Un siglo después de la noche fatal

Cien años después, donde antes hubo lava y rocas ardientes, ahora hay una comunidad olvidada. Las champas están en medio de las rocas que lanzó el volcán de San Salvador, durante la erupción del 7 de junio de 1917. Una estampa que retrata a un país: pobreza, adaptación y el recuerdo permanente de que esta es la tierra de los volcanes impredecibles.

Foto FACTUM/Salvador Meléndez


Milagro de la Roca es una comunidad particularmente especial por el color que predomina en su ambiente.  El negro, ese color negro de la roca volcánica, es lo que más se aprecia al caminar para salir a la carretera principal que lleva hasta Quezaltepeque o a San Juan Opico . Un pequeño grupo de familias salvadoreñas formaron este asentamiento hace más de quince años, en medio de la lava petrificada de “El Playón”, La Libertad, en años en que la paz ya había sido firmada.

Durante el conflicto armado de los ochenta, la zona de El Playón era conocida como el lugar preferido de los escuadrones de la muerte para arrojar los cadáveres de sus adversarios políticos. Ahora, convertido en parque nacional, y azotado por el control territorial de las pandillas, El Playón alberga a varias familas que han visto crecer a sus hijos dentro de este monumento natural de rocas, producto de las erupciones del volcán de san salvador en los años 1659 y 1917.

Marta es una mujer morena que camina entre las rocas volcánicas con su hija en brazos y un cántaro lleno de agua sobre su cabeza. La sonrisa le salta cuando ve que su marido viene a encontrarla en medio del camino de color negro, donde el calor es más sofocante por la ausencia de vegetación. El único aire que sopla es una bocanada de calor que reseca rapidamente la piel. Ellos viven en esta comunidad, Milagro de la Roca, porque no tienen otro lugar para ir.

Las familias que viven aquí no son damnificados de los terremotos que amenazan el valle de las hamacas; son danmificados del sistema, que no les presta atención para sacarlos de la pobreza en que viven a diario dentro de sus improvisadas casas. Sus vecinos del noroeste son los danmificados de los terremotos de 2001, asentados en la Villa Tzu Chi, donde prefieren no llegar por el control que los pandilleros fuertemente armados mantienen en el lugar.

La capacidad para adaptarse a condiciones adversas es la prueba de la que el arqueólogo y antropólogo Roberto Gallardo habla en una sala del Museo Nacional de Antropología “David J. Guzmán”, donde se ha montado un recorrido por el centenario de la erupción del volcán de San Salvador.  Gallardo, por supuesto, se refiere a los cambios sistemáticos que provocaron las erupciones del volcán de San Salvador hace cien años.

Vivir en las faldas de los volcanes es la normalidad en un país donde existen por lo menos 170 volcanes, de los cuales catorce permanecen activos y seis son monitoreados constantemente por el Ministerio de Medio Ambiente. El volcán de San Salvador es uno de estos gigantes activos, aunque ya hace cien años tuvo su última erupción.

El historiador salvadoreño Carlos Cañas Dinarte apunta que la erupción ocurrió a las 20:11 de ese jueves 7 de junio de 1917; antes habían ocurrido dos terremotos que causaron serios daños en la ciudad. La erupción y los tres terremotos (hubo un tercero tras la erupción) dañaron San Salvador y poblados como Armenia, Nejapa, Apopa, Suchitoto, entre otros. Hubo más de mil muertos y solo 200 de las 9,000 casas y comercios de la capital se mantuvieron sin daños, apunta también Cañas Dinarte.

Los volcanes de Santa Ana y San Miguel, con erupciones en 2005 y 2013, respectivamente, son la prueba más cercana que los riesgos en El Salvador son constantes.

 

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