El naufragio de la única trans de Meanguera del Golfo

Meanguera es una isla abrupta y pedregosa. Su silueta es como la de un enorme caracol marino que hace mucho tiempo encalló en medio del golfo de Fonseca. En sus 16 kilómetros cuadrados cabe lo justo: una sola playa arenosa, ocho vehículos y casi 4,000 isleños. No solo es el único municipio insular del país, sino el más oriental y alejado de la capital salvadoreña.

Foto FACTUM/Carlos Chávez


En este confín le tocó nacer a Pablo César. Así le nombró su madre, quien le amamantó por algunos instantes antes de abandonarle en esta isla, donde creció entre burlas, trabajos y palizas que con el tiempo le hicieron tomar conciencia de lo que se sentía ser la única mujer transexual de esta región. Acaba de cumplir dieciocho años, pero lleva meses intentado alejarse de lo que parece un eterno naufragio. Por eso se mudó a otro punto del golfo, la ciudad de La Unión.

Sin embargo, a media mañana de un martes, la delgada figura de Pablo César vuelve a emprender camino. Se quita sus zapatillas negras, hunde sus pies en la fangosa orilla del puerto de La Unión y trepa una lancha repleta de pasajeros a los que ya conoce y saluda de reojo. Es la única persona que no lleva víveres, sino una pequeña mochila que aprieta como si fuera un secreto.

—Me voy de vuelta a la isla, ya no puedo seguir aquí —anuncia tímidamente Pablo César.

Mientras la lancha ronronea en dirección a Meanguera del Golfo, Pablo César recuerda que acaba de renunciar al único empleo que pudo encontrar: atender mesas en un comedor del malecón cuyo propietario le insultó al llamarle culero. Encima aún no le pagan las horas trabajadas.

Ya al mediodía, el lanchón se aproxima finalmente al único muelle de la isla, donde una muchedumbre espera a los pasajeros debajo de sombrillas. Aunque nadie vino por Pablo César, algunas muchachas le saludan llamándole, con voz afectada, amiga, loca o peluda.

Para Pablo César, o Violet McKenzie, ser una mujer trans en la isla de Meanguera del Golfo sigue siendo complicado. Foto FACTUM/Carlos Chávez

«Siempre me molestan con que soy niña o gay. Ya me imagino si me vieran vestida tal como una mujer. ¡Ni quiera Dios!». Pablo César ejemplifica así el nivel de tolerancia de la sociedad meanguerense. Y zanja que aquí procura vestir lo más apegado a su sexo biológico —como hoy que viste una camiseta floja y un moño estilo samurái—. Todo con tal de no enojar a su abuelo materno, dice.

Sin más, se echa a andar por una de las empinadas calles del pueblo, salpicadas por viviendas con una arquitectura un tanto agringada. Según la alcaldía, el 80 por ciento de las familias reciben remesas de los muchos que han emigrado indocumentados a Estados Unidos en los últimos 40 años.

Pablo César ya ha deseado ser parte de ese 80 por ciento, sobre todo luego de octubre de 2018, cuando Guayo anunció que se iba en la primera caravana de migrantes centroamericanos.

Guayo era un muchacho moreno de la vecina isla de Conchagüita que se reconocía como gay y quien, para no afectar al nuevo hogar de su mamá, buscó refugio en esta isla, donde una señora le ofreció techo y comida a cambio de que pescara e hiciera labores domésticas.

—Guayo tuvo el apoyo de amigos y familiares para agarrar camino en la caravana. Yo ni para el pasaje en lancha tenía. Pero si alguien me dijera venite, claro que me iría.

Aunque no emigró, ese mismo año Pablo César quiso ampliar su mundo, tantear alternativas de escape. Se propuso conocer por primera y única vez San Salvador. Viajó en autobús, llegó a la terminal, se llenó de miedos y se regresó.

Una de las lanchas que transportan pasajeros desde La Unión hasta Meanguera del Golfo.
Foto FACTUM/Carlos Chávez

Ya en la isla, se sintió psíquicamente harta de vivir siendo quien no era. Independiente de su ropa o su voz, siempre se percibía como una mujer. Y resolvió conocer a otras trans de un colectivo regional llamado Estrellas del Golfo, cuya sede se ubica en ciudad de La Unión.

Allí empezó a tejer nuevas amistades y a conocer sobre sus derechos. Incluso, se atrevió a participar en un concurso de belleza local, Miss Trans. Ante un espejo, por fin hallaba congruencia entre cómo se percibía y cómo se veía. Le puso rímel y pestañas sintéticas al dejo de tristeza de su mirada. Y sobre su pecho se colocó la banda del departamento que lleva el apellido del libertador centroamericano, Morazán. Dijo que se llamaba Violet McKenzie y terminó siendo elegida virreina.

Este reinado nada tiene que ver con su cotidianeidad en la isla. Ahora mismo, trepa una empinada cuesta por la que desciende su hermano menor a quien tenía bastante de no ver, pero este prosigue como si no le hubiera visto.

—Es bien enojado, paso peleando con él. Siempre dice que los culeros son malditos.

Pablo César también prosigue, cabizbajo, hasta que se detiene frente a una casa que parece atada a una ladera para no caer en las aguas del golfo. Entonces grita: «¡Tía, ya volví!».

La puerta se abre y asoma una señora descalza de 58 años, Elena Villalobos. En realidad, no es su tía, sino una vecina del barrio donde fue criado. Elena es quien custodia sus vestidos y maquillaje, y quien frecuentemente le da posada o comida.

—No tengo una gota de su sangre, pero lo quiero porque ha sufrido muchos desprecios por ser lo que es. Yo lo he aconsejado mucho… —dice Elena, quien también tiene hijos de la misma edad.

La señora toma asiento sobre una roca y cuenta que Pablo César era una criatura recién nacida cuando su madre le abandonó por seguir a otro señor. Cuenta que el verdadero padre de Pablo César regresó a su natal Nicaragua. Cuenta que el niño creció en la champa de láminas de sus abuelos maternos, donde a veces lo golpeaban porque se comportaba como niña.

—Lo peor vino cuando tuvo que vivir con su mamá y su padrastro. Él lo maltrataba, lo obligaba a colgarse una caja llena de paletas y si no las vendía, le pegaba.

Como prueba, Elena fija su mirada en las piernas de Pablo César, en las que se entrecruzan cicatrices de antiguos cinchazos, chilillazos y hasta pedradas. También está lo abstracto pero que toca, lo que le ha dicho su progenitor: que él no quiere hijos «desviados», que mejor se mate. Y está lo que le ha dicho su abuelo materno, quien de todas formas le ha dicho que se vaya.

Pablo César, mientras descansa sobre las rocas de la playa en la isla de Meanguera del Golfo. Foto FACTUM/Carlos Chávez

En la escuela pública del pueblo tampoco le fue mejor. Pablo César dice que cursó hasta sexto grado porque otros compañeros se burlaban de su voz y sus ademanes, además de que tuvo un maestro que lo exponía a más burlas al obligarlo a jugar fútbol o hablar en público.

Más tarde, el director del centro educativo, Jimmy Avilés Cruz, dirá que mientras Pablo César fue su alumno fue siempre muy colaborador, «pero más allá del acoso de ciertos alumnos y de que estudiaba y trabajaba, su gran problema fue que su mamá nunca lo apoyó».

—Para mi mamá siempre he sido invisible y tampoco me alegra verla. —resopla Pablo César a Elena.

Ella le abraza y le dice que gracias a Dios no se deprimió tanto durante su niñez. En este punto, Sari Reisner, una especialista de la Universidad de Harvard, asegura que las niñas y los niños trans sufren 2.5 veces más depresión y ansiedad que los niños que se identifican con su sexo biológico.

En el caso de Pablo César, cuando no encontraba el apoyo de Elena, dice que se sentaba en una gran roca que domina al pueblo, «allí lloraba. Y a la piedra le escribía cosas o le dibujaba corazones».

Ahora que alcanzó la mayoría de edad, Pablo César no ha dejado de sentirse vulnerable. Las oportunidades laborales se le pintan calvas. «Pero no por eso quiero prostituirme como han hecho otras en San Miguel. Soy chapada a la antigua», dice.

A través de Estrellas del Golfo se ha enterado de que la esperanza de vida de una trans salvadoreña es apenas de 33 años. Algo que amarra con lo que —hace pocos días— ocurrió a solo treinta kilómetros de la isla: el homicidio de Rosa Granados, una trans de 27 años.

No eran amigas, sabe que Rosa también era parte de Estrellas del Golfo. Vivía en un poblado diminuto como este, donde vendía cosméticos por catálogo. Se presume que fue extorsionada y acribillada por pandilleros, un flagelo que por fortuna no hay en Meanguera, pero que no deja de ser una amenaza para trans como Pablo César.

El asesinato de Rosa Granados ocurrió poco después del de otra activista trans de la zona oriental del país, Jade Díaz, también de 27 años. Desde 2015, más de 45 trans han sido asesinadas, casi siempre con saña o con salvajismos simbólicos que son tipificados como «delitos de odio», algo que solo ha servido para dimensionar el alto grado de impunidad que perdura en el país.

La tasa de feminicidios de El Salvador —6.8 casos por cada 100,000 mujeres— es la más alta de Latinoamérica y no está desconectada de los transfeminicidios. «Vivimos en una sociedad con determinado sentimiento de inferioridad hacia las mujeres. Esto nos deja mucho más bajo a las mujeres trans, porque es como si nosotras renunciáramos a los privilegios de haber nacido como hombres», razona Camila Portillo, un activista trans radicada en San Salvador.

De nuevo en la isla, Pablo César se despide de Elena y trepa una última ladera, la que lleva al hogar de sus abuelos y tres medio-hermanos, donde todo es de láminas de cinc, tierra y calor. Al escucharlo, su abuela, canosa y ciega de cataratas, se reincorpora en su hamaca sin desdibujar una sonrisa.

—Regresaste, mijo. Regresaste. —le dice mientras le palpa el rostro.

Pablo César la abraza. Por ella dice que seguirá viviendo en esta isla de 16 kilómetros cuadrados en medio de un golfo compartido por tres países que padecen todo tipo de crisis. Por ella seguirá siendo la única mujer transexual de la isla, renunciando a una identidad femenina o a lucir como tal.

Pese a estas renuncias, dice que seguirá siendo lo más honesta que pueda, tal y como ha hecho ya a través de Facebook, donde acumula casi 2,000 amigos, incluido el alcalde. El año pasado, compartió allí dos fotos comparativas, la de Pablo César y la de Violet McKenzie, y añadió un mensaje: «Las dos somos la misma persona. De hombre o mujer, somos la misma persona».

Fotografía tomada del perfil de Facebook de Pablo César, con un mensaje para sus amistades.
Foto FACTUM/ Carlos Chávez

Así ha intentado explicar que lo suyo no es un asunto de orientación sexual, como es el caso de los hombres que sienten atracción por otros hombres, los gays. Lo suyo es un asunto de identidad de género, se percibe como mujer desde hace mucho tiempo.

De momento, Pablo César prefiere contemplar, desde el patio de su abuela, la agreste belleza de la isla en contraste del azul del golfo. Como ya lo dijo alguien, cuando la vida es un naufragio, cada uno echa a nadar como puede. Ahora ha vuelto a nadar hacia esta isla, mañana quizá nade más lejos.


*Este reportaje fue realizado con el apoyo de la International Women’s Media Foundation (IWMF) como parte de su iniciativa de ¡Exprésate! en América Latina.

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