Una azotea del centro como el maravilloso país del boogie
El grupo de teatro musical La Octava presentó un espectáculo llamado “Discoctava”, revista musical que recoge más de una decena de éxitos de la época de oro de la música disco. La presentación mezcla las habilidades de baile, canto y actuación.
Fotos FACTUM/Gerson Nájera
“ Algunos dicen que la ambición es mala. Otros dicen que es buena. Lo cierto es que mi ambición es tan grande que vino desde el mismo infierno”.
Estas fueron las únicas palabras que hubo la noche del pasado sábado 5 de diciembre. Palabras que lo resumían todo. Las pronunciaba Andrea Romero, fundadora de La Octava, un grupo de teatro musical creado en octubre de 2019.
Puede que esas frases solo tuviesen intención de introducir la canción que seguía en el programa: “Disco Inferno”, uno de los clásicos eternos de la música disco, original de The Trammps. Pero, a su vez, bien podrían resumir el espíritu de autogestión, autoformación e independencia de su grupo, conformado, sobre todo, por venteañeros. De hecho, Andrea tiene 20 años.
El escenario era el de una terraza del centro de la capital salvadoreña, en un café de identidad ambigua llamado Lero Lero, ubicado en un espacio con acabados elegantes y burgueses, correspondientes a la primera mitad del siglo XX. De acuerdo a la persona que cumplía con el protocolo de toma de temperatura y aplicación de alcohol gel, este fue un club privado para los puestos gerenciales de un banco de aquella época.
Afuera, en las calles del centro de San Salvador, continuaba la guerra fría entre la gentrificación y las ventas ambulantes, una guerra que en otros años tuvo momentos de violencia. Pero en diciembre de 2020 parece haber un pacto de no agresión entre la subsistencia de la informalidad de los comerciantes de la zona y la novedad del dinero que generan cafés y bares sofisticados, más una que otra cadena internacional de restaurantes. Por ejemplo, frente al local de un Subway había tres ventas improvisadas: una de aguacates, otra de pantalones y otra de adornos navideños. A ese acuerdo tácito ahora se le suma un factor influyente extra en la zona: todos los comerciantes están conscientes de los efectos de la pandemia por Covid-19.
Y a eso se le suma el espíritu navideño. Sea como sea, el centro lucía lleno de gente, como casi siempre. Un solo detalle hacía recordar el contexto: la mayoría usaba mascarillas. Al entrar al edificio donde está el café, esa realidad no quedó atrás. Se veía desde arriba, por tanto, todo parecía disminuido.
Llegué poco antes de las 7:00 p.m., que era la hora convocada para el evento. Pese a que solo un par de mesas estaban ocupadas, las que parecían libres tenían el cartel de reservado. Esta era la segunda fecha de la presentación, todo un logro para el contexto de la pandemia. El lugar terminará por llenarse una hora más tarde. Por tanto, el espectáculo inició alrededor de las 8:15 p.m.
El público era diverso: mujeres y hombres; adultos y jóvenes; expresiones tradicionales y disidentes. Unas cincuenta versiones de humanos se unificarían esa noche con La Octava para rendir tributo a la música disco, esa escena musical estadounidense que con un apogeo de cuatro años –entre 1975 y 1979– cambió para siempre la industria de la música y la cultura pop.
Lentejuelas, pantalones campana, gafas oscuras, tacones altos y maquillaje pronunciado. Todo era parte de los elementos que acompañaba a los artistas que la noche del pasado sábado revivieron 13 canciones de la música disco, la que alguna vez fue catalogada de “inmoral” y de “mal gusto”, pero que con los años fue absorbida y convertida en un objeto nostálgico, despojado de cualquier elemento transgresor.
La Octava está conformada por 12 personas en El Salvador, pero también posee dos miembros en Argentina, uno en Alemania y uno en Canadá. La idea, cuenta Andrea, era que funcionaran como sedes para realizar presentaciones en aquellos países. Estos planes fueron pausados por el Covid-19, pero la ambición no se quedó ahí. La Octava aspira a ser la primera escuela de teatro musical de El Salvador. Sin embargo, para eso todavía faltan muchas tarimas que pisar y experiencia que acumular.
La presentación inició con “Shake your groove thing”, de Peaches & Herb, con un performance que funcionó como introducción donde participaban todos. Pero lo angosto del espacio, algunas fallas en el microfoneo y una que otra falta de coordinación en las coreografías revelaron que aún faltaba tiempo para que calentaran y tomaran confianza.
Eduardo Quijada es el nombre de quien estaba tras la consola de sonido y aunque atento a cada falla técnica, no lucía desesperado. Luego me comentaría que, para él, ese es un error frecuente, porque rara vez se toma en cuenta la distribución del espacio o la ubicación de las bocinas. “Estos errores son lo que certifican que estás viendo arte en vivo, que es una cosa real. Si quisiéramos que nada falle, pues pongo un video y ya; pero eso mataría el factor humano que, al final, es lo que este público busca”, me explicó.
Tras el primer tema, los siguientes serían en solitario o en grupos pequeños. Canciones en las que todos irían intercambiando roles. A veces cada quien asumía la voz cantante y otras tantas solo como parte de la coreografía.
Conviene apuntar que durante la fiebre de la música disco incluso algunos roqueros apostaron por el baile. Fue el caso, por ejemplo, de Rod Stewart, quien en 1978 publicó uno de sus grandes éxitos: “Da Ya Think I’m Sexy?”. Y la interpretación de ese tema corrió por cuenta de Daniel Cáceres y Walter Zaragoza.
Walter tiene 23 años y antes estuvo en la Ópera de El Salvador (OPES), al igual que la mayoría de los integrantes de La Octava. Él describiría el cambio así: “Es parecido, pero me siento mejor, porque en la OPES todo es como más jerárquico. No necesariamente es tanto por capacidades, sino que es casi que por amigos y por jerarquías. Era difícil porque era más riguroso en cuanto a cantidad de ensayos en la Ópera, porque era un grupo mucho más grande y más difícil. Pero con ellos (La Octava) es más fácil trabajar”. Walter también detalla que en La Octava todos tienen voz, mientras que en la OPES las cosas dependen del criterio de un director.
Luego de tres temas, el equipo comenzó a mostrar más confianza, tanto en el canto como en la puesta en escena. Así lo certificarían las presentaciones de Florence Umaña y Karina Castaneda. La interacción con el público empezó a fluir. Florence, por ejemplo, cantó entre las mesas. Y Karina, al solo ponerse de pie, fue recibida con un grito: “¡Presencia y plata!”. Es decir, a este punto se iba borrando la frontera entre presentación y fiesta.
“La idea con La Octava es romper todos esos esquemas, porque todos son algo extrovertidos y les gusta hacer locuras y no tienen muchos prejuicios. Eso lo transmiten y el público es muy receptivo”, me dijo Florence cuando hablé con ella. A sus 21 años, la voz de Florence ya fue escuchada por muchos salvadoreños. En septiembre pasado, ella estuvo a cargo de cantar el himno nacional durante la conmemoración de la Independencia Centroamericana. La noche del sábado pasado, ella no solo demostró su habilidad vocal sino su capacidad de dirección, pues Florence es una de las encargadas de las coreografías y de la puesta en escena.
La compañera de Umaña para los ensambles y coreografías era Melisa Rosa, quien tiene 20 años. Ella también marcaba con seguridad su momento al frente del escenario, en el que apareció interpretando “Last Dance”, de Donna Summer.
Melisa me explicó que a esta modalidad se le llama “revistas musicales” y consisten en reunir canciones de una misma temática. Para ella, el teatro musical es una expresión bastante completa, porque no se trata solo de estar pendiente de las notas durante el canto, sino del baile y la actuación. Y durante las presentaciones, Melisa cree que el éxito consiste en unir la parte teórica con lo emocional.
“Es muy importante que el arte deje de ser un privilegio. Que no solo sea para los que están más arriba y los que tienen poder. Nosotros queremos empezar desde abajo y que la gente vea que esto se puede hacer en cualquier lado y no solo encerrados en el teatro”, respondió Melisa ante la interrogante de la importancia del trabajo de La Octava. Me lo dijo en Ciudad Merliot, un par de semanas antes de la presentación, en el espacio donde ensayan cada domingo. Cuando acudí a uno de sus ensayos, en el local de al lado, decenas de personas celebraban una fiesta de quince años. Quizá ninguna de aquellas personas sabía que la música de los setenta que sonaba fronteriza no estaba siendo escuchado por adultos, sino jóvenes que comparten diferentes formaciones (en música, baile o teatro) con la finalidad de crear algo nuevo y democratizar el arte.
Tras “Last Dance” llegó el receso. Como buen entremés sonó Sade, la cantante y compositora británica que en los ochenta —es decir, la década siguiente al boom de la música disco— dio elegancia y sofisticación al pop. Si la música disco fue el desgarre colectivo y la masificación de la fiesta, Sade fue el R&B, jazz y soul de la intimidad, de lo privado.
“Me ha encantado todo. Son muy profesionales”, me dijo Vicky, mientras fumaba, aprovechando el receso. Ella fue una de las jóvenes que no dudó en sumarse al baile colectivo las veces que fue necesario. Y lo siguió haciendo en el segundo tramo de la presentación.
Esa breve atmósfera de relajación fue cortada de tajo por una de las introducciones más contundentes de la música popular: “Hot Stuff”, de Donna Summer. Con esa canción inició el segundo tramo de la presentación. La interpretación estuvo a cargo de Andrea Meléndez, quien descubrió su interés por el teatro musical a los diez años. El atractivo de esto para ella fue la complejidad de mezclar baile, canto y actuación.
Esta canción abrió también la pista de baile en el espacio que hacía las veces de escenario. Los más jóvenes —quizá los menos temerosos por contagios— terminaron simulando un tren que recorría la terraza. El ambiente festivo fue creciendo con “Disco Inferno” y “Yes sir, I can Booogie”.
«Boogie» es una palabra interesante. Los profesores de pragmalingüística deberían tenerla de aliada, porque sirve muy bien para explicar cómo el contexto influye en la interpretación de las palabras. Puede encontrarse en la mayoría de las canciones famosas de la música disco y podría traducirse simplemente como “bailar”. Pero antes de ese momento se refería a un estilo de blues rápido y bailable basado en el piano: «boogie-woogie». Y las dos figuras más usadas en sus composiciones eran los acordes conocidos como “rocks” y la denominada “octava galopante”. La noche del sábado las dos Andreas de La Octava cantaban:
“I can boogie, boogie woogie all night long”
El costo de la entrada para el show era de apenas cinco dólares. Y digo «apenas» porque, al tomar en cuenta la cantidad de artistas, el técnico de audio, el vestuario y un largo etcétera, no parecía algo rentable. Y a eso había que restar que la mitad de esos cinco dólares era para consumo.
Andrea Romero no ve en esto un problema, de momento. Lo asume casi como un derecho de piso. Y ve algunos resultados inmediatos, como que algunos lugares los llamen para gestionar más presentaciones. Por otro lado, también cree que el público debe conocerlos y saber por qué está pagando.
Adonay fue parte de ese público que vio novedad en la propuesta y comentó: “Me gusta todo. Las voces, las coreografías, la preparación. ¡Al fin una propuesta diferente a los tributos!”.
Unas mesas más adelante estaba una mujer llamada Ruth que también se mostró satisfecha con lo visto: “Son excelentes. No he sentido el tiempo. Son diferentes a lo que estamos acostumbrados a ver”, dijo.
Una de las voces más conocidas de la música disco fue la de Maurice White, fundador y principal compositor de Earth, Wind & Fire. Debido a la enfermedad de Parkinson –que finalmente le robaría la vida–, White se retiró de los escenarios en 1992. Para ese año, la mayoría de miembros de La Octava ni siquiera habían nacido. Pero el sábado pasado eran ellos los que interpretaban una de las más grandes canciones de Maurice: “Booggie Wonderland”.
Con esa pequeña presentación, uno de los espacios del complicado y contradictorio centro de San Salvador se convirtió en la maravillosa tierra del boogie, donde artistas y público se funcionaron coreando y bailando:
“Dance, boogie wonderland. Sound fly through the night. I chase my vinyl dreams to boogie wonderland”.
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