El profesor

Con solo invocarte, voy a convertirlo en miel,
en tu nombre, en tu nombre.
Cuando te busco, no hay sitio en donde no estés.

Gustavo Cerati, Cactus. Álbum Fuerza Natural.

En la colonia todos lo conocen como “el profesor”.

Fue hasta el día de su entierro cuando se enteraron de cuál era su nombre completo: Juan Ramón Martínez Baíza.

Mi papito.

─En el portón del cementerio, tuve que detenerme para preguntar, porque no tenía presente el nombre, pero una señora escuchó que andaba buscando el entierro del profesor y me dijo dónde era ─me confesó meses después un vecino que recuerda a mi papá con cariño.

Imponía respeto en todo lugar al que llegaba, porque tenía ordenados los muebles de la cabeza. Su amplia capacidad de análisis, su sentido crítico ante las injusticias, su coherencia, sus esquemas y su impecable letra de carta. Hermosa. Era brillante en todo, pero últimamente he pensado mucho en sus ojos agotados rodeados de surcos en la piel bien marcados.

Un lector empedernido, quien en el bullicio de las fiestas familiares prefería encerrarse en su cuarto, y bajo la luz de su lámpara de mesa leía hasta llegada la madrugada o hasta que su “chata”, mi mamá, llegara a acompañarlo. Él la arropaba. 

La docencia, que siguió ejerciendo en el sector privado tras jubilarse de una escuela pública, también le regaló una familia, la que no tuvo después de que su madre Julia le cediera la custodia a su padre Virgilio cuando el profesor tenía un año y medio de edad. Lo reivindicó.

El punto de inicio de mi familia lo tengo presente en mi memoria, porque me lo contó varias veces, y lo reproduzco con frecuencia como la escena de mi película de vida favorita.

Corría el año 1966, cuando en el patio de la Escuela Normal Rural de Izalco, en Sonsonate, caminaba una morena con caderas pronunciadas que lo miró fijamente. Sus cejas espesas, delineadas por la naturaleza y su rostro liso le llamó la atención. “Hija, esos ojos de tecolote me atraparon”, me dijo varias veces y después nos reíamos, cómplices, como lo hacen dos amigos, que al final fue en lo que nos convertimos.

También me contaba situaciones que pasaban en su escuela. Una vez, un alumno de cuarto grado corrió por el pasillo con un basurero en la cabeza. En su paso, iba señalando a sus compañeros. La travesura que provocó una oleada de carcajadas entre alumnos y maestros quedó plasmada en un Libro de Conducta, uno largo color café con renglones anchos, del centro escolar Eusebio Cordón Cea, de San Marcos.

El profesor, a mano y con letra de carta, detalló el suceso: “Me tuve que aguantar la risa, pero fue tan chistoso. Lo tuve que sancionar, hija, por el orden de la institución”. 

El mejor cronista oral que conozco nació en San Salvador el 10 de diciembre de 1946 y se graduó como profesor de la Escuela Normal Alberto Masferrer en 1968.

La disciplina marcó su paso durante sus 75 años exactos de vida. Un docente vive diversas situaciones, duras y traumáticas. Nunca he podido olvidar el día en que me contó que llamó a la Policía después de que un alumno de primer grado le confesó que un grupo de mecánicos abusaba de él. Ocurría todos los días cuando regresaba a su casa después de la jornada escolar.

A mi papá no le gustaban las injusticias ni los abusos, y lo expresaba en cada análisis que hacía después de escuchar las entrevistas televisivas. Le gustaba estar informado. En mi casa siempre vimos los noticieros televisivos de corrido. Uno tras otro. Todos los días estaban los periódicos en su escritorio.

Por él conocí El Diario de Hoy y La Prensa Gráfica; también los extintos La Noticia y Primera Plana. El CoLatino era su favorito. Iba todas las tardes a comprarlo al Centro de San Salvador y lamentó mucho cuando dejaron de imprimirlo.

Un ejemplo en todo. Dejó de fumar. El vicio que conoció en su adolescencia. Haber pasado por eso lo hizo misericordioso y comprensivo con los demás. “Es como tener sed en un desierto a las 12 del día”, me describió esa ansiedad por el hábito.

El corazón del profesor se apagó el pasado 10 de diciembre de 2021, mientras dormía junto a su esposa. “Los infartos son la muerte de los ángeles”, me escribió mi amigo Juan David Laverde para consolarme. Es verdad, porque se fue en un silencio sagrado, al lado de la mujer que amó durante 56 años.

Le debía estas líneas, papá. Las desempolvé en esta fecha tan significativa en que los maestros de Bases Magisteriales han salido a marchar por las calles de San Salvador para exigir pensiones dignas. “Este día no es de fiesta, es de lucha y de protesta. Que viva Bases Magisteriales, que vivan los maestros dignos”, perifonean.

Yo sigo, papá.

Besote.


*Loida Martínez Avelar es periodista con catorce años de experiencia. Se ha especializado en investigaciones en el área social. Ha sido catedrática universitaria e integrante del programa Balboa para jóvenes periodistas iberoamericanos.

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