La justicia de las reinas

El tercer capítulo de la séptima temporada me dejó una sensación agridulce. Las actuaciones están ahí, también la cadencia dramática de los diálogos y la magnífica puesta en escena. En esta ocasión, sin embargo, me pareció atisbar ciertas prisas en el guion, cierto afán torpe por terminar de poner las piezas en escena para las batallas que se aproximan.

[ALERTA SPOILER: la siguiente reseña detalla información explícita del tercer episodio de la séptima temporada de Game of Thrones]


The queen’s justice”, que así se titula el capítulo transmitido el domingo 30 de junio, es un episodio de transición, de los que ya hemos visto antes en la serie. Esta vez, sin embargo, el cuido de la narración no es la más depurada y los guionistas, enfrentados ya al reto de contar la historia sin los libros del escritor George Martin en los que la serie se basa, han tenido que recurrir a salidas que no son, digamos, las más brillantes.

Al centro de todo están los preparativos para las dos grandes batallas que se avecinan, la de las dos reinas que se disputan el título de soberanas de Westeros, Daenerys Targaryen y Cersei Lannister, y la que enfrentará a los no-muertos que viven más allá del muro del norte con todos los gobernantes y casas reales de los siete reinos.

Pero, me parece, los guionistas no terminan de dar con la fórmula para poner todo en orden sin caer en algunas contradicciones narrativas.

En el episodio del domingo, por ejemplo, los escritores parecieron prescindir de las líneas lógicas de los tiempos dramáticos exigidas por los límites que la misma narración de la historia impone. Se supone, por ejemplo, que estamos ante una narración ficticia en la que la correlación con el tiempo histórico real se ubica en el Medioevo. Esto implica, entre otras cosas, que los tiempos de traslado entre un lugar y otro puede tomar días, incluso meses, como la misma serie nos lo hizo saber en sus primeras temporadas. ¿Cómo es que ahora, de pronto, todo parece estar ocurriendo al mismo tiempo? ¿Cómo es que Jamie Lannister está casi al mismo tiempo en King’s Landing y en Highgarden? ¿Cómo movilizó tan rápido al grueso del ejército de los Lannister en lo que en pantalla parecen ser apenas unos días?

Pueden parecer detalles nimios, pero si algo he apreciado de esta serie es su cuido, casi impecable hasta ahora.

A esos ruidos en la narrativa interna, sin embargo, se imponen varias pequeñas sinfonías actorales que ocurren durante este episodio, de esas que también son marca de fábrica de GoT.

Genial es el breve intercambio entre Melisandre y Lord Varys, dos secundarios que vieron mejores tiempos en el pasado y cuyos personajes han servido de catalizadores para sacar la esencia de otros llamados a ser protagonistas. En pocas líneas, como suele hacerlo, Varys resume sin pretensiones los juegos del poder que se cuecen, en buena medida, por su intermedio. “Ya no susurro al oído de reyes”, responde una disminuida hechicera roja a las interrogantes del eunuco antes de lanzar una última profecía que nos deja a todos, Varys incluido, deseosos de más.

Hay, además, otros dos diálogos importantes para el entramado dramático de toda la serie: el que sostienen Sansa Stark y su hermano Branon, convertido ya en el cuervo de los tres ojos, y el que cierra el capítulo entre Lady Olenna de la casa Tyrell y Jamie Lannister.

El de los hermanos Stark es un encuentro frío. La batuta, aquí, la lleva Brandon; quizá como nunca antes en la serie vemos de qué se trata la evolución de aquel chiquillo al que Jamie aventó desde una torre en el lejanísimo primer capítulo de la primera temporada. Hoy, Brandon, parapléjico, es un ser frío, un oráculo que no deja entrever sentimientos, capaz de describir recuerdos de cosas que no ha vivido y de atisbar el futuro.

En el reencuentro con su hermana, la atormentada Sansa que después de tanto sufrir a manos de los peores villanos de la serie empieza también a evolucionar a un personaje más fuerte, es seco, incluso cruel: Brandon, el cuervo de los tres ojos, se larga, sin inmutarse, a explicar a la joven que la vio vestida de novia, y que sabe lo mucho que sufrió a manos de Ramsay Bolton, el villano que la redujo a su mínima expresión después de violarla una y otra vez. “Estabas tan bella”, le dice. De nuevo: Game of Thrones en toda su crueldad.

Hay otra evolución interesante, que hemos apreciado de a poco y hoy atestiguamos con más claridad, la de Jamie Lannister. Enviado por Cersei a reducir a la Casa Tyrell, aliada de Daenerys, Jamie debe asesinar a Lady Olenna. El intercambio previo al asesinato, por envenenamiento, muestra a un guerrero cansado, reducido, incluso él, por la crueldad de su hermana. Jamie no es más que el perro más fiel de la reina asesina.

Una vez consumido el veneno, Lady Olenna confiesa ante Jamie: fue ella quien mató a Jeoffrey, el primogénito de la relación incestuosa entre el mayor de los Lannister y su hermana. “Díselo a Cersei, quiero que sepa que fui yo”, dice la vieja Olenna antes de morir. Y, como nunca, vemos a Jamie Lannister derrotado a pesar de los triunfos de sus ejércitos y el brillo de su armadura…

Los ciclos empiezan a cerrarse. Y no lo olviden, Jamie Lannister es, después de todo, el asesino de reyes ¿y reinas?

También ocurre, en este episodio, uno de los encuentros más esperados, el de Daenerys y Jon Snow. Diré, sobre el apartado, que la puesta en escena está muy cuidada -vuelos de dragones incluidos-, y que Emilia Clarke, la actriz que da vida a la Madre de dragones, cumple en la misión de mostrarnos otra evolución, la de princesa defenestrada a tirana en ciernes. Pero Jon Snow… Nunca me gustó mucho lo de Kit Harington y estas escenas no son la excepción.

Acaso la escena más lograda es, como también ya ha ocurrido en varias ocasiones, esa en la que Cersei Lannister nos vuelve a mostrar toda su crueldad. Es una escena depurada, cuya fuerza descansa en el intercambio entre Lena Headey (Cersei) y la bellísima Indira Varma, quien da vida a Lady Ellaria Sand, asesina de Myrcella, la hija de la reina Lannister.

Para vengarse, Cersei decide dar a una de las hijas de Ellaria el mismo veneno que mató a Myrcella. Ellaria, encadenada frente a su hija, también inmovilizada, se deshace por el terror cuando la Lannister le explica que la dejará vivir para que vea, sin perder detalle, cómo su hija se pudre en vida a causa del veneno. El diálogo no tiene desperdicio, ni las emociones codificadas en los gestos de ambas actrices, ni la imagen que cierra la escena: Ellaria y su hija, desesperadas, intentan abrazarse en un esfuerzo vano cortado por las cadenas de Cersei Lannister. La estética macabra de Game of Thrones en todo su esplendor.

También ocurre en este capítulo otra cosa importante: el regreso de Tyrion Lannister como el gran operador político de Westeros. El menor de los Lannister, el defenestrado, es uno de los mejores personajes de la serie, uno que resume la idea esa de que los impíos, los marginados, los últimos de la fila tienen mucho que decir en el devenir de la historia.

No me gustan las prisas en esta serie, y las entiendo como lo que son, un afán de la producción por acelerar sus tiempos para resumir capítulos y bajar costos. Mala cosa si ese afán convierte algunos gazapos narrativos en un producto en que el cansancio de los productores sea evidente; mala cosa porque los mejores actores de la serie parecen dispuestos siempre a más, y porque aquí, de este lado de la tele, nadie está cansado de Game of Thrones.

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