“Lo hemos perdido todo”: una tormenta castigó a los pobres en medio de una pandemia

En medio de lo que el gobierno ha dicho que es el peor momento de la crisis por la pandemia COVID-19, la tormenta “Amanda” apareció para castigar a los más pobres. En unas pocas horas acabó con la vida de 15 personas.

Fotos FACTUM/Salvador Meléndez, Gerson Vichez y Gerson Nájera


Cuando doña Filomena Ramos despertó, el agua estaba a punto quitarle todo. Eran las seis de la mañana del domingo 31 de mayo y un estruendo, un sonido de algo metálico rasgándose cerca de ella, le terminó de quitar el sueño. El sonido era la corriente del río El Arenal, que había crecido en su caudal y le arrancaba las láminas de su casa.

Doña Filomena no había dormido bien toda la noche. Se había despertado varias veces en la madrugada. Los rugidos del río crecido sonaban furiosos. Habían pasado dieciséis horas de lluvia sin parar.

—¡Fue en un abrir y cerrar de ojos! A las tres que me levanté, para ir al baño, todo estaba bien bonito. Pero ya cuando acordé otra vez, el agua se había metido— dice doña Filomena, señalando un puño de latas retorcidas entre escombros, ropa y lodo regados frente a ella.

En medio de lo que el gobierno ha señalado como el peor momento de la crisis causada por la pandemia del coronavirus en El Salvador, cuando miles y miles están sin empleo y cuentan cada vez con menos que comer, una tormenta tropical de nombre dulce –“Amanda”– apareció y se ensañó con los más pobres. Les quitó todo. Todo. La cocina, las camas, la ropa, algún televisor, la comida… la casa. 

—¡Todo! ¡Todo! ¡Todito se lo llevó! ¡Hasta lo víveres que nos había mandado el presidente se los llevó la correntada! No nos quedó nadita—, dice doña Filomena frente a los restos de la que fue su casa, en la zona El Progreso I, uno de los 19 sectores en los que está dividida la comunidad Nuevo Israel, ubicada a las orillas del río El Arenal, en San Salvador. 

Así como el río dejó escombros donde antes había viviendas, también corrieron los relatos de los sobrevivientes. Una señora que tuvo que ser sacada por la ventana, luego de que su casa se inundara; una casa a la que le nació una cárcava que da a una fosa séptica de la que no sabían su existencia; una casa cuyo baño quedó descubierto al acantilado; un vecino que llevó sus cosas a la casa de otro esperando salvarlas, pero la otra casa también se inundó; un hombre que señala los cimientos de su casa en el aire; una casa con la puerta sellada y un cable echando chispas en su interior. Decenas de familias que en una madrugada lo perdieron todo, todo. Hasta la casa misma. Lo que pasó en las orillas de la quebrada que atraviesa la comunidad Nuevo Israel puede resumirse en dos palabras: Pérdida total.

A las 48 familias que habitan frente al río no les quedó nada.

Varias viviendas de la comunidad Nuevo Israel, en San Salvador, fueron destruídas por la corriente del río El Arenal durante la tormenta de la madrugada del 31 de mayo de 2020. Foto FACTUM/Salvador MELÉNDEZ.

Tras la tormenta de la noche del 30 y la madrugada del 31 de mayo, la comunidad Nuevo Israel era un concurso de miserias. Cada uno de los habitantes de la orilla de la quebrada enumeraba sus miserias a quien se le acercara, buscando en ellos, periodistas, líderes comunales, o quien fuera, algún atisbo de esperanza, como si cualquiera que se parara enfrente significara un poco de esperanza.

Decir que doña Filomena vive cerca del río suena a poco. Quizá sería más explícito decir que de las láminas que hacían las veces de pared de su casa al abismo había solo cinco metros. Esa distancia, según ella, es su maldición. Desde que llegó aquí, hace más de 40 años, no ha habido un solo invierno en que el río no crezca tanto que se le meta a la casa.

—Pero nunca había sido como esta vez—. Doña Filomena camina entre el lodo y los escombros, mientras sobre su cabeza se balancea un juguete de peluche en forma de estrellas que el capricho del río quiso dejar colgado en lo que quedó de su techo de lámina. Ella tiene 68 años de edad y 40 de vivir aquí. En su casa vivían ocho personas, tres niños, dos mujeres adultas, Filomena y dos de sus nietos. 

El agua del río El Arenal, intrusa como un ladrón, irrumpió en las casas de la comunidad Nuevo Israel, todavía con un poco de oscuridad de la noche, y se llevó sus cosas. 

Doña Marta, una habitante de El Progreso I que reside a un par de casas al lado de la de doña Filomena, barre el lodo del piso junto a su nuera y uno de sus nietos. La casa está vacía. En el centro de la sala solo ha quedado un ropero acostado lleno de lodo y restos de basura.

—¡Se llevó la cocina! ¡Se la llevó! ¡Se la llevó!— dice doña Marta, señalando el hueco vacío donde debería haber una cocina, al lado de un lavaplatos. 

—Pero, ¿cómo se la llevó?— pregunto. La casa de doña Marta está entera. No es de lámina sino de concreto. El río no le arrancó ninguna pared. Solo hay una salida hacia el lado de la quebrada: un hueco angosto donde antes hubo una puerta.

—¡Así mismo como se llevó el trastero y la ropa! ¡Así se la llevó!— contesta.

Las casas se inundaron tanto que el agua hizo flotar las cosas, y cuando el río buscó una salida, se llevó las cosas con ella. 

Cuando el agua del río sube y entra a la comunidad Nuevo Israel, trae mucha basura consigo. Solo gracias a esas hojitas, esos pedacitos de bolsa y esa arenilla, seis horas después de que el río bajó, puede apreciarse su rastro.

Una de las personas afectadas en la comunidad Nuevo Israel camina entre los escombros que dejó la tormenta en lo que antes era su vivienda. Foto FACTUM/Gerson Vichez.

Un nieto de doña Marta, Carlos, se para frente a una pared de unos tres metros de alto. Carlos es un joven grande, apenas tiene 21 años, pero mide casi metro ochenta de altura. Parado frente a la pared, Carlos levanta su brazo derecho y señala el borde de una sombra oscura pegada en la pared. “Hasta ahí llegó”, dice, y señala la sombra, a más de dos metros de altura.

Otra de las zonas afectadas de la comunidad Nuevo Israel es la llamada 10 de octubre. Queda apenas a unos metros de El Progreso I, pero está más expuesta al caudal del río por su elevación y porque el muro que los protege es aún más bajo. 

En esta calamidad, una ligera protección se ve como un lujo. Tanto es así, que los habitantes del sector 10 de octubre incluso ven a sus vecinos de El Progreso con recelo. 

—Allá lo bueno es que el muro es más alto. Están más protegidos— dice, entre lágrimas, Edelmira, una mujer de 35 años que vive en el sector 10 de octubre, al mismo tiempo que su esposo saca con una pala el lodo de su casa.

Edelmira llora. No puede evitarlo al ver todas sus cosas mojadas, llenas de lodo y arrastradas por la corriente. 

Un par de casas al lado de la de Edelmira, dos jóvenes levantan un techo de lámina con fuerza y colocan una vara de madera para sostenerlo. A unos pasos, al interior de la casa, otro hombre barre con fuerza el lodo y lo empuja hacia un hoyo en el centro de la sala. 

—Mire, se hizo una cárcava—, dice Rosa Campos. Dentro del hoyo al centro de la sala hay un gancho de colgar ropa y de su centro emana un hedor. —Yo creo que es una fosa de estiércol del que viene de las casas de arriba— dice. 

En esta comunidad, las casas de la orilla del río son las menos afortunadas. No solo viven con una amenaza latente cuando llueve mucho. Bajo sus pies también están las fosas sépticas donde caen todos los residuos de la comunidad. 

—No se pare muy fuerte porque aquí estamos en el aire—, me advierte Rosa cuando, sin querer pisé fuerte el piso de su patio. 

Pero la crecida no solo se ensañó con ellas. También a las familias que viven más arriba, en esa misma comunidad, les llenó la casa de lodo, les inundó y arruinó sus cosas. Les quitó lo que tenían.

—Yo estaba viendo desde aquí y bien vi cuando el río empezó a desbordar el muro. Entonces le dije al vecino que trajera sus cosas, que aquí en mi casa se las íbamos a guardar. Nunca me imaginé que iba a pasar del techo y también a nosotros se nos iba a mojar todo— dice Danilo Granados, señalando un puñado de escombros desde su ventana. Él es un hombre de 39 años que vive en la segunda fila de casas de esta comunidad, a unos 30 metros de distancia desde el muro que supuestamente protegía a la comunidad del caudal del río. 

Danilo, como muchos otros habitantes de la comunidad Nuevo Israel, llegó aquí después de otra tragedia: el terremoto que destruyó a buena parte de El Salvador en 1986. Llegó luego de perder su casa en San Miguel, una casa que habitó pocos años luego de que su familia huyera de la guerra que en aquellos años hacía tronar las balas y las bombas en Morazán, de donde Danilo era originario. 

Por dentro, la casa de Danilo no parece estar en medio de una comunidad empobrecida, a la orilla de una quebrada. Es totalmente blanca, tiene un televisor de 40 pulgadas y una refrigeradora de dos puertas. Es lo que durante años ha logrado hacer producto de su trabajo. En la pared que está pegada a la puerta tiene una pizarra pequeña con algunos apuntes de la clase de ciencias naturales. La pizarra está a unos dos metros de altura. 

—Hasta aquí llegó el agua, mirá— dice Danilo, y señala el rastro de arenilla y basura que evidencia el paso del agua del río El Arenal. 

Pero en medio de aquella miseria que estos momentos inunda a la Nuevo Israel, también hay algo de esperanza. El comité comunal hizo esa misma tarde una ollada de frijoles y otra de arroz, dos cartones de huevo y unos pescados para darle de comer a todos sus damnificados.

Nelson Ramírez, el presidente del comité sale de su casa junto a su esposa y muestran la comida aún caliente. Han repartido tamales y ahora hacen porciones en platos desechables para repartir. 

Más de treinta mujeres y niños fueron apiñados en lo que ellos llaman casa comunal, aunque decirle así suena a mucho porque en realidad, es una pequeña casa. En esa casa, las personas damnificadas se han olvidado de todo, incluso de las medidas de prevención de la COVID-19. A estas alturas, el problema ya no es infectarse de una gripe que se dice mortal y que tiene en jaque a las economías del mundo. Aquí lo único importante es sobrevivir.

Al final de la noche, luego de que el servicio meteorológico anunciara un leve cese a las lluvias, el presidente Nayib Bukele anunció una conferencia de prensa frente a esta comunidad. A las 8:00 de la noche, un equipo del Ministerio de Obras Públicas colocó unos reflectores gigantes que apuntaban a las casas destruidas a la orilla del río El Arenal. Montaron, entonces, un pequeño espacio, bajo la lluvia, para el presidente.

Frente a la comunidad Nuevo Israel, el mandatario reaccionó declarando una doble emergencia nacional. Además dio un mitin, un mitin en el que aprovechó —otra vez— para despotricar contra la Asamblea Legislativa y celebrar que “pronto ellos ya no estarán ahí”. Horas antes de cumplir su primer año a la cabeza del país, Bukele volvió a repetir su discurso tradicional y se ensañó con los diputados. Les dijo que “solo Dios los podía perdonar” por no dar dinero para ninguna de las dos emergencias, ni la de la COVID-19 ni la de la tormenta.

Bukele cerró su conferencia con una promesa. Dijo que 15 días después de que acabaran las lluvias, es decir, unas 72 horas después, empezaría a construir las 50 casas que fueron derrumbadas en la Nuevo Israel. El presidente cerró su primer año al mando del ejecutivo con una nueva promesa.

Justo al cierre de su primer año como presidente de la república, Nayib Bukele dio una conferencia de prensa frente a la comunidad Nuevo Israel. El encuentro con la prensa tuvo más tinte de mitin y sirvió además para que diera un donativo de víveres simbólico a los afectados de la comunidad, más la promesa de que reconstruirá sus casas. Foto FACTUM/Gerson Nájera.

El impacto de la tormenta tropical Amanda dejó estragos en buena parte del país. Al cierre de esta publicación, las autoridades habían confirmado un total de 15 fallecidos, 18 mil 622 familias afectadas y se había decretado alerta roja a nivel nacional.

La tarde del domingo 31 de mayo, Factum recorrió otras comunidades del país que también sufrieron. En la playa El Sunzal, en La Libertad, el centro escolar de la localidad abrió para acoger a 101 personas (40 familias). Esta revista constató que los albergados necesitaban colchonetas y sábanas para dormir, ya que en ese momento, a las 6 de la tarde, solo contaban con 20 colchonetas y no serían suficientes. La representante de la directiva comunal, a cargo del local, dijo que también necesitaban pámperes y pijamas.

En otro albergue liberteño, el Monte Sinaí, las familias desplazadas por las lluvias empezaron a reunirse desde el sábado por la noche. Beatriz es una de las personas que se habían quedado sin casa por la crecida del río Grande. En la corriente, dos árboles gigantes fueron a chocar contra el puente y taparon el paso del agua. El rebalse del agua llegó hasta las casas de las familias de los lotes 1 y 2 del cantón El Majahual, donde vivía Beatriz y las otras familias. El domingo por la tarde, un pick up rojo cargaba en su cama lo poco que les quedaba para llevárselo al albergue.

Beatriz quería llorar. Dijo que necesitaba ayuda, porque el río Grande le inundó su casa, y en medio de una cuarentena por la pandemia del coronavirus. Se sentía enferma, con algo de fiebre, y pedía medicinas en su lista de urgencias. En el Monte Sinaí, dijo, mientras miraba lo que quedaba de su casa, era difícil que le dieran algún remedio.


  • Con reportes de Fernando Romero y Gerson Vichez.

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1 Responses to ““Lo hemos perdido todo”: una tormenta castigó a los pobres en medio de una pandemia”

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