie en su sano juicio estará en contra del combate contra las pandillas. Ellas siempre han constituido un flagelo difícil de erradicar, y si al final el golpe es lo suficientemente fuerte como para que sea el principio de su fin, enhorabuena. Muy dudosamente se pueda erradicar en treinta días un cáncer cuya metástasis se ha expandido por décadas, pero será de esperar los resultados reales de estos esfuerzos improvisados. Lo cierto es que las consecuencias nefastas pueden ser peor que los improvisados esfuerzos. Lo cierto es que la medicina amarga puede ser peor que la enfermedad.

En tan solo días, hemos podido observar en las noticias y en redes sociales capturas de personas que no tienen relación alguna con las pandillas. Personas que son capturadas por sus tatuajes artísticos o su pelo largo; niños estudiantes que son cateados aun y cuando visten uniformes de su escuela o colegio; emprendedores que igualmente son capturados sin mediar palabra, etcétera. ¿Que los bares, restaurantes y lugares turísticos están llenos y que ello significa que la población está segura, como lo afirma el presidente? Siempre han estado llenos, son lugares a los que la gente asiste regularmente. Pero, ¿qué hay de lugares como el Distrito Italia, La Campanera, o, en general, Soyapango o San Martín? ¿Por qué se tardaron tres años en sitiar estos lugares cuando de todos es conocido que en estos lugares, en medio de la población, residen también los delincuentes? La respuesta la podríamos encontrar en la nueva tregua que este gobierno mantiene con las pandillas, según investigaciones de periódicos digitales.

En fin, más allá de los resultados, de un posible show para matizar la tregua, o de los resultados concretos del régimen de excepción, existen consecuencias, como decíamos, que pueden ser más devastadoras que la enfermedad misma, es decir, la existencia de las pandillas. Me refiero al abuso de la fuerza, a la apología de la violencia, a la estigmatización de la ciudadanía, y, en términos generales, al envalentonamiento de los miembros de la Policía Nacional Civil y de la Fuerza Armada. Los mismos medios oficiales de la Policía y otros alternos han publicado, con toda impunidad y con orgullo, videos donde se torturan a los capturados. Los ciegos seguidores del oficialismo empiezan a tratar de involucrar a miembros de la sociedad civil crítica al gobierno en actividades ilícitas, utilizando el sistema punitivo para callar esas voces disidentes.

La reciente aprobación de la Ley de Recompensa y Eliminación de Impunidad de Actos de Terrorismo, además de servir para denunciar a los miembros de pandillas, muy seguramente también se usará en contra de la sociedad civil disidente. Esto es lo preocupante: que se esté avalando la violencia, la represión, la intimidación y la criminalización en contra de la ciudadanía que no está relacionada con pandillas ni con actos delincuenciales. Las acciones del gobierno central tienen un efecto dominó sobre la historia de El Salvador. Venimos precisamente de décadas de represión por parte de los aparatos estatales en contra de la disidencia. La guerra fratricida de doce años no es gratuita: deviene, de entre otros motivos, justamente del hartazgo de la población de no poder encontrar espacios para disentir, de la rebelión en contra de las dictaduras militares y de la falta de oportunidades. Así, a pasos agigantados, estamos regresando a El Salvador de las décadas de la represión; es decir, a un estado donde los aparatos de seguridad se convierten en instituciones opresoras, intimidantes. Un estado donde los cuerpos de seguridad se entronizan por sobre la institucionalidad democrática, especialmente en lo que se refiere a las instituciones que frenan las violaciones a los derechos humanos, como lo son el sistema ordinario de justicia e instituciones como la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos.

Claro, lo anterior no es novedad considerando que, desde el golpe del 1 de mayo de 2021, en este país ya no existen contrapesos que puedan frenar a la autocracia implantada a fuerza del rompimiento del orden constitucional y del Estado de Derecho.

Entronizar a los cuerpos de seguridad puede tener consecuencias fatales para el futuro a mediano o largo plazo de El Salvador. Hacerlo podría implicar que esas instituciones, por ahora comandadas por un civil de conformidad a los artículos 157 y 213 de la Constitución vayan ejerciendo un poder no conferido por el orden constitucional, creando un aparato todopoderoso por encima no solamente de la institucionalidad del Estado, sino también del Órgano Ejecutivo mismo. Entronizar a los cuerpos de seguridad por sobre la institucionalidad puede llevarnos ya no solamente a una reelección presidencial inconstitucional e ilegal, sino también a la colaboración plena en la instauración de una dictadura civil-militar similar a la dictadura orteguista de Nicaragua. Y, desafortunadamente, a pasos agigantados estamos llegando a ese punto sin retorno.


*Alfonso Fajardo nació en San Salvador, en 1975. Es abogado y poeta. Miembro fundador del Taller Literario TALEGA. Su cuenta de Twitter es: @AlfonsoFajardoC

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