El asesinato de seis sacerdotes jesuitas y dos empleadas en el campus de la UCA de San Salvador fue la última gran masacre de la guerra civil salvadoreña (1980-1992), pero fue también el primer gran acto de encubrimiento criminal del Estado en la posguerra. Las formas aprendidas y ejecutadas por investigadores, jueces, fiscales, políticos y presidentes para ocultar la verdad sobre los autores intelectuales se convirtieron en hilo conductor de la justicia nacional hasta la fecha. Son los mismos vicios y los mismos protagonistas.
La plaza de Santa Ana, en Madrid, está llena de gente. Corre agosto de 2010. Entre los veraneantes que suelen poblar la capital española en estas fechas, sentados en una mesa diminuta de una de las tantas terrazas que abarrotan la plaza, conversan dos hombres, un funcionario español y otro salvadoreño. El tema: el Caso Jesuitas y el juicio abierto en el juzgado sexto de instrucción de la Audiencia Nacional, presidido por el juez Eloy Velasco.
El funcionario salvadoreño, a quien aquí llamaremos Aníbal, es uno de varios de la administración del presidente Mauricio Funes que se reunieron entre 2010 y 2012 con homólogos españoles y con potenciales testigos como parte de una empresa secreta de colaboración entre Madrid y San Salvador para avanzar las investigaciones del juez Velasco. Tres personas relacionadas al caso en Madrid, dos exfuncionarios del gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero y otros dos de la administración Funes confirmaron los detalles sobre el contenido de las reuniones. Todos hablaron con condición de anonimato por no estar autorizados o por tener impedimentos legales para hacerlo con sus nombres.
Aquella tarde de agosto en la plaza Santa Ana, Aníbal trasladaba un mensaje a su contraparte, un funcionario de La Moncloa. La administración Funes ponía a disposición de la justicia española, de forma oficiosa y discreta, la información que fuese necesaria para ayudar a las investigaciones de los abogados querellantes. El interlocutor de Aníbal recibió el mensaje y se ofreció a trasladarlo a sus jefes en la Casa de Gobierno. Ambos apuraron el café antes de despedirse.
Días antes otros funcionarios salvadoreños se habían reunido en Madrid con empleados del Ministerio de Relaciones Exteriores y de la Fiscalía española, de forma informal, para trasladar mensajes similares.
En una de esas reuniones, realizada también en el verano de 2010 en las oficinas de un titular de Exteriores, un salvadoreño recibió, de su contraparte española, la confirmación de que emisarios de los gobiernos de ARENA, desde Alfredo Cristiani hasta Antonio Saca, habían llegado a Madrid con análisis jurídicos, negociadores de los Acuerdos de Paz y argumentos políticos para dejar claro a sus interlocutores españoles que, hasta ese día, la posición de San Salvador había sido echar tierra al asunto. La mayoría de los mensajes que habían trasladado los salvadoreños, según coinciden dos fuentes que conocieron de esa reunión en 2010, iban encaminados a proteger al presidente Cristiani de una eventual acusación en Madrid.
En noviembre de este año, en San Salvador, Almudena Bernabéu, una de las querellantes en el caso abierto en Madrid, confirmó que a ella un funcionario español le había contado lo mismo que dijo a los enviados salvaoreños en 2010.
“Ellos se desplazaron a España para hablar con miembros del Gobierno, que en aquel momento era del Partido Socialista, y hablaron con la secretaría de Estado para Latinoamérica. Ahí estaba un viejo amigo, un diplomático importante español, una persona ecuánime, muy decente, que consideró que era importante que yo supiera que estas personas se habían presentado en su despacho para decirle que por favor pusiera presión en la Audiencia Nacional para que no se dictara auto de procesamiento contra el expresidente Alfredo Cristiani, a quien yo había señalado en mi querella original por encubrimiento. Este caballero, este diplomático español, miembro del gobierno en aquel momento, estaba absolutamente anonadado, estupefacto de que en el año 2009 o 2010 seres humanos que se consideran sofisticados, expresidentes, que van por el mundo de ejemplo de democracia, creyeran que se puede ir a España a decirle a un miembro del Ejecutivo que por favor interfiera en el poder Judicial, que fundamentalmente es lo que le dijeron”, dijo Bernabeu al periódico salvadoreño El Faro poco antes de la conmemoración del 25 aniversario de la masacre.
Aquellas misiones fueron una muestra de los esfuerzos oficiales del Estado salvadoreño por obstaculizar la investigaciones sobre la masacre. Ha sido, en realidad, un esfuerzo continuado, que empezó en 1989 y que dura hasta 2014. En el camino, las instituciones salvadoreñas, las viejas y las nuevas que nacieron con los Acuerdos de Paz, se especializaron en hacer eso para lo que se graduaron con honores gracias al caso Jesuitas: encubrir.
El fin del principio
El coronel Manuel Antonio Rivas Mejía salió sin gloria de su cargo como jefe de la Comisión Investigadora de Hechos Delictivos (CIHD) a principios de junio de 1990. Sin gloria y con escándalo. Sus propios jefes en el Ministerio de Justicia lo acusaban de corrupción, de apropiarse en forma indebida de fondos de la Policía.
Después de ser uno de los oficiales favoritos de la embajada de Estados Unidos en El Salvador, parecía que la carrera del coronel estaba por terminar, pero no fue así: los mecanismos que los estadounidenses y el propio presidente Cristiani habían usado para proteger a este militar, el oficial a cargo de investigar la masacre de la UCA, valdrían, incluso, para que Rivas fuera ascendido a subdirector de la Policía Nacional y estuviese a un paso de dirigir la nueva Policía Nacional Civil, creada en 1992 con la firma de los Acuerdos de Paz.
El 8 de junio de 1990, la oficina de la Agencia Central de Inteligencia (CIA en inglés) en San Salvador envió a su sede en Langley, Virginia, el cable secreto 080839z. En uno de los incisos, el memo se refiere a la situación de Rivas Mejía: “La renuncia de Rivas se debe a que él se va frustrado. Las acusaciones sobre mal manejo de fondos de la unidad especial investigadora (los estadounidenses se referían a la CIHD como Special Investigative Unit) fueron la última gota…”
Más adelante, los agentes de la CIA escriben algo que el coronel nunca diría en público, pero que sí repitió más de una vez a sus contrapartes estadounidenses: “Rivas se ha quejado de que todos los esfuerzos por obtener cooperación de la Fuerza Armada en su investigación de los asesinatos de los Jesuitas fueron frustrados constantemente por el Estado Mayor”.
En ese y otros cables, la Embajada defendió a Rivas sin aspavientos.
Ya en 1991, un año después de su renuncia a la CIHD, el coronel era subdirector de la Policía Nacional, nombrado ahí por el presidente Cristiani. Desde ese puesto, Rivas Mejía fue uno de los primeros oficiales del Ejército salvadoreño que tuvo relación con la avanzada de Naciones Unidas que llegó a San Salvador en el marco de las negociaciones de paz entre el Gobierno y la guerrilla del FMLN. El coronel no se llevaba bien con los extranjeros.
En agosto de 1991, la Policía Nacional desalojó unas viviendas en la colonia Zacamil, al norte de San Salvador. Enviados de la ONU dijeron que se trataba de una violación a los derechos humanos de los habitantes. Sin dilación alguna, la embajada de Estados Unidos informó a Washington del incidente; su fuente: el coronel. “El subdirector de la Policía le dijo al oficial político que ha oído que la ONU tratará el tema como un tema de derechos humanos… tras años de ver los derechos humanos manipulados por motivos políticos, muchos salvadoreños están preocupados de que la ONU siga ese patrón…”
Y así, entre diciembre de 1989, tras los asesinatos en la UCA, y junio de 1990, cuando renunció a la CIHD, las referencias a Rivas Mejía en las comunicaciones desde la Embajada hacia la CIA, el Pentágono o el Departamento de Estado en Washington hablan de un oficial correcto, enfrentado al poderoso Estado Mayor del Ejército salvadoreño en la utópica misión de resolver el caso Jesuitas. Pero esa es solo una parte de la historia. Una versión. Cables anteriores a la masacre de la UCA dibujan otro panorama.
Un año antes de los asesinatos de los jesuitas y sus colaboradores, en 1988, el Departamento de Estado había resumido en un párrafo los problemas que la CIHD enfrentaba a la hora de investigar al Ejército. “El problema es que la unidad está compuesta por militares y oficiales de policía graduados de la academia militar. Ellos, como la oficina del fiscal general, no afrontan casos en los que tengan que ver sus superiores”, dice el reporte.
Los hechos que hoy conocemos indican que el coronel Rivas Mejía fue mucho más que una víctima del acoso del alto mando o un oficial abnegado que no pudo encontrar la verdad sobre el caso porque sus superiores se lo impidieron. No. El coronel fue parte activa del encubrimiento.
Entre todas las historias de encubrimiento que existen en el catálogo que las autoridades salvadoreñas perfeccionaron con el caso Jesuitas destaca la de este coronel, un militar escogido por el gobierno de Ronald Reagan, a mediados de los 80, para dirigir la CIHD, una unidad con que Estados Unidos pretendía dar un giro más profesional a un Ejército muy cuestionado en Washington por constantes violaciones a los derechos humanos.
En 1989, tres semanas de ocurrida la masacre en la UCA, el embajador estadounidense en San Salvador, William Walker, elogiaba la labor de la unidad que dirigía Rivas Mejía. Agentes de la CIA destacados en San Salvador hacían algo similar.
En un largo memo que envió al Departamento de Estado el 12 de diciembre, Walker informa sobre la eficiencia de la CIHD, que a esas alturas ya había entrevistado a miembros de “todas” las unidades militares desplegadas en los perímetros de seguridad que el Ejército montó en torno al campus universitario varias horas antes de que una unidad del Batallón Atlacatl entrara a matar a los jesuitas.
Esas entrevistas, sin embargo, servirían de poco. El mismo día en que Walker elogiaba la eficiencia de Rivas Mejía, agentes de la CIA en San Salvador enviaban un despacho a su base en Langley, Virginia, en el que ya se perfilan los argumentos del encubrimiento. “Creemos que los oficiales militares (entrevistados por la CIHD) dicen la verdad y (sus testimonios) no serán útiles para la investigación. El SIU (como los estadounidenses llamaban a la unidad dirigida por Rivas Mejía)… concluyó que no hay evidencia de que alguno (de los militares posicionados cerca de la UCA) aquella noche hayan estado involucrados”, dice el cable secreto 101711z.
Es decir, solo 26 días después de la masacre, ya la CIA y la CIHD, según el cable de la CIA, habían concluido, basados en entrevistas a algunos de las varias decenas de militares desplegados alrededor de la universidad la noche del 15 de noviembre de 1989, que ninguno estaba involucrado en la masacre y que ninguno podía aportar pistas de lo que había ocurrido la madrugada del 16.
La misma CIA se contradijo nueve meses después. En otro cable secreto enviado a Langley el 9 de agosto de 1990, agentes en San Salvador informaban sobre cuatro oficiales que podían tener información sobre los asesinatos porque habían estado en las instalaciones de la Escuela Militar o en el perímetro de la universidad aquella noche, según el memo 091550z. La CIHD no entrevistó a ninguno. Uno de ellos, el entonces capitán Julio García Oliva, llegó a ser agregado militar en Washington en 2009.
En 1993, Martha Doggett, investigadora independiente, se refirió a estas investigaciones del CIHD como el “mito del buen trabajo policial” en su libro Una muerte anunciada, el informe más completo escrito hasta la fecha sobre la masacre de la UCA y el encubrimiento posterior.
“El objetivo de la CIHD era controlar el daño, más preocupados como estaban en ocultar la complicidad de otros militares de alta graduación que en establecer la verdad… En julio de 1990 el presidente de la Corte Suprema de Justicia dijo que no desechaba la posibilidad de que Rivas tuviera que enfrentarse a acusaciones por su conducta durante la investigación policial”, escribe Doggett en su libro.
Rivas Mejía, de hecho, fue uno de los primeros en enterarse de que la orden final de matar a los jesuitas había llegado de otro coronel, Carlos Guillermo Benavides, a la postre enjuiciado, condenado y amnistiado como único autor intelectual de la masacre. Sin embargo, esa confesión directa, hecha al jefe investigador, no fue parte del expediente judicial hasta que un militar estadounidense, el mayor Eric Buckland, refirió esa conversación a uno de sus superiores; y hasta que la fuerza de tarea legislativa del Congreso estadounidense, presidida por el congresista Joe Moakley, desempolvó las declaraciones de Buckland del ostracismo en el que esos superiores pretendieron sumirlas.
Y Rivas Mejía fue, además, encargado de intimidar, con la anuencia de Estados Unidos y del Buró Federal de Investigaciones (FBI en inglés) a Lucía Barrera de Cerna, la única testigo ocular salvadoreña de la masacre.
Dos semanas después de los asesinatos, Rivas Mejía viajó hasta Miami, donde el FBI había retenido ilegalmente a Barrera y a su esposo Jorge Cerna para acosarlos hasta lograr que ella se retractara del testimonio que había dado en San Salvador, según el cual habían sido soldados uniformados quienes mataron a los religiosos.
En Miami, Rivas Mejía se hizo pasar como médico para ganarse la confianza de los Cerna. Durante una semana intimidó a Lucía y a su esposo; a ella la llamó prostituta, comunista, traidora; a él le dijo cobarde y lo amenazó con golpearlo.
Ahí donde todo empieza y no ha terminado
El 15 de marzo de 1993, la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas, creada como parte del Acuerdo de Paz que había puesto fin a la guerra civil salvadoreña el 16 de enero de 1992, consignó que el coronel Manuel Rivas Mejía Mejía era responsable de encubrimiento en el caso Jesuitas. Eso fue, al decir del peruano Gino Costa, enviado por Naciones Unidas a El Salvador en 1992 para supervisar la formación y despliegue de la policía civil -que sustituiría a los cuerpos de seguridad militares que se habían encargado de la seguridad interna en el país desde principios del siglo XX-, lo único que impidió a la administración Cristiani nombrar al coronel como primer director de esa nueva policía. (El autor ha intentado entrevistar a Mejía desde 2012 para hablar sobre su rol en la masacre y en la formación de la PNC, pero no ha sido posible).
Rivas Mejía no fue director, pero varios de los oficiales a los que él entrenó llegaron sin problemas a las unidades herederas de la CIHD en la PNC, la División de Investigación Criminal (DIC) y la División Especializada contra el Crimen Organizado (DECO). En junio de 1994, uno de sus subalternos, el teniente José Rafael Coreas Orellana, se vio involucrado en el asalto armado a una sucursal bancaria en el centro de San Salvador. El abogado que defendió a Coreas, y que logró que un juez lo liberara luego de impedir que sirviera como prueba un vídeo de la televisión local que mostraba al teniente en pleno asalto, se llama Manuel Chacón. En 2012, Chacón era asesor del Ministro de Seguridad, el general David Munguía Payés. En agosto de 2011, el general Munguía Payés negoció con el presidente Mauricio Funes para proteger a nueve miembros del alto mando salvadoreño que, según la acusación introducida en la Audiencia Nacional de España, participaron en la planificación de los asesinatos de los jesuitas; ese mes, el juez Eloy Velasco, titular del Juzgado Sexto de la Audiencia que lleva la causa abierta por la masacre de la UCA, envió a Interpol órdenes internacionales de arresto contra esos militares, que no se hicieron efectivas en El Salvador gracias, en parte, a la intervención de Munguía Payés, según han confirmado miembros de la administración Funes. El círculo de protección creado por el Estado salvadoreño en este caso, que ha incluido a funcionarios de todos los niveles, sigue sin cerrarse.
En esta historia de impunidad, la Fiscalía General de la República también es protagonista. Encargados por Constitución de ejercer el monopolio de la acción penal, los siete abogados que han pasado por el despacho de fiscal general desde aquel 16 de noviembre han hecho poco o nada por avanzar las investigaciones contra los autores intelectuales de la masacre. No lo hicieron en 2000, cuando la UCA pidió reabrir el caso. No lo habían hecho en 1990 y 1991, cuando en lugar de apoyar a los dos fiscales específicos que llevaron la acusación contra 10 militares -incluido Benavides- juzgados en El Salvador, los empujaron a renunciar.
Ya el 18 de diciembre de 1989, a un mes de la masacre, mientras el Departamento de Estado y agentes de la CIA en San Salvador cruzaban cables que elogiaban el “buen trabajo policial”, otro informe de coyuntura sobre el sistema judicial salvadoreño, elaborado a propósito de la investigación del caso, profetizaba sobre las limitantes del Ministerio Público, de la policía y de las cortes. Lo que ahí dice bien podría haberse escrito en 1990, en 2000 o en 2014.
“El sistema de investigación criminal salvadoreño sigue siendo la más débil y menos desarrollada de las instituciones democráticas… Los cuerpos de investigación criminal son incapaces de producir evidencia física suficiente y aceptable para satisfacer los requerimientos procesales en los tribunales… Creemos que estos investigadores solo proporcionarán información parcial e incompleta si hay oficiales de alto rango implicados… Y son las élites políticas y económicas las que controlan la judicatura en El Salvador”, concluye el memo de la CIA de 1989. El texto es parte de un análisis pedido por el Deparamento de Estado que presidía entonces James Baker, el jefe de la diplomacia de George W. Bush.
Más cables introducen otro de los elementos que han marcado muchas de las investigaciones de ese sistema de justicia al que la CIA llamaba “la más débil de las instituciones democráticas”: la fabricación de falsos testimonios.
El 15 de diciembre de 1989, el embajador Walker desayunó con el presidente Cristiani para discutir los avances en la investigación de la masacre. Ahí, el mandatario habló de un testigo repentino, “encontrado” en una cárcel del país, en Sonsonate, quien aseguraba tener pruebas de que el FMLN planificaba matar a Ellacuría desde 1985. El presidente ofreció mandar a miembros de su guardia presidencial a la cárcel para que apoyaran a la CIHD en la entrevista al potencial testigo, que nunca apareció.
En el encuentro, el presidente también informó a Walker que, según el fiscal general de entonces, el Arzobispo de San Salvador, Arturo Rivera y Damas, y la jefa de su oficina de socorro jurídico, María Julia Hernández, habían “contaminado la escena del crimen”.
Ni el testigo de la cárcel sonsonateca. Ni las acusaciones contra el Arzobispado. Los “indicios” que el presidente ofreció a Estados Unidos cuando ya en Washington el mismo secretario de Estado había escrito a la CIA para orientar la investigación al Ejército de El Salvador, no pasaron de ser pistas falsas, según confirma hoy un detective español que siguió de cerca los eventos de aquellos días. De hecho, el supuesto testigo sonsonateco nunca volvió a ser mencionado.
Testigos acosados. Testigos inventados. Incapacidad o displicencia para producir evidencia física. Y, de ser necesario, buscar chivos expiatorios para realizar el “control de daños” del que hablaba la investigadora Martha Doggett en 1993: “Aunque hay casos ocasionales en que oficiales de bajo rango son procesados penalmente, es usual que los oficiales de alto rango se muevan rápidamente, actuando como cuerpo, para proteger a sus colegas… Ningún oficial de alto rango ha sido condenado en años recientes, aunque haya clara evidencia de su participación (en delitos)”, concluye el análisis de la CIA de 1989.
Poco ha cambiado: en 22 años de existencia, ningún oficial de alto rango de la Policía Nacional Civil, cuyo cuerpo de detectives empezó con varios subalternos del coronel Rivas Mejía, ha sido condenado, siquiera juzgado, por delitos graves. Varios de ellos -un director, tres subdirectores, cuatro jefes de la División Antinarcotráfico, tres jefes de la DIC y varios asesores- han sido señalados en expedientes administrativos por delitos como obstrucción de justicia, complicidad con narcotraficantes, falsificación de evidencias, homicidios, amenazas y acoso sexual.
Y ninguno de los miembros del alto mando del ejército salvadoreño que ordenó los asesinatos de la UCA había sido nombrado en un expediente de investigación criminal. Hasta 2008, cuando el juzgado español abrió su investigación por asesinato, crímenes de lesa humanidad y terrorismo de Estado.
La ventana abierta
El exembajador William Walker voló a San Salvador el 15 de noviembre. Habían pasado 25 años desde la masacre. Hoy, 16 de noviembre de 2014, está sentado en el auditorio Segundo Montes de la UCA, nombrado así en honor a uno de los sacerdotes asesinados. Espera, junto a varias decenas de religiosos estadounidense, abogados, familiares de los sacerdotes, las autoridades actuales de la universidad y varios jesuitas de todo el mundo, la apertura de un evento que también ha traído a El Salvador a James P. McGovern, el congresista de Massachusetts que en 1989 era el principal asistente de Joe Moakley, a hablar del impacto que el martirio de los seis jesuitas y sus dos empleadas tuvo en la política exterior de los Estados Unidos. En la mesa de honor está, también, el padre Charly Curry SJ, en 1989 presidente de la Compañía de Jesús en los Estados Unidos y uno de los detractores más férreos de la política exterior de Washington, que entonces representaba Walker en El Salvador.
Han pasado 25 años. Algunas cosas han cambiado.
En el público también están Terry Karl, la profesora de Stanford que ha descrito en detalle la participación del Ejército salvadoreño en la masacre tras estudiar miles de documentos desclasificados del gobierno estadounidense y cuyo testimonio ha sido fundamental en el caso abierto en Madrid y en otro seguido en Massachusetts por delitos migratorios contra Inocente Orlando Montano, uno de los coroneles implicados.
Cerca de Karl hay tres salvadoreños que se acercan a saludarla. Sus nombres: Carlos Mauricio, Nerys González y Juan Romagoza. Los tres acusaron en 1999 a los generales Eugenio Vides Casanova y José Guillermo García de permitir que tropas bajo su mando los torturaran. El caso, litigado en una corte civil en Florida, donde los militares retirados viven, provocó una orden de deportación que está a punto de cumplirse.
“Aquí están ellos. Con ellos empezó todo”, dice, exultante, la profesora Karl mientras abraza por turnos a los tres salvadoreños, que no dudan en tomarse fotos y bromear.
A unos metros de Karl, la abogada Almudena Bernabeu conversa con jesuitas estadounidenses que han llegado hasta El Salvador a conmemorar. La mujer vino a El Salvador hace cinco días con un grupo traído por el Centro de Justicia y Rendición de Cuentas (CJA en inglés), una de las organizaciones que representa a las familias de las víctimas en España. La agenda los ha llevado a la tumba de Monseñor Romero en la Catedral Metropolitana, a comunidades rurales pobres atendidas por jesuitas y a el despacho de los principales asesores del presidente Salvador Sánchez Cerén, excomandante del FMLN. Ella, Bernabeu, ha aprovechado para decirle a El Salvador, a través de varios medios de comunicación que este Gobierno, como lo había hecho el de Funes, le ha prometido no entorpecer el caso judicial en Madrid.
Han pasado 25 años. Queda ver, al menos en el caso Jesuitas, si el Estado salvadoreño cambiará su actitud. Pronto podría haber una prueba de fuego: Madrid ha pedido formalmente a Washington la extradición del coronel Montano para abrir el caso a etapa de sumario y, con un reo presente, dejar sentada toda la prueba recaba por la Audiencia Nacional, que incluye testimonios de expertos como la profesora Karl, de testigos oculares como Lucía Barrera de Cerna y otro puñado de militares mencionados en los documentos desclasificados de Estados Unidos que estuvieron presentes en las reuniones donde se discutió la orden de matar a los jesuitas, así como miles de documentos secretos de los gobiernos estadounidense y español.
Algunas declaraciones públicas indican que Estados Unidos está, al menos, listo para reconocer la autoría intelectual del alto mando militar salvadoreño. Ya lo hizo, de hecho, a través de un funcionario de nivel medio. Fue el 2 diciembre de 2013 en el Museo del Holocausto de Washington, durante la celebración de los 10 años de existencia de la unidad de derechos humanos del Departamento de Seguridad Interna (DHS en inglés). Ese día, Daniel Ragsdale, jefe adjunto de DHS, dijo al enumerar casos en los que su oficina ha colaborado con la fiscalía general para sacar de Estados Unidos a exfuncionarios extranjeros acusados de violaciones a los derechos humanos: “Un caso es del coronel Inocente Montano, que está condenado… Hoy sabemos que a los jesuitas (en El Salvador) los mató un pequeño grupo en el alto mando, al que pertenecía el coronel Montano”.
Han pasado 25 años. La herencia del sistema de encubrimiento estatal que se perfeccionó con el ejercicio masivo desplegado para proteger a los responsables de la masacre de la UCA sigue a la vista en las instituciones de ese sistema, al que el Departamento de Estado en Washington lleva señalando de corrupto e ineficiente durante una década en sus informes anuales sobre el estado de los derechos humanos en el mundo.
Es el mismo sistema que hoy, 25 años después, es incapaz de lidiar con los 10 u 11 asesinatos violentos que ocurren cada día; o con el índice de niños asesinados anualmente, uno de los más altos de la región centroamericana y del mundo según el reporte de violencia más reciente de Naciones Unidas; o con el deplorable índice de condenas que logra su Fiscalía: cinco por ciento de todos los delitos denunciados.
“El sistema de investigación criminal salvadoreño sigue siendo la más débil y menos desarrollada de las instituciones democráticas… Los cuerpos de investigación criminal son incapaces de producir evidencia física suficiente y aceptable para satisfacer los requerimientos procesales en los tribunales…”, había escrito la CIA en 1989, un mes y dos días después de que agentes del Estado entraran a la UCA a matar a Ignacio Ellacuría Baescoechea, a Segundo Montes Mozo, a Ignacio Martín-Baró, a Joaquín López y López, a Amando López y Juan Ramón Moreno, sacerdotes jesuitas, a su cocinera, Elba Ramos y a su hija, Celina Marissette.
Lea la primera y la segunda entregas de este especial publicado por revista Factum y Plaza Pública.
* La imagen principal de este reportaje fue tomada durante el juicio por la masacre de la UCA, en 1991. En ella se aprecian al coronel Carlos Guillermo Benavides (derecha) y el teniente Ricardo Espinoza. Foto: Francisco Campos.
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1 Responses to “La mala herencia”
Gracias amigos del medio que nos presenta revelaciones que pocas veces las tenemos a la disposiciones ..porque es información que no comcideran que el pueblo deba de saber porque se trata de información que pondría en aprietos a los que tienen el poder ..pero la mentira podra ser sostenida por un soporte frágil que al final de los tiempos serán desenmascsrados los que nos han tenido con engaños por más de Quinientos años..les reiteró las gracias por su vsliosa información ..sigan adelante seguiré leyéndolos