Colombia, hija bastarda de la revolución

Las protestas que hasta el día de hoy se han desatado con fuerza en Colombia han paralizado el país, cercenado su ánimo y desabastecido los principales centros de suministro alimentario. Un país que más que ningún otro aprende las lecciones de la vida por la vía del padecimiento ha tenido que ver arruinada su fortuna y desalentado hasta sus cimientos el comercio para entender que los confinamientos van contra la economía; o lo que es lo mismo, contra la vida. A su favor se le imputa la salida de esta pesadilla en la que pocos ya creen sostenible. Sin embargo, la reforma tributaria impulsada por el gobierno Duque colmó el enfado del pueblo colombiano e hizo despejar el dolor acumulado de un año de miedos ajenos.

Colombia, así como todo el arco iberoamericano, asume como personales retos que le son ajenos, porque de su falta de madurez se destila la incapacidad para autogobernarse. No hará falta otro año para sufrir las secuelas que dejará su maltrecho cuerpo público. Una deuda galopante se vislumbra en la única salida al sostenimiento de un gasto público que desequilibrará la moneda y pondrá más inestabilidad a la incierta vida económica del pueblo. Los problemas solo tienen dos caminos: o se resuelven o se gestionan. Y Colombia parece decantarse por lo segundo. Hay que ser mucho más radical para que el verdadero cambio que se pregona en las marchas se propague con realismo. Esto no va de política, amigo, sino de colombianos.

Analicemos tres de las reclamaciones que los manifestantes han puesto voz para dar por concluidas las marchas. (1) una desigualdad económica y social galopante de la que se le responsabiliza por entero a la administración. Sin embargo, los estudios más recientes en el campo de la economía del desarrollo avanzan la imposibilidad de atajar la desigualdad cuando esta se ha hecho viciosa. El colombiano alienta sin saberlo la desigualdad cuando en su desconfianza cotidiana desatiende los intereses del vecino, fija sus amistades por sectores o ciñe sus pasiones en oposición a los de su comunidad. (2) cuando le reclama al gobierno el entero encargo de la creciente pobreza, olvida que el colombiano en su día a día trabaja mucho, pero trabaja mal. A su falta de creatividad se le une un impulso innovador atrofiado que pone sus alas a la altura de la línea de la pobreza. La sospecha con la que dispara a sus semejantes empobrece sus relaciones económicas y le imposibilita el encargo productivo entre los sectores más emprendedores. Se mueve dentro de las mismas tradiciones e instituciones que favorecen la imitación y desanima el riesgo y la diversificación productiva. (3) también se acusa a los cuerpos de seguridad del Estado en su despropósito por amedrentar las protestas, pero se olvida que esa violencia es resultado de la manera en la que el colombiano de a pie se llena de temeridad donde se impone la sana prudencia (irrespeto a las leyes de tráfico), y hace triunfar la cobardía allá donde se esperaría la gracia de la valentía (¡en mi hambre mando yo!). Tiene dañadas las coordenadas de los sentimientos, y las pasiones lo encaminan a un mundo donde la ineficiencia viene consagrada por la virtud.

Posdata: Colombia, o maduras o Maduro.


*Antonini de Jiménez es doctor en Economía por la Universidad Católica de Pereira, Colombia. Ha sido profesor universitario en Camboya, México y Colombia. @antoninidejimenez.

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