Promesa de amor: 16 de enero de 1992

17 de enero de 1992*

El día amaneció esplendoroso. Un cielo azul cobalto cubría la ciudad y soplaba una brisa del este, que hacía ondear con energía las banderas desplegadas en la Plaza de los Mártires (Plaza Barrios), en el Palacio Nacional y en la Catedral.

Las pancartas desplegadas nos inundaban con sus mensajes:

 

El Frente, presente.

Vivan los mártires de la revolución.

A 11 años de esfuerzo político-militar,

hemos cumplido.

Gracias ONU,

Por tu contribución a la paz.

FEDECOPADES

El pueblo y COPAZ,

garantía para la paz.

CPDN: ganamos la paz.

UCA: presente por la paz.

Poco a poco, la plaza se fue llenando de gente y el espacio resultó insuficiente para contener todo el sentimiento y la emoción que nos embargaban.

Cuando se firmaron los Acuerdos, muchos salvadoreños comprendieron la importancia de este primer paso, pero enfrentaron con escepticismo que se cumplieran. Doce años de guerra declarada y cincuenta años de represión los ha moldeado de tal manera que “hasta no ver, no creer”. Pero al llegar a la plaza, y ver en el Palacio Nacional, a la derecha, la bandera azul y blanca de El Salvador y, a la izquierda, la roja y blanca del FMLN, también en la fachada de la catedral, una pancarta gigantesca con el retrato de Farabundo Martí, entonces empezamos a creer que, tal vez, fuera posible que los Acuerdos se cumplieran. El pueblo para creer necesita ver “sacramentos”, signos visibles de los cambios, pues está cansado de las palabras emitidas por grupos de poder vacías de contenido y que nunca antes se hicieron realidad.

En la tarima frente al Palacio, actuaban grupos de música y danza. Las canciones se sucedían a las consignas coreadas con entusiasmo por toda la gente.

 

Ganamos la paz,

defendamos los Acuerdos.

 

La conquista de la paz

es tarea de todos.

 

Terminó la guerra,

construyamos la paz.

 

El pueblo unido

jamás será vencido.

 

Mezclados con los asistentes se veía a muchachos y muchachas con pañuelos rojos y banderas del FMLN. Me parecía increíble y emocionante lo que pasaba a mi alrededor. Mis recuerdos se hicieron presentes y escuché una canción que yo entonaba en el exilio, cuando me parecía que el regreso era imposible.

 

“Recorreré las calles nuevamente

de lo que fue mi pueblo ensangrentado

y en una hermosa plaza liberada,

me detendré a llorar por los ausentes”.

 

Y lloré por los ausentes, y recordé a mi hijo. Lo vi tan joven y tan entusiasta irse a ayudar, a través de su palabra, para que otros pudieran tener las oportunidades que él tuvo. Lo vi sonriente y alegre cantando al amor con su guitarra. Lo vi con los ojos llenos de lágrimas cuando se le acercaban los niños de la calle a pedirle algo para poder comer. Aún escucho su voz cuando me decía “Valor, mamá, que llegará el día en que esta situación cambie y nos abrazaremos en la Plaza Libertad”. Yo acudí puntual a la cita, pero él no pudo llegar. Murió en algún lugar perdido de esta tierra, defendiendo sus ideales. Y así como él, tantos que no pudieron estar realmente presentes. Sus rostros pasaban rápidamente en mi pensamiento y vi a Monseñor Romero, al padre Ellacuría, a Amando, a Pardito, a Nacho, a Montes, a Quique, a Michel, a Chus, a Tolo, a Pedro, a Ethel… A tantos otros. Los vi pasar a todos: jóvenes guerrilleros y soldados, obreros y campesinos, niños y viejos, quienes pagaron con su vida para hacer realidad este día.

Realmente el milagro se estaba dando y, poco a poco, íbamos creyendo en la fundación de una nueva patria. “Un cielo nuevo, en una tierra nueva”, en la que no hubiera más elecciones amañadas, persecución por ideas políticas diferentes, asesinatos por no aceptar las injusticias. Simbólicamente una paloma se posó en la mano de la estatua de Gerardo Barrios. Y es que en esta nueva sociedad quieren ser los civiles quienes decidan cómo quieren vivir y bajo qué leyes se organizará la nueva sociedad. No más dinero para armas, sino para comida, medicinas, escuelas, viviendas y cultura.

Mis recuerdos me llevaron a otro tiempo, a otra realidad: cateos, presos, torturados, asesinados, desaparecidos, balaceras, bombas. Mi casa destruida. Me veo en el aeropuerto con un niño en los brazos. Salí de mi tierra con el corazón destrozado y en el pensamiento todas las palabras de amor que quise decir y no dije, todos los abrazos que quise dar y no di, todas las gentes que quise ver y no pude…

Pero estoy aquí, en esta plaza cumpliendo una promesa que me hice a mí misma, a mis hijos, a mis amigos.

Son las doce del mediodía, las campanas suenan alegres en esta histórica mañana. Las lágrimas se asoman a todos los ojos. Todos tenemos a quien llorar y todos tenemos por quien reconstruir. Nos abrazamos con amigos y desconocidos; todos unidos en el dolor, en la alegría y en el firme propósito de hacer de El Salvador una nueva patria construida sobre la verdad, la justicia y el perdón.

*La académica Ana del Carmen Álvarez escribió este texto hace 25 años, un día después de la firma de los Acuerdos de Paz.

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