«La inspección funciona sin cesar. La mirada está por doquier en movimiento: “Un cuerpo de milicia considerable, mandado por buenos oficiales y gentes de bien”, cuerpos de guardia en las puertas, en el ayuntamiento y en todas las secciones para que la obediencia del pueblo sea más rápida y la autoridad de los magistrados más absoluta»
– Michel Foucault, Vigilar y castigar, 1983.
Históricamente ha habido una inclinación mundial a la militarización y al empoderamiento de fuerzas policiales que promueve la creación de formas abiertas de represión. La protesta social se ha mostrado en una agenda conservadora de criminalización, a pesar de que se trata de un derecho humano que permite irrumpir en el espacio público para sacar a la luz injusticias, abusos de poder y exigir la rendición de cuentas.
Sirva de ejemplo el sitio web interactivo “Gas lacrimógeno: Investigación” de Amnistía Internacional –ganador del premio Webby para el mejor sitio web de activismo– que registra cómo el uso indebido de gas lacrimógeno, perdigones, cañones de agua y municiones reales ha ocasionado lesiones considerables en el cuerpo de las víctimas, pérdida de la vista e incluso muerte.
La documentación de acciones represivas de carácter abierto a la protesta social también ha sido documentada por el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) y analizada por Human Rights Watch, el PNUD o la fundación Carnegie Endowment for International Peace. Este tipo de represiones son parte sustancial de la agenda pública de instituciones y académicos que la estudian a profundidad para comprender mejor su funcionamiento.
Enfatizo que me refiero a la represión abierta, declarada; la que caracteriza a un Estado –autoritario o no–, pues tal y como analizó el sociólogo Max Weber, el Estado se fundamentará siempre por una naturaleza de violencia encuadrada en un marco institucional legal y legítimo para el control social. Al ejercerse frente a los ojos de todos, resulta inconveniente para la imagen estatal; como también para la imagen de una nación en proceso de reconstrucción; para la popularidad del líder; para el aparato comunicacional que muestra una nación de –aparente– prosperidad, seguridad y tranquilidad, y donde se vive día a día ese ideal llamado “libertad de expresión”.
Para seguir el script de una historia muy parecida a los cuentos de hadas se necesitan otras violencias, otras represiones, otras acciones ocultas, pero eficaces. Por eso, la represión abierta solo es la punta del iceberg. Entonces, ¿qué pasa con la represión que no es abierta o declarada? Un estado de vigilancia consciente y constante es lo que garantiza el funcionamiento del poder. De esa manera se controlan todos los actos en los diferentes contextos y situaciones. El espacio panóptico¹ funciona indistintamente para una cárcel o para una escuela, para una fábrica o para un hospital. ¿Por qué no funcionará también para una institución de gobierno y sus empleados públicos? O, por lo menos, eso argumenta el filósofo francés Michel Foucault cuando analiza el modelo panóptico de Jeremy Bentham.
La vigilancia se ejerce como mecanismo de represión, legal y legítimo, cuando proviene del Estado y éste se cuida de que, para que tenga el efecto deseado, sea oculto, dosificado y planeado minuciosamente. Se trabaja con los miedos de las personas, con su paz mental, con su tranquilidad; se trabaja cuidadosamente para que los demás no solo hagan lo que se desea, sino que operen como se quiere, con la rapidez que se anhela, con la eficacia que se determina: con disciplina, pero no la disciplina que nos da un orden en la cotidianidad, sino la disciplina que fabrica cuerpos sometidos, cuerpos “dóciles”, fácilmente manejables para seguir un proyecto político. Esa es la represión que no siempre está a la vista de todos, la que actúa en la intimidad. Una disciplina que permite “Ver, oír y callar”.
¿Por qué es posible el silencio de un empleado público cuando está padeciendo una serie de abusos psicológicos, amenazas e incertidumbres, en un entorno de “libertad de expresión”? Porque, como dice Foucault, el poder disciplinario tiene como función principal “enderezar conductas” y fabrica individuos obedientes que no entorpezcan, que no se amotinen, que callen. El éxito del poder disciplinario se da gracias a simples instrumentos: una mirada normalizadora y una vigilancia permanente que permitan calificar, clasificar y castigar; y que muestren, diferencien y sancionen al individuo que no se comporte como se quiere.
No todos son “nuevos autoritarismos”. Este tipo de represiones ocultas ya fue estudiado desde los años setenta, cuando el argentino Guillermo O´Donnell creó el término «Estado Burocrático-Autoritario» para analizar las dictaduras de Argentina, Chile, Uruguay y Brasil –en la debida proporción de la época–.
Por tanto, la disciplina, la vigilancia y la sanción son mecanismos de represión ocultos –pero necesarios– para que, como analiza el politólogo Oscar Oszlak, el nuevo régimen no tenga limitantes en su concepción política; para que pueda fortalecer sus bases sociales de apoyo; y para que garantice una estructura de poder dentro del aparato estatal, pues para hacer viable un proyecto político, se requiere –necesariamente– actuar y destruir una estructura burocrática preexistente.
Todo ello es una acción esperable, pero… ¿Es deseable? ¿Edificante? ¿Es necesaria para una mejor nación? Son interrogantes que deberá responderse a sí mismo cada lector.
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Foucault, M. (1983). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Siglo xxi.
O’Donnell, G. (2009). El estado burocrático-autoritario 1966-1973. Triunfos, derrotas y crisis. Buenos Aires: Prometeo.
Oszlak, O. (2006). Burocracia estatal: política y políticas públicas. postdata, (11), 11-56.
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*Alexia Ávalos es salvadoreña residente en México. Doctorante en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco bajo la línea de investigación “Comunicación y Política”. Maestra en Estudios de la Cultura y la Comunicación y especialista en Estudios de Opinión “Monitoreo de la agenda pública y medios de comunicación”.
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¹ El panóptico de Bentham es un modelo arquitectónico para prisiones diseñado a finales del siglo XVIII. Se trataba de un edificio circular con celdas y al centro una torre de vigilancia. El objetivo era crear un espacio de control interno y vigilancia que mirara continuamente al individuo. Los internos interiorizaban esa mirada para tener un buen comportamiento, y aunque después no hubiera nadie viéndolos, aún así permanecía la sensación de vigilancia. El filósofo francés, Michel Foucault, analizó que dicho modelo podía usarse como una tecnología política; es decir, el Estado como vigilante ejerciendo su poder sobre la sociedad.
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