Jesuitas: sin tiempo para el miedo

“Mi labor, oficialmente, es [la de] rector de la universidad; una universidad que tiene muy claro lo que tiene que hacer. Y es que más que formar estudiantes, más que hacer investigación –aunque hace esas dos cosas–, lo que tiene que hacer es ponerse a resolver el problema inaceptable de la injusticia en este país, y en toda el área centroamericana…”

Estas declaraciones que Ignacio Ellacuría dio a la Televisión Española en 1987 dan cuenta de una voluntad férrea por cumplir un objetivo que en El Salvador de entonces no era bien vista por los sectores más conservadores y que no estaban comprometidos con nada más que la represión y la solución militar al grave problema al que hacía referencia Ellacuría; un problema al que tantas veces calificara junto a sus compañeros mártires como el “pecado estructural” de nuestra sociedad.

Los jesuitas asesinados hace treinta y dos años eran hombres de temple, académicos en toda regla, dedicados al apostolado de la docencia. Desde su concepción de universitarios, la investigación también era materia principal en la UCA: el estudio y comprensión de la realidad nacional, materia esta en la que, desde las más diversas áreas del pensamiento, debía impulsarse su transformación en beneficio de las mayorías populares. “La verdad nos hará libres”, dice el Evangelio. “Pero también nos hará veraces”, solía agregar Ellacuría, como uno de sus argumentos ante quienes abogaban por una separación entre religión y política; o entre labor académica y compromiso social.

Este compromiso con la verdad y por la verdad les llevó a pagar un alto precio. Su asesinato, la madrugada del 16 de noviembre de 1989, en plena ofensiva guerrillera, demostró ante los ojos del mundo que la Fuerza Armada no había alcanzado ni remotamente el profesionalismo que se suponía había logrado, tras casi una década de entrenamiento y apertrechamiento norteamericano. Los miltares, y en particular las unidades de élite, seguían comportándose con la misma saña que lo habían hecho en 1980 contra cuatro religiosas de la Orden de Maryknoll, violadas y asesinadas por miembros de la “Benemérita Guardia Nacional”, tras salir del Aeropuerto de Comalapa, el 2 de diciembre de aquel año. 1980 había iniciado con amenazas por televisión y luego ocurriría el asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero.

Entonces no existían ni remotamente los instrumentos internacionales que hoy, al menos a nivel formal, reconocen derechos para los defensores de derechos humanos. La jurisdicción internacional para defenderlos estaba en sus inicios, y a nivel interno, las instancias judiciales o del ministerio público eran una burla para los derechos de las víctimas. Sí, exactamente como hoy, solo que con prácticas más burdas y ocultas a la opinión pública, ya que las únicas redes sociales de entonces eran la correspondencia escrita, dos periódicos matutinos, dos vespertinos, y lo que pudiera saberse gracias a los corresponsales de la prensa internacional. No había más. 

El compromiso con la justicia era el denominador común de todas estas buenas gentes, pero los jesuitas también compartían un tesón por hacer las cosas bien, por vivir de acuerdo con los valores que propugnaban y por sostenerse ante las adversidades cotidianas con un cierto pragmatismo, previstas las consecuencias inevitables –o al menos posibles– que su misión iba a acarrearles. Vale la pena recordar que entre 1977 y 1980 fueron asesinados once sacerdotes, la mayoría por parte de escuadrones de la muerte, que como la “Unión Guerrera Blanca” anunciara el 21 de junio de 1977, procederían a: “la ejecución inmediata y sistemática de todos los jesuitas que quedan en el país”, a lo que respondió el provincial jesuita César Jerez, diciendo en una carta pública: “vamos a seguir fieles a nuestra misión y nos quedaremos aquí hasta cumplir con nuestro deber o que nos liquiden…”. Y lo cumplieron, tal como lo cuenta Teresa Whitfield en su libro.

Todos los jesuitas asesinados en la UCA, al igual que antes Monseñor Romero, el mismo Rutilio Grande o las Hermanas de Maryknoll, habían viajado y estudiado mucho; todos y todas tenían familia o contactos en el extranjero; todos y todas pudieron haber continuado su misión en países con mejores condiciones de vida, en paz y alejados de amenazas, atentados y secuestros; pero eligieron quedarse. Nadie alegó razones personales o familiares para dejar sus misiones, magisterio o apostolado; nadie adujo falta de condiciones institucionales, o la inconstitucionalidad de su persecución. Denunciaron la arbitrariedad y el abuso de la fuerza militar, pero no evadieron enfrentarse con esta por medio de la denuncia, de la palabra.

Traigo a cuenta este ejemplo valiente de los mártires cuando se cumplen más de tres décadas de su asesinato y cuando en El Salvador se viven otra vez las consecuencias de la falta de diálogo, de la polarización política y de la prepotencia gubernamental, encabezada por el Presidente de la República. Así ocurrió también  con los peores presidentes que gobernaron durante la guerra civil. Como entonces, Nayib Bukele ha dirigido sus ataques a la UCA, a algunos miembros de la Compañía de Jesús, y ha puesto en duda las heridas de la guerra, así como el valor intrínseco de los Acuerdos de Paz, producto de un diálogo por el que tanto trabajaron Ellacuría y sus hermanos. 

No puede obviarse que, por primera vez en la posguerra, este ha sido el año en el se vieron descabezadas instituciones clave para el mantenimiento y construcción de la democracia y el estado de derecho; ni que la separación de poderes y el control entre órganos estatales se ha convertido en una ilusión. Este es un año en el que la separación de un Fiscal General de la República y de la mayoría de los Magistrados de la Sala de lo Constitucional fue precedida por la renuncia de estos, intimidadados ante el ímpetu autoritario de Bukele y de sus uniformados, hábiles en romper cerraduras y sobrepasar límites constitucionales, confiados en la inmunidad que da el poder que ahora ejercen.

¿Se imaginan a Ellacuría renunciando a la Rectoría de la UCA cuando lo entrevistó la TVE en 1987? ¿O cuando le colocaban bombas a la imprenta universitaria? ¿O a Monseñor Romero quedándose en Roma o en Estocolmo al final de alguna de sus giras en las que denunciaba la barbarie en nuestro país? ¿O a la abogada Marianella García Villas refugiándose en España, país del que era originario su padre? Todos y todas optaron por sostener con coherencia la lucha que habían emprendido, y por la que pagaron con su vida su vocación de servicio al pueblo salvadoreño.

Los jesuitas de la UCA no tuvieron tiempo para el miedo. Su martirio, como el de tantas otras personas a las que hoy se recuerda, hizo posible la transición de la locura a la esperanza. Su ausencia por lo demás sigue siendo sentida, en el púlpito y en la cátedra, y se hace aún más evidente cuando a la arbitrariedad de unos se suma la cobardía de otros. Y es que en este tiempo de pandemia y de libertad tan precaria, el compromiso –pero también la valentía– son más necesarios que nunca. Porque el discurso público en favor de los derechos y libertades se sostiene en las buenas y en las malas con acciones, no con declaraciones vacías antes de cerrar la puerta y largarse, sin ni siquiera apagar la luz, como ocurrió en varios despachos la noche del primero de mayo.


*Roberto Burgos Viale es abogado y catedrático salvadoreño.

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