Una vez más, la tragedia por desastres naturales se hizo presente en nuestro país. Las tormentas Amanda y Cristóbal provocaron abundantes lluvias, derrumbes, inundaciones, ecosistemas dañados, ríos desbordados, hundimientos, daños en viviendas y vehículos y la muerte de muchos hermanos y hermanas salvadoreños. El caso más emblemático de esta situación fue el de siete integrantes de la familia Melara Salamanca en el municipio de Santo Tomás, que murieron sepultados en su vivienda por un derrumbe. Esta misma descripción puede ser reconstruida con ligeras variantes, de manera recurrente, en las épocas de invierno en El Salvador. La acción estatal a todo nivel, por tanto, ha sido sistemáticamente negligente y exhibe una falta de sensibilidad humana, social y económica. Las tragedias cuestan vidas, interacciones y dinero.
Una de las herramientas normativas que tenemos para hacer frente a situaciones de emergencia como las tormentas Amanda y Cristóbal o la pandemia de Covid-19 es la Ley de Protección Civil, Prevención y Mitigación de Desastres. Esta ley es del año 2005, contiene tres títulos y 51 artículos. El título II es el principal y más extenso, ya que abarca más del 80 por ciento de la ley y regula en clave organizativo-funcional el Sistema Nacional de Protección Civil, es decir, el conjunto de organismos públicos y privados de protección, su integración y funciones. La recurrencia de eventos de desastres con pérdida de vidas humanas, a 15 años de la ley, debería ser un indicador de su obsolescencia y de ineficacia preventiva. En efecto, el nombre y objeto de la ley aluden a la dimensión preventiva de un desastre natural o antrópico. Sin embargo, al leer todo su contenido, vemos que está concebida a partir de la idea de un desastre ya ocurrido, no de un desastre por ocurrir.
Las seis finalidades de la ley enunciadas en el artículo 2 y que son objeto de regulación en la misma nos dejan claro que se trata de una ley orgánico-funcional que deja en la orfandad regulativa las cuatro fases de todo desastre (preparación, atención, rehabilitación y reconstrucción) y principalmente la fase de preparación. La regulación de medidas de preparación que constituyen la esencia de una adecuada prevención no aparece por ningún lado en el texto legal. La ley tampoco incorpora un mecanismo para evaluar su propia eficacia a partir de las experiencias de emergencias ya ocurridas. Esto último es de suma relevancia para no continuar repitiendo las mismas experiencias trágicas.
Por otro lado, la ley contiene una concentración de funciones en dos instancias que no tienen relación inmediata con las comunidades. En efecto, contempla cuatro tipos de comisiones de protección como son la Comisión Nacional, Comisión Departamental, Comisión Municipal y Comisión Comunal. Además, la Dirección General de Protección Civil, Prevención y Mitigación de Desastres. En el plano cuantitativo, la Comisión Nacional contiene once funciones, cuatro la departamental, cuatro la municipal y dos la comunal. La dirección general tiene doce funciones. En el plano cualitativo, las funciones de las comisiones municipales y departamentales son para diseñar planes, coordinar, fiscalizar y hacer evaluación de daños y necesidades. Esta última, al parecer, ante un evento ya acaecido. No se contemplan auténticas medidas de prevención ejecutadas motu proprio y sujetas a control posterior tanto en fase de preparación como en la fase de impacto. La ley debería contener regulaciones sobre medidas como inspecciones de viviendas, inventarios de viviendas en vulnerabilidad extrema, auxilio de profesionales, uso de la coerción, relocalización temporal de familias, relocalización de comunidades, asignación de albergues y otras.
Finalmente, es necesario señalar la necesidad de mejorar el sistema de alertas y la declaratoria de emergencia nacional del artículo 24. Esta última ha dado lugar a discusiones de gran calado político en los días recientes, girando la discusión en torno a la validez de una declaratoria de emergencia presidencial ante la falta de una declaratoria legislativa, cuando la norma autoriza a ambos órganos de gobierno a declarar la emergencia, pero frente a supuestos distintos. Por tanto, lo relevante no es quién puede o no hacerlo, sino los alcances y límites de la declaratoria, que no están del todo definidos, sobre todo en lo relativo al uso de fondos públicos y de su control antes, durante y después del evento de desastre. Los abogados y la academia debemos pensar un derecho para situaciones de emergencia que no está desarrollado, teniendo en cuenta nuestras numerosas experiencias de desastres y también nuestras numerosas vulnerabilidades.
*Samuel Aliven Lizama es licenciado en Ciencias Jurídicas por la Universidad de El Salvador. Tiene una maestría en Derecho Penal Constitucional por la Universidad José Simeón Cañas, “UCA”. Egresado de Maestría en Estudios Judiciales ESEN-UJMD-UNICAES. Postgrado de Especialización en Protección Jurídica del Medio Ambiente, Ordenación del Territorio y Patrimonio Histórico de la Universidad de Castilla La Mancha, España. Magistrado presidente de la Cámara Ambiental de San Salvador.
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