Decime Frank

Yo soy diferente y decime Frank, que ese soy yo.” Esta era la afirmación de un niño de once años en un colegio católico en 1982. Los que hablábamos éramos compañeros del 5° grado “B”, y además de usar el mismo uniforme, tener al mismo energúmeno de profesor titular y de ser los primeros dos alumnos mencionados en la lista del grado, no teníamos nada más en común. El que hablaba en medio de sollozos se limpiaba con mi pañuelo —bueno, un pañuelo de mi padre— que yo llevaba religiosamente en un bolsillo trasero, más por requisito que por costumbre de usarlo. Estábamos solos detrás del gimnasio y a mí me parecía que no estaba bien lo que había ocurrido.

Francisco era un niño de piel bronceada y mirada dulce, pacífico hasta más no poder en un curso formado por más de cuarenta salvajes dispuestos a pegarnos por una pelota, una burla o cualquier amenaza de los contrincantes de las otras secciones. Teníamos además algunos enemigos comunes: los curas, los profesores y nuestros padres, dispuestos siempre a castigarnos y a no reconocer más méritos que los reflejados en una libreta de calificaciones. Lo demás era desperdiciar el tiempo, traicionar el proyecto familiar resumido en la cantaleta paterna: “Solo te dejo una buena educación y unas buenas relaciones; aprovechá, que esa es tu herencia”.

Aquel día había sido uno de los primeros en los que se nos permitió llevar una calculadora a clases. Claro que las diferencias estaban a la vista, como en todo. Algunos —como yo— llevamos la primera que encontramos a mano en casa: una gruesa y pesada maquinita con dos pilas alcalinas en su interior y que al encenderla emitía desde la pantalla un halo de luz verde. Otros llevaron los primeros modelos de calculadoras japonesas, más delgadas y con células de energía solar sobre el teclado. Precisamente una de estas últimas desapareció. Alguien la hurtó durante el recreo y la queja del propietario ante el profesor provocó una reacción agresiva por parte de este: anunció que se haría un registro corporal en estricto orden de lista, uno por uno, frente a toda la clase. “Hasta que encontremos al ladrón”, sentenció.

Francisco era un alumno aplicado. Sin embargo, era el constante objetivo de burlas y agresiones. Algunos gustaban de rozarse contra su trasero durante la formación después de cada recreo; otros le dibujaban penes gigantes en su pupitre; y uno o dos con vocación de matones lo golpearon alguna vez, solo porque sí, a la salida de clases. Para todo el grado Francisco era “marica” y había que recordárselo día a día, ya fuera con golpes o repitiendo a su paso el diminutivo de “Frankie, Frankie”. Y todo esto bajo la mirada burlona y cómplice del maestro, en una época donde no se había inventado el término bullying y en la que íbamos al colegio a aprender y a soportar los castigos para “hacernos hombrecitos”. Además, el profe no ocultaba su molestia de que le hubieran encargado a una “oveja descarriada” en ese mar de uniformes blancos de niños bien, eternos campeones colegiales de basketball y fieles devotos de la Virgen María.

Aquel día, el primer llamado al frente fue Francisco. Su nombre era el primero de la lista —yo era el segundo—. Y las burlas y chiflidos fueron parte de un linchamiento escolar que no se detuvo cuando el profesor, luego de ordenarle que se bajara el pantalón, estiró su mano para jalar el elástico del calzoncillo del compañero, anunciando luego con voz grave: “Vaya, ya vi que por lo menos tenés algo”. Risas, bolas de papel y golpes en el pupitre acompañaron el regreso de Francisco sollozando hasta su puesto, en medio de un barullo que iba en aumento y que hizo al maestro detener la pesquisa y ordenar la devolución de la calculadora perdida durante el siguiente recreo, bajo la amenaza de aplicarnos los peores castigos corporales si esta no aparecía.

Mi relación con Francisco en esos días estaba cambiando. Pasó de la indiferencia en el salón de clases a una tímida cercanía desde que conocí a su madre, quien trabajaba con mi padre en la oficina de turismo estatal y comenzó a acompañarnos de regreso a casa desde que su vehículo sufrió un desperfecto mecánico. Durante varias semanas, su madre y mi padre fueron en el coche de mi familia a recogernos al colegio, felices de la coincidencia y dejándonos mudos en el asiento trasero, mientras ellos hablaban sin parar sobre su día en la oficina.

La mamá de Francisco era distinta a las demás. A su hijo lo llamaba “Frank” y le hablaba como a un adulto. “Fuma como los hombres” —comentó alguna vez mi madre sobre ella—. Usaba chaquetas con botones de madera —hoy sé que eran de tweed—, vestía con botas altas que combinaba con faldas largas y, para un niño precoz como yo, no había duda de que se trataba de una mujer muy bella. Más tarde escuché a mis padres lamentar su situación de madre divorciada, a pesar de su juventud y de su belleza. Entendí entonces que el hogar de Francisco era diferente al mío y me preocupó que algún día me ocurriera lo mismo… ¿Con quién de mis padres me iría yo? ¿La gente me vería diferente si no tuviera a papá todos los días? Todas estas preguntas me las hacía cada mediodía, mientras Francisco participaba de la charla alegre de su madre y miraba la ciudad indiferente por la ventanilla.

No pasó mucho tiempo sin que vernos abordar el mismo vehículo provocara las burlas de la clase, la extrañeza del maestro y el alejamiento de mis amigos más cercanos. No sería la primera vez que tuviera que enfrentarme a esa jauría dispuesta a la burla y a la agresión. Pero yo estaba acostumbrado a defenderme a golpes, y si no me bastaba solo, contaba con media docena de primos en los cursos superiores del colegio, que no dudaban en acudir en mi defensa cada vez que lo necesitara. Pero Francisco estaba solo y aguantó lo que pudo hasta ese día de su humillación en clase. Durante el segundo recreo, decidí acompañarlo rumbo a su acostumbrado lugar de refugio detrás del gimnasio. “No llorés, Francisco —recuerdo que le dije—, o te van a joder más”. Mirándome con cólera, me dijo esta frase que nunca olvido: “No les tengo miedo. Pero yo no necesito pegarme con todos. Yo soy diferente y decime Frank, que ese soy yo”.


*Roberto Burgos Viale es abogado y catedrático salvadoreño.

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