El 9 de febrero de 2020 será recordado como un día en el que una “puesta en escena” se nos quiso imponer como única realidad incontrovertible, sin interpretación. La toma militar de la Asamblea Legislativa, como si de una obra teatral se tratara, tuvo actores visibles y otros que actuaron tras el telón, dejando en evidencia la debilidad de un proceso democrático paupérrimo, dejado en el abandono de la ciudadanía durante mucho tiempo, a expensas de una clase política ocupada en el ritual formal de la lucha partidaria cotidiana, pero no en la construcción de un país más libre, igualitario y mucho menos participativo.
Me explico: la democracia salvadoreña nunca estuvo en peligro aquel domingo de febrero, porque esta no existe. Lo que se amenazó fueron las formas democráticas, la formalidad institucional que durante toda la transición nos permitió ver a una Asamblea Legislativa eligiendo funcionarios, recibiendo informes periódicos o inaugurando sesiones solemnes en presencia de los sucesivos presidentes, sin que esto tuviera mayor repercusión en la vida de millones de salvadoreños, más ocupados en la supervivencia y en la subsistencia que en la educación ciudadana o el control de sus representantes.
Cuando el presidente Bukele invadió el recinto legislativo, lo hizo a sabiendas de que no iba a tener repercusiones por la violencia de sus actuaciones, que ya sea con apoyo de una masa de simpatizantes, o con el de las fuerzas militares y de seguridad que lo acompañaban, lograría imponer ante la mirada de la opinión pública la nueva legitimidad basada en el alarde de la fuerza y en una nueva matonería política que antes estaba reservada al pleno legislativo. Las imágenes del mandatario dando por inaugurada la sesión parlamentaria, cuya constitucionalidad era cuestionable entonces y declarada después, lo mostraron como el único vencedor de una contienda en donde las ideas dejaron de tener valor, lo que se comprueba por la ausencia del discurso político, la incapacidad para alcanzar acuerdos y el creciente culto a su persona, pese a los hechos.
Por supuesto que no pretendo justificar lo ocurrido el 9F, pero no coincido con aquellos que hacen referencia a una “democracia en peligro” o al hecho de que un estridente Bukele burló desde entonces “los controles democráticos”. ¿Cuáles? Lo que sucedió aquel día fue la actuación irresponsable de un verdadero fascista en ciernes, pero también la evidencia del vacío democrático que este ha venido a ocupar, y del que se vale desde entonces para gobernar sin el menor apego a las reglas del Derecho, a la necesidad de hacer una política basada en acuerdos y en el insulto fácil contra todos aquellos que muestren una postura disidente o crítica con sus actuaciones, siempre tan básicas.
Y es que una “democracia sustancial”, como la llama el jurista italiano Luigi Ferrajoli, pasa por las garantías normativas pero también institucionales que hagan realidad la participación ciudadana constante, donde los derechos humanos, el principio de legalidad y la independencia de las instituciones hayan logrado calar en la conciencia colectiva, y donde sus ciudadanos hayan sido capaces de crear una cierta tradición republicana, que va mucho más allá de la regularidad electoral a la que estábamos acostumbrados como único símbolo de la democracia participativa en el país.
Por eso es que Bukele, en complicidad con los altos mandos de la Fuerza Armada y con las máximas jefaturas policiales y la mayoría de miembros de su gabinete de gobierno, dieron el 9F un salto al vacío, protagonizaron un verdadero acto circense que reta a la razón y a las buenas costumbres institucionales que aspiraban a construir democracia, y lo hicieron amenazando con arrastrarlo todo a un precipicio del que precisamente salimos después de los Acuerdos de Paz, cuando las diferencias de pensamiento y las disidencias dejaron de ser un objetivo militar, o una amenaza a la seguridad nacional, tal como se les quiere volver a considerar ahora.
Este penoso capítulo de la historia nacional debería ser visto como una oportunidad para nuevas formas de organización más diversas y paralelas, donde los liderazgos sean colectivos, de manera que faciliten a la sociedad salvadoreña el reto de asumir las responsabilidades que ha visto dejando de lado las últimas décadas: participar, preguntar, expresar, opinar y construir una sociedad más vibrante y activa, en donde los caudillismos y los militarismos no sean viables o ni siquiera posibles. En suma, el país tiene que construirse su propia tradición democrática, para que cuando esta se vea amenazada, entonces sí, los ciudadanos tengamos algo que defender y a alguien a quien responsabilizar ante instituciones efectivas e imparciales que hagan su parte.
La democracia aún no existe, y esta no se encuentra ni en los partidos políticos ni en el mancillado recinto parlamentario, y mucho menos en la Casa Presidencial. Está en la conciencia de todos los buenos ciudadanos de este país, que ya no tenemos a dónde ir, pero sí mucho que resguardar, aquí mismo, en esta tierra que nos sustenta, junto a la familia que amamos.
*Roberto Burgos Viale es abogado y catedrático salvadoreño.
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