Recientemente se han colocado en la discusión pública casos puntuales de afectaciones ambientales en el territorio salvadoreño: la proliferación de cianobacterias en el Lago de Coatepeque y la declaración de emergencia; la pérdida manglar en la Bahía de Jiquilisco; los pozos secos por los que el presidente de la Administración Nacional de Acueductos y Alcantarillados (ANDA) pareció culpar a la crisis climática; el avistamiento de vida silvestre merodeando o pereciendo por proyectos de infraestructura con maleables permisos ambientales; hasta llegar al caso de la impune descarga de baldosas centenarias en el río Las Cañas. A esto se le suman abrasivas olas de calor que rompen toda marca anterior y que impulsan, principalmente, a tomar acciones individuales en busca de alivio. Esto es apenas una pequeña muestra de un territorio que ha sufrido una severa degradación de ecosistemas ocasionada por décadas de actividades económicas depredadoras y de alto impacto ambiental, cobijadas por marcos regulatorios deficientes e intereses tan políticamente fuertes como cortoplacistas; proyectos que consolidan un modelo económico no sustentable.
No es la crisis o emergencia climática la presunta culpable. Que no se mal interprete. Es claro que el contexto sí tiene que ver con este fenómeno antropogénico que determinará la vida de numerosas generaciones hacia adelante; pero se trata de una afirmación que además de «ignorante» puede señalarse de «perezosa» y hasta «conveniente». Digo que es «ignorante» porque no nos extraña que los funcionarios desconozcan las mínimas necesidades para sus responsabilidades; es «perezosa» porque no se asume el reto de identificar con honestidad las causas locales a la base de los problemas y trabajar por resolverlas; y es «conveniente» porque la crisis climática es un fenómeno de causa extrarregional que permite lavarse fácilmente las manos diciendo:
“Si no lo puedo detener, hay poco que hacer”.
Nada menos cierto.
Pareciera que el país y sus funcionarios se adhieren a esta relativamente vieja — y cuestionada— Curva Ambiental de Kuznets. Y digo «pareciera» porque me parece razonable dudar de que los funcionarios lean tales cosas, pero hace tres décadas dos economistas estadounidenses, Gene Grossman y Alan Krueger, publicaron un artículo en The Quaterly Journal of Economics sobre la relación entre el deterioro ambiental y el crecimiento económico, señalando una relación entre ambos que visualmente es como una U invertida: una fase inicial de deterioro ambiental seguida por un punto de inflexión marcado por un crecimiento económico; después del cual, este conduce a un menor deterioro ambiental y, eventualmente, a una mejora en las condiciones ambientales debido al florecimiento de actividades económicas menos dañinas o intensivas en recursos naturales.
Desde entonces —y desde diferentes perspectivas— han aparecido suficientes estudios que cuestionan a este planteamiento. Eso no evitó que los hallazgos de Grossman y Krueger permearan a todo nivel, reforzando el «PIB-centrismo», que está formado por el discurso político, las instituciones financieras y organismos multilaterales, buena parte de la academia y, con estos, el inconsciente ciudadano; para la consecuente relegación del ambiente, que queda soterrado bajo el peso de una sociedad hipnotizada por el velo monetario y los mercados.
Esta idea es fundacional del orden de prioridad usual de las cosas. Pone adelante al crecimiento económico como el camino para resolver los problemas ambientales. En ese sentido, si hay deterioro de los ecosistemas es porque se está transitando precisamente por el camino del crecimiento, mismo que luego se encargará de solventar el deterioro precedente. ¿Hay más deterioro? Bueno, hay que seguir creciendo para resolverlo. Se trata de un modelo miope, convencional, que olvida que la economía es un subsistema abierto dentro de un sistema más grande y básicamente cerrado: el planeta y sus ecosistemas; ese que da sustento material a las actividades económicas y ofrece sus servicios ambientales de sumidero y regeneración. También hay evidencia de cómo la huella ambiental de los países desarrollados —esos bonitos, limpios, respetuosos del ambiente y que alcanzan sus metas— en realidad se traslada a países en desarrollo con regulaciones ambientales menos rigurosas por la vía del comercio internacional.
No debe entenderse como que —debido a la crisis climática— nuestro país tenga que renunciar al crecimiento económico. No todavía. Las necesidades aún son apremiantes y numerosas, pero el problema es que el tipo de actividades en que se sustenta el crecimiento actual no parece encaminarse a resolver los aspectos fundamentales de la población: seguridad alimentaria, seguridad social y retiro digno, estabilidad laboral, vivienda asequible, servicios públicos de calidad, derecho a la ciudad y transporte eficiente, ambiente sano, confortable y recreativo, entre innumerables más. Tampoco parece aproximarse pronto al dudoso punto de inflexión en que el deterioro ambiental comienza a retroceder. A mis años, tengo la memoria llena de casos en que casi todo no hace más que empeorar. Me veo incapaz de ubicar siquiera algunos casos positivos: cerros pelones que se ponen más pelones; ríos sucios que se vuelven más sucios o se secan; cuencas amenazadas por el cambio de uso de suelo; especies amenazadas sin recuperarse; calidad del aire en deterioro; parques medianamente arborizados que mutan a planchas de cemento iluminadas; transporte público deficiente y transporte privado atascándolo todo; residenciales nuevas llenas de gramales sedientos, con solitarios arbolitos en arriates diminutos y muchas cocheras sobre cisternas acaparadoras.
¿Cuándo se crece? ¿Para quién se crece? ¿Cuánto tiempo más será ese tipo de crecimiento económico la principal apuesta de nuestro pequeño país, antes de que nos demos cuenta de que se está socavando las bases materiales y ecosistémicas que permiten contar con un territorio mínimamente habitable y seguro para la mayoría?
Es indispensable que las autoridades se tomen en serio las problemáticas y lideren las acciones correspondientes. Deben actualizar los marcos legales y normativos para su robustecimiento y correspondiente seguimiento; renovar, también, el impulso industrial desde la economía circular (cíclica) y el del empleo con actividades económicas redistributivas y regeneradoras por diseño (en la línea propuesta por Kate Raworth); crear instrumentos de políticas públicas efectivas e innovadoras, pasando por el empuje de una verdadera cultura ciudadana ambiental que se enfoque no solo en los residuos, las tortugas marinas, las mascotas, los bonitos jardines verticales de costoso mantenimiento o los Maquilishuat. Existen valiosos ejemplos de políticas públicas en el mundo para involucrar a la población en ejercicios de ciudadanía para el mejoramiento de sus entornos, casos ejemplares y distantes de los tan frecuentes —como fallidos— intentos de reforestación y campañas de limpieza que el país ejecuta.
La crisis climática representa un desafío gigantesco y sus consecuencias son innegables. No obstante, preocupa que los principales responsables de diseñar, ejecutar y analizar las políticas públicas aparezcan con afirmaciones tan poco robustas como sus anémicas acciones; incluso contradictorias, como si la administración no tuviera la probada fuerza política de hacer lo que quiere en otras esferas. Y no se trata, pues, de calcar el modelo violatorio de derechos humanos o procesos al tema ambiental para iniciar una atropellada persecución, sino de superar el nivel básico de análisis y punición para tomar las acciones necesarias y urgentes que cambien el modelo de desarrollo, con una planificación real y científicamente orientada a preservar y regenerar espacios; una planificación que responsabilice a la industria y promueva otro tipo de actividades orientadas al bienestar de baja intensidad material; que cuide y no persiga a las personas defensoras del ambiente; que impulse el sector financiero para el crédito a actividades transformadoras del entorno y no solo al consumo; que dialogue regionalmente las problemáticas de interés; que trascienda la idea del «PIB-centrismo» e integre a la población en ejercicios comunitarios sostenidos de cuidado del ambiente, lejos de las ideas vistosas pero carentes de sustancia y horizonte que terminan facilitando las condiciones para que los graves problemas ambientales solo empeoren.
No es [solo] a la crisis climática a la que debe sentarse hipotéticamente en el banquillo de los acusados, sino a la negligencia generalizada por detener lo que se hace mal y transformar verdaderamente las bases del desarrollo del país.
*Luis Vargas Claros es economista graduado por la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), de El Salvador; maestro en economía de los recursos naturales y desarrollo sustentable por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); y actualmente estudiante del doctorado en economía de la misma universidad. Trabaja temáticas de economía agrícola, medioambiente e insumo-producto.
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