Matar a un pandillero

Si ese niño hubiera tenido una pistola en sus manos aquella noche, nos habría matado a todos. Se los juro. Pocas veces he visto tanto odio en una mirada como el que vi en la suya aquella vez. Apenas nos había visto, pero ya nos odiaba, nos detestaba. Quería desaparecernos.

La noche en que conocí a Jhonatan, él tenía unos siete años y lloraba de pie a media calle mientras apretaba los puños con todas sus fuerzas. Lloraba solo, en un barrio solitario y oscuro. Resoplaba y temblaba porque el odio ya no le cabía en el cuerpo. Jhonatan era un niño escuálido y sus ropas aquella noche eran unos harapos.

Era una noche a finales de octubre del 2018 y, en esa ocasión, yo trabajaba de fixer para unos periodistas extranjeros que habían venido a hacer un documental sobre violencia en El Salvador. Llegamos a esa comunidad, en un cantón del municipio de Colón, irrumpiéndolo todo. Seguíamos a una patrulla a toda velocidad por un sinfín de curvas cerradas, en medio de unos montes y unos cerros. Íbamos buscando la escena de un homicidio que acababa de ocurrir.

No nos habíamos terminado de parquear, cuando el periodista extranjero se bajó y empezó a caminar hacia la cinta amarilla. Detrás de él, el camarógrafo filmaba con un enorme reflector que de pronto nos hizo vernos las caras en la oscuridad de aquella comunidad empobrecida a la que apenas llegaba la electricidad.

Entonces escuché unos murmullos que aspiraban a ser gritos.

—¡¿Por qué vienen a grabar?! ¡Abusivos! ¡Abusivos! ¡No graben! ¡A la verga las noticias!

Terminé de cerrar las puertas de la camioneta en la que íbamos. Me aseguré de que tuvieran llave y seguí al reportero, al cámara y al traductor que ya estaban frente a la cinta amarilla que resguardaba la escena al final de un callejón.

Una veintena de personas aguardaban, pegaditas a las paredes de las casas de aquella calle. Nadie se acercaba a los policías y menos a la cámara. Solo Jhonatan. Al vernos llegar, él se paró a media calle, más cerca de nosotros que de su gente, y nos miró, desafiante, con los puños apretados mientras lloraba y resoplaba furioso.

Pocas veces había visto tanto odio en una mirada.

El periodista extranjero se dedicó a lo suyo: se acercó a la cinta amarilla y habló con unos agentes para que, con ayuda del traductor, le contaran lo que había pasado. Los policías le dijeron que fue un enfrentamiento, que un pandillero estaba extorsionando a comerciantes de una feria cercana cuando lo persiguieron y lo mataron en un “enfrentamiento”. Esa fue la versión oficial.

Nada que fuera inusual. Los “enfrentamientos” entre policías y pandilleros eran cada vez más el pan diario. Pero los periodistas extranjeros estaban extasiados.

Mientras tanto, me hice un poco a un lado e intenté buscar la mirada de Jhonatan con la mía. Me esforcé por decirle con los ojos que yo no era un enemigo y crucé los brazos con mi libreta en la mano.

Jhonatan nos acechaba como un animal. Caminaba en círculos y a veces se acercaba más sin despegarnos la mirada, sin aflojar los puños. Con un talante pandillero, pero sin dejar de resoplar y llorar al mismo tiempo.

Cuando su mirada se cruzaba con la mía, Jhonatan resoplaba más fuerte y avanzaba hacia mí. Hasta que estuvo a unos cuantos centímetros y me preguntó entre dientes: “¿Por qué grabás? ¿Por qué putas grabás?”. Yo no grababa nada, pero Jhonatan me hacía uno con la cámara.

Después de unos segundos de tenerlo cerca, me atreví a hablar con Jhonatan. Le dije: “Hola”. Y él me respondió con otra mirada de odio. Le dije: “Vení”. Jhonatan se acercó despacio, retador, sin despegarme la mirada, sin dejar de resoplar, sin dejar de odiarme, de odiarnos a todos los que habíamos irrumpido su espacio. Jhonatan se acercó a mí con el talante de un pandillero.

Estuvo tan cerca y era tanto el odio en él que pensé que me iba a pegar un puñetazo en la cara. Estuve seguro de eso. Por eso me quité los lentes, para que no me los quebrara del golpe. Y esperé.

Después de unos segundos, no me pegó. Y solo entonces me atreví a preguntarle: “¿Qué pasó?”. Jhonatan, dejando de verme por primera vez, se dio la vuelta, y mientras lo hacía, me dijo: “¡Esos hijos de puta lo mataron!”. Y fue a sentarse en una acera con los brazos extendidos sobre las piernas.

Las otras gentes que espectaban alrededor de la escena se fueron cuando la cámara y el reflector empezaron a apuntarles. Solo Jhonatan se quedó.

Me acerqué a él, despacio, como esperando su aprobación para cada paso que daba. Le pregunté si podía sentarme a su lado y asintió con la cabeza.

Nos quedamos callados un rato mientras escuchábamos juntos las declaraciones del jefe policial que salía de la escena. El policía le contaba de nuevo al periodista extranjero lo que había pasado y justificaba que había sido “en defensa propia”. La cámara lo grababa. El jefe policial también decía, con descaro, que la gente que estaba alrededor era colaboradora de la MS-13 y que tenían información de que el niño que resoplaba, el niño que nos veía con odio, Jhonatan, “ya anda con la pandilla”. Jhonatan lo escuchaba y lo veía todo.

Pregunté de nuevo a Jhonatan qué fue lo que pasó, y me contó que el muerto era su hermano de sangre, pero que en la práctica era como su padre. Me dijo que lo mató la policía, y que no todo era como ellos decían.

—No estaba renteando (extorsionando), ellos lo vinieron a buscar a la casa y ahí le dispararon, lo mataron, lo mataron, ¡esos hijos de puta lo mataron! Y todavía estaba vivo en el barranco cuando pedía auxilio, y los malditos no lo quisieron ayudar, ¡no lo quisieron llevar al hospital!

Hasta entonces la voz de Jhonatan pareció la de un niño llorando. Antes siempre había sido una voz con intentos de rudeza, de frialdad, de amenaza. Ahora era la voz de un niño saliendo de entre el llanto.

—¿Y vos cómo sabés eso? —le pregunté.

—Porque yo lo oí cuando estaba gritando. Yo lo oí.

Me atreví a preguntarle lo que tanto me había preguntado a mí mismo desde que lo vi.

—¿Por qué odiás tanto a los periodistas?

—¡Porque ustedes solo creen lo que les dice la puta jura!

No esperaba esa respuesta. Y entonces pensé que quizá tenía razón. Que quizá al siguiente día, la muerte de su hermano saldría en las noticias con una única versión, con la que dijo la Policía, sin importar si es cierta o no. Nadie la cuestionará.

Jhonatan, con lágrimas en los ojos, entre refunfuños y resoplos, me dijo las últimas palabras que escuché de él antes de que se levantara y se fuera.

—Pero vas a ver: esos hijos de puta de negro van a salir picados y quemados de aquí —me dijo, mientras miraba fijamente a los policías saliendo de la escena.

Pocas veces había visto tanto odio en una mirada. Si Jhonatan hubiera tenido una pistola en sus manos aquella noche, nos habría matado a todos. Se los juro.

Esa noche, la Policía mató a un pandillero, y seguramente muchos lo verán como un triunfo, como “un pandillero menos”. Pero se equivocan. Esa misma noche la Policía perdió. Esa noche, al mismo tiempo que la Policía mató a un pandillero, engendró la semilla pandillera en otro. Sembró odio, rencor y ganas de matar policías en el corazón de Jhonatan. Esa noche, la Mara Salvatrucha se hizo más fuerte en esa comunidad. Esa noche, la gente confió menos en la Policía y en los periodistas. Esa noche, la Policía mató a un pandillero y muy probablemente creó uno más.


*Bryan Avelar  es periodista salvadoreño. Colaborador de The New York Times, The Guardian, Vice, Revista Factum y otros medios de comunicación.

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