Estado y democracia son pilares esenciales para el funcionamiento sinérgico de una sociedad justa e inclusiva. Las transformaciones por las que los sistemas políticos han transitado a lo largo de la historia se han concretado —no de manera espontánea, sino evolutiva en términos dialécticos— en la instauración gradual de regímenes democráticos, con diferentes matices.
Así, de un modo de producción predominantemente esclavista, con una superestructura jurídica política acorde a él, pasamos del binomio monarquía-iglesia a la instauración gradual del voto popular —la concepción “mínima” de democracia—, con la oportunidad para que ciudadanos y ciudadanas escojamos a nuestros representantes, funcionarios que idealmente deben estar al servicio del pueblo.
«La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado», afirma la valoración churchilliana de este régimen de gobierno. En ella se destaca la coexistencia de sus ventajas y desafíos. En particular, en los últimos años, el apoyo a la democracia como forma de gobierno, expresado por la ciudadanía en América Latina y el Caribe, ha reportado una importante reducción, según los datos del Barómetro de las Américas.
El Salvador no es la excepción. Un estudio reciente de Fundaungo muestra cómo la satisfacción de los salvadoreños y salvadoreñas con el funcionamiento de la democracia ha registrado, desde 2014, una tendencia decreciente. En particular, preocupa que son las personas jóvenes, la generación posguerra, quienes expresan una mayor insatisfacción con la democracia y una mayor propensión a simpatizar con esquemas autoritarios.
Los factores que explican los niveles decrecientes del apoyo y satisfacción con la democracia en El Salvador son una temática de estudio impostergable, debe ser abordada desde distintas disciplinas del conocimiento. Sin embargo, una hipótesis de partida —mas no la única— es que la democracia poco a poco ha dejado de ser una cuestión irrenunciable para un cierto grupo de personas en la medida en que somos testigos de los efectos de la “captura del Estado” por el que históricamente hemos transitado.
La captura del Estado se define como «el ejercicio de influencia abusiva por parte de élites económicas y políticas, para que las leyes y los gobiernos funcionen de acuerdo a sus intereses y prioridades, y en detrimento del interés general de la población». Desde esta perspectiva, es posible afirmar que el Estado salvadoreño se ha encontrado en una captura histórica que sufre constantes metamorfosis, según los contextos políticos y económicos nacionales y regionales. Si partimos del siglo XX, la historia nos muestra cómo distintos grupos de poder han utilizado el instrumental estatal con el fin de presentar sus intereses particulares como intereses generales; incluso, materializarlos a espaldas de la ciudadanía o sobre los límites de la ética y la legalidad.
La captura del Estado no es estática, evoluciona constantemente, se adapta a los proyectos políticos, económicos y sociales de una clase dominante. No necesariamente implica estar en el poder político, pero sí tener influencia directa en las decisiones de país.
En las categorías de Gramsci, basta con que una clase dominante ejerza su hegemonía mediante la instauración de un discurso político, social y cultural que logre adherirse al subconsciente de las personas y se convierta en una especie de sentido común. Ideas como que “el Estado es un mal administrador por naturaleza” o que “el mercado es un óptimo asignador de los recursos” son constructos que han permeado en el modo de pensar de muchas personas. Así, el control cultural y de la información se vuelve relevante para perpetuar la captura del Estado.
En los últimos años, la captura del Estado salvadoreño ha sido ejercida de manera explícita por dirigentes políticos o funcionarios de distinto nivel. Lo que no muta son sus objetivos: obtener réditos particulares extraordinarios de los recursos públicos o a expensas del bienestar común. Doy un par de ejemplos.
La captura del Estado se manifiesta cuando élites económicas y sectores particulares intervienen, de manera poco transparente, en la toma de decisiones públicas, que muchas veces se consolidaron en la expropiación de servicios públicos o recursos administrados por el Estado, bajo el paradigma de que la iniciativa empresarial es la única capaz de generar prosperidad económica: privatizar beneficios, socializar costos.
La captura del Estado ocurre cuando, en las decisiones públicas, se pone en un segundo plano el carácter técnico o científico y se imponen paradigmas meramente ideológicos. Poco fue el debate, por ejemplo, en torno a la primera reforma estructural del sistema de pensiones en 1996 cuando, pese a que algunos estudios actuariales demostraban en ese momento que un sistema mixto era más factible que un sistema de capitalización individual, fue el segundo el que terminó instaurándose en El Salvador.
Muchos pensarán que la captura del Estado es ejercida exclusivamente por élites externas a la función pública, que logran incidir y presionar a quienes mantienen el poder político o en quienes participan en la toma de decisiones. Sin embargo, también se ejerce desde sus entrañas, cuando líderes, electos mediante el voto popular, abusan de sus facultades como funcionarios o funcionarias para beneficios personales, para una élite económica o un proyecto ideológico. Apresar al Estado desde adentro es cómo se van minando las democracias en nuestros días.
Respecto a lo anterior, la corrupción es una situación muy ejemplificadora. Para ello, el lector o lectora tendrá en mente casos de expresidentes y funcionarios de alto nivel que han sido investigados e, incluso, declarados culpables, por el manejo indebido del erario o el abuso de sus funciones. También ocurre en esferas más cercanas a la ciudadanía, cuando distintos funcionarios solicitan sobornos para completar o agilizar funciones que corresponden a sus obligaciones. Este aspecto en específico ha minado la credibilidad de la función pública, que debería ser considerada un servicio a la sociedad, ejercido por el personal más capacitado.
Cuando un líder actúa en detrimento del Estado de Derecho; cuando asigna a personas con capacidad técnica cuestionable en puestos estratégicos de gobierno; cuando prefiere mantener a personas de alta confianza a su alrededor, subestimando la importancia de contar con asesoría técnica pertinente; cuando emite discursos de confrontación y muy distantes al diálogo y al consenso; cuando rechaza los aportes que academia y sociedad civil pueden efectuar; cuando utiliza el aparato estatal para acosar y silenciar a quienes critican o expresan desacuerdo; cuando se manejan fondos públicos con poca transparencia o rendición de cuentas oportuna; cuando se utilizan recursos estatales para la tergiversación de información; ahí hay captura del Estado.
La captura del Estado se convierte en un enajenador de la función pública, que termina enclaustrando a la democracia y contribuyendo a marcar la desigualdad generada por nuestro sistema económico excluyente y agotado.
Siempre resuenan las clásicas preguntas: ¿dónde estaba esta masa crítica de personas hace 30, 20 o 10 años? Como respuesta personal, tengo menos de 30 años, hace 20 años estaba en primer grado, y 10 años atrás era bachiller (sí, de ese grupo privilegiado de jóvenes que concluye la educación media en nuestro país). Soy parte de una generación posguerra que cree en la democracia, pero que también cree que debemos impulsar cambios desde abajo, para poder desentrañar el nudo gordiano que ha mantenido capturado al Estado y restado oportunidades de desarrollo a nuestro país. Les invito a que nos informemos, a que no seamos insensibles ante la desigualdad o la injusticia; y a que defendamos a nuestra joven democracia que posiblemente jamás terminará de madurar lo suficiente.
*Carlos Eduardo Argueta es licenciado en Economía y máster en Estadística Aplicada a la Investigación por la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA, El Salvador). Es investigador de temas relacionados con el mercado de trabajo, sistemas de pensiones, migración y retorno, opinión pública, entre otros temas económicos y sociales. Ha formado parte de equipos consultores en proyectos ejecutados para el PNUD, BID, OIT, OIM, entre otros. Actualmente es becario surplace 2020-2022 y estudia un Máster en Economía en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
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