Llorar el hachazo con mascarilla y careta

Nunca fui más consciente del tiempo que estos últimos seis meses. Formal, como siempre, te fuiste un viernes, de madrugada. Ese día desperté minutos antes de las cinco de la mañana. Por alguna razón tenía el teléfono en la mano cuando recibí la peor llamada de mi vida: “Buenos días, ¿usted es Gerson Víchez? Su papá nos dejó su número para emergencias. Lamento informarle que falleció esta madrugada. Por el momento no puedo darle más información, pero más tarde un compañero se pondrá en contacto con usted”. Mi mundo se cayó. Estuve sentado a la orilla de la cama una media hora sin saber cómo reaccionar. De una manera u otra vivimos pensando que alguna vez tocará enterrar a nuestros padres. Pero nada nos prepara para el dolor que eso significa. Y menos en medio de una pandemia.

Escribo sobre vos queriendo abrazar a quienes pasaron por lo mismo. Perder a alguien por Covid-19 tiene muchas particularidades. Y escribo sobre vos porque me cuesta enfrentar que será la primera Navidad sin planear la ruta familiar, sin revisar tus turnos en el hospital para saber si es el 24 o el 31 el que tendrás libre. Y te voseo en esta carta que no leerás porque, aunque toda la vida te traté de usted, no pude redactarla así.

Te trataba de usted porque eras un modelo clásico de 1957. “Nací el año que murió Pedro Infante”, te gustaba decir. Y, claro, pocos intérpretes para vos significaban tanto. Cuando era niño distinguía los domingos del resto de días porque tomabas la guitarra y cantabas rancheras en la sala. Aunque las mañanas eran de The Beatles, para cantar preferías la música mexicana. “Echame la segunda”, me decías. Y a la fecha lo sigo haciendo. Pongo “Deja que salga la luna”, y, aunque generalmente lloro, la canto completa, como me la enseñaste. Y aún espero de recompensa que me cantés la del piojo y la pulga que se casan.

También fue durante mi infancia y junto a vos la primera vez que entré a un medio de comunicación. Llevabas una foto de tu papá, el abuelo del que no tengo ningún recuerdo, y la usabas para que te ayudaran a encontrarlo. Nunca apareció. No hablamos mucho sobre él. Sobreentendía que había sido una figura paterna bastante ausente. Pero nunca expresaste resentimiento hacia él. Quizá te lo guardabas, como hacías con casi todos tus problemas. Tanto que no pasan de tres las veces que te vi quebrarte. Encarnabas esa masculinidad de la vieja escuela: dura, hermética, pero a la vez protectora. Y con las pocas herramientas a tu alcance, rompiste el patrón heredado. Porque fuiste un gran padre, sin exentarte de errores. Porque ambos aprendimos juntos: yo a ser una persona funcional y vos a ser un padre. Y aprendiste bien, mis hermanas siempre hablan maravillas de vos.

“Fuimos un gran equipo”, eso me dijiste un día antes de tu partida. El último día que te visité en medio de esa pesadilla que todavía me cuesta rememorar. Porque duele. Porque cada hora no podíamos pensar más que en vos. Y cada acción requería una planificación pormenorizada. Bañarse, vestirse, protegerse, llegar, cumplir el protocolo, verte, darte ánimos, salir, desinfenctarse, dejar la ropa en la entrada, bañarse, etcétera. Así pasaron los días. Mi hermana Zulma y yo somos conscientes del privilegio de haberte podido acompañar esa semana. Entendemos que no era lo correcto, pero así fueron las cosas.

Verte morir por Covid-19 fue como verte marchitar a paso acelerado en una semana. Vos que nunca dejaste de hacer ejercicio, vos que a veces salías a correr a las cuatro de la madrugada, vos que nos diste el lujo de no pisar hospitales porque nos atendías en casa, vos estabas en cama por un virus que no terminabas de entender. Uno que quisiste enfrentar solo, inicialmente, pero que pronto entendiste que no era la manera adecuada. De un día a otro tu respiración cambió. “Siento un gran peso en el pecho”, decías.

De un día a otro mi mamá, mi hermana y yo aprendimos sobre saturación de oxígeno, oxímetros, inspirómetros, manómetros, mascarillas con reservorios y una gran lista de medidas y accesorios. Para junio la información sobre el tratamiento adecuado todavía era una discusión muy inacabada. A diario probaban y descartaban medicamentos. Jamás leí tanto sobre medicina como esos días. “Ya entendí esta mierda, cuando me recupere ya sabré cómo atender a la gente contagiada”, comentabas. Porque fuera de la enfermería, la vida no tenía mucho sentido para vos. Tanto que al inicio de la cuarentena discutimos, porque no quisiste dejar de ir a trabajar. Incluso decías que si en el hospital no te daban permiso por tu edad, te ofrecerías para cuidar a las personas que aislaran. Terco, así eras, y no había manera de hacerte cambiar de parecer.

Por eso crecí en medio de libros de medicina, porque entraste como ordenanza a un hospital y a los años saliste de este como ayudante de enfermería. Luego certificaste tu conocimiento empírico con la academia. Estudiaste mientras tenías dos trabajos y te graduaste con honores. Y después te hiciste experto en Unidad de Cuidados Intensivos (UCI), incluso fundaste una en uno de los tantos hospitales que te vieron pasar como profesional. También tenías un don para cuidar adultos mayores. Todavía conservo un libro de poemas que te regaló un señor hondureño cuya familia te contrató para que lo cuidaras. Ese señor, entre otras cosas, había sido poeta. “A mi hijo le gusta mucho leer”, le comentaste, y él me envió con vos su poemario. Y fuera de tu trabajo, nunca dudaste en compartir tu conocimiento. En estos meses he escuchado muchas historias de vos atendiendo a familiares, amigos y a veces hasta desconocidos. Nunca hablabas de más, a veces parecías tosco, pero siempre estabas dispuesto a ayudar.

El domingo que te ingresamos al hospital, perdimos a mi tía Toña. Cuando te conté, solo preguntaste: “¿Y fue por esta mierda?”. Asentí y guardaste silencio un rato. Luego dijiste: “No pude ayudarle a mi hermana”. Hablamos por última vez un día después del Día del Padre. Te conté que Amanda, mi prima, me había pasado muchas fotos que recordaba pero que no tenía. Eran en el Teleférico San Jacinto. Vos, mi mamá, mi primo Geova y Rafa, su papá. Las tomó mi tío Nelson. Te las mostré y quedamos de imprimirlas. Te hacía feliz saber que todo mundo estaba pendiente de vos. Que mis primos y mi tía Tita planeaban llevarte a comer al puerto, que con Beto ibas a cantar “Un puño de tierra”, de Antonio Aguilar. Hacías planes, pero a la vez aprovechabas cualquier momento de alivio para despedirte por llamadas, mensajes o notas de voz. Mensajes y notas de voz que ahora soy incapaz de leer o escuchar. Porque duele tu voz mancillada por el cansancio, duelen tus mensajes escritos con debilidad.

Cuando necesitaste otro tipo de cuidados y equipo, arreglaste, quién sabe con qué fuerzas, tu traslado. Me hablaste muy bien del director del hospital al que ibas. Hacías chistes a tus compañeros y compañeras de trabajo ese día. Cuando finalmente estuvo lista la ambulancia, sonreías en tu silla de ruedas. Las enfermeras te hicieron una especie de túnel para despedirte entre lágrimas. Cuando volteaste, me viste atrás con tus cosas y me dijiste: “Nos vemos pronto, hijo”. Llovía a cántaros. Todos los hospitales de la zona estaban llenos, por eso no encontré espacio en el parqueo y dejé el carro varias cuadras abajo. Pude caminar unos metros tras la ambulancia. Luego te dije adiós con la mano.

Esa noche fue la única vez de toda la semana que pude dormir. Tuve la suerte de hablar con el subdirector del hospital. Fue honesto, no me dio falsas esperanzas, pero me dejó claro que no podías ser atendido en un mejor lugar que ese. Mandé una nota de voz contando eso a toda la familia. Luego hice a un lado el móvil y busqué consuelo en los libros. En el estante me topé con “La horda”, de Vicente Blasco Ibáñez, y recordé que la devoraste en una semana cuando te la recomendé. Un poco más abajo estaba “A sangre fría”, de Capote, aún con el separador que dejaste poco después de la mitad. Nunca la terminaste. “No me gusta cómo escribe este”, recuerdo que dijiste al devolvérmelo.  A la par estaba la poesía completa de Jaime Sabines. Abrí el libro sin mucha esperanza de que fuese la selección correcta y al hojearlo llamó mi atención un poema que no recordaba: “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”. Ahí narra su propia pesadilla durante las últimas horas de vida de su padre, que murió de cáncer. Me atravesó. Lloré. Luego dormí.

Cuando finalmente recibí la llamada prometida con más datos sobre tu muerte, me dijeron que tenía 72 horas para recoger tu cadáver. Expliqué que había estado expuesto al visitarte, que mi mamá y mi hermana habían tenido el virus también, que no creía buena idea entrar a un hospital público así. Pero en medio de ese caos, poca ayuda podían ofrecerme. Pedí a Roxana, mi prima, que fuese a reconocer tu cuerpo. Luego el infierno de las llamadas y el WhatsApp para coordinar todo. Tuvimos básicamente dos opciones: o pagábamos un cementerio privado o te enterraban en un espacio habilitado para este tipo de casos y no podríamos despedirte. No entendía la lógica de eso. Luego, gracias a la ayuda de mi tía Tita, mi tía Cora y otras personas, pude coordinar que fueras enterrado en uno privado.

Al día siguiente fui por mi mamá y mi hermana. Luego llegamos al hospital donde estaba tu cuerpo y —pese a mis explicaciones— me tocó entrar para llenar los formularios. Después esperamos en el carro la salida de la ambulancia de la funeraria. Iba una patrulla policial, luego la ambulancia y después nosotros. A una velocidad demencial llegamos al cementerio. El escenario no podía ser más distópico. Decenas de agujeros recién abiertos, máquinas, personal con traje tipo astronautas. Tuvimos que quedarnos a mucha distancia del espacio donde serías enterrado. Tu ataúd estaba sellado, además, con una bóveda de cemento. Nosotros con mascarillas, caretas y desinfectantes. Y como no podían acompañarnos más familiares, tocó tomar fotos, hacer videollamadas, etcétera. Así, sin ceremonias ni acompañamiento y entre abrazos muy breves, te despedimos.

Cuando finalmente te enterraron, pusimos un pequeño arreglo de flores a un lado. Zulma, a quien un día antes le compartí el poema de Sabines, te leyó la primera parte de este entre lágrimas:

Déjame reposar,
aflojar los músculos del corazón
y poner a dormitar el alma
para poder hablar,
para poder recordar estos días,
los más largos del tiempo. 

Convalecemos de la angustia apenas
y estamos débiles, asustadizos,
despertando dos o tres veces de nuestro escaso sueño
para verte en la noche y saber que respiras.
Necesitamos despertar para estar más despiertos
en esta pesadilla llena de gentes y de ruidos. 

Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas,
por eso es que este hachazo nos sacude.
Nunca frente a tu muerte nos paramos
a pensar en la muerte,
ni te hemos visto nunca sino como la fuerza y la alegría.
No lo sabemos bien, pero de pronto llega
un incesante aviso,
una escapada espada de la boca de Dios
que cae y cae y cae lentamente.
Y he aquí que temblamos de miedo,
que nos ahoga el llanto contenido,
que nos aprieta la garganta el miedo.
Nos echamos a andar y no paramos
de andar jamás, después de medianoche,
en ese pasillo del sanatorio silencioso
donde hay una enfermera despierta de ángel.
Esperar que murieras era morir despacio,
estar goteando del tubo de la muerte,
morir poco, a pedazos.

 No ha habido hora más larga que cuando no dormías,
ni túnel más espeso de horror y de miseria
que el que llenaban tus lamentos,
tu pobre cuerpo herido.

Hace pocas semanas, sábado también, finalmente pudimos mover tu ataúd al espacio que será para toda la familia. Es justo debajo de un árbol, como seguro te hubiese gustado. Aún no hemos podido hacerte una ceremonia con toda tu familia para despedirte como se debe. Espero en estos meses la situación mejore y podamos llevarla a cabo.

Mentiría al decir que he asimilado todo lo que ocurrió. Cuando en la escuela leía sobre pestes que acababan con miles de personas, me parecía una realidad distante, algo que había quedado en el pasado. Ahora que cumplimos seis meses sin vos, todavía cuesta creer que no escucharemos más tu voz, que no veremos más tu sonrisa, que cuando visite a mamá no saldrás del cuarto a saludar.

Pero me dejaste más herramientas que las que vos tuviste para enfrentar esta vida. Tuvimos tiempo de perdonarnos y disfrutar del otro. Solo me faltó decirte dos palabras: te amo.


*Gerson Víchez es periodista de Cultura en Revista Factum.

Ilustraciones Factum/Alejandra Marroquín y Otto Meza

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