La burla y el insulto. Esos son dos de los aspectos que podrían estar marcando actualmente el sentido del humor de la sociedad guanaca. A diferencia de las caracterizaciones ofrecidas años atrás por el actor Aniceto Porsisoca o el escritor Guayo Molina, autor de libros como “Guanaquiando”, los medios de comunicación y las redes sociales muestran con regularidad un humorismo salvadoreño basado casi por completo en la burla y el insulto.
No es indispensable ser un experto en Big Data para, con un simple recorrido por Facebook o Twitter, advertir cómo la burla “ocurrente” o el insulto “ingenioso” suelen emplearse como instrumentos habituales de relacionamiento interpersonal, e incluso como herramientas de debate o análisis político y social. Con demasiada facilidad y pasmosa frecuencia, se celebran y aplauden la falta de respeto y el escarnio público.
Como una manifestación externa, o como si fuese un “síntoma”, este signo pareciera señalar la presencia de una “enfermedad” subyacente: la intolerancia. Si se acepta como un hecho, este malsano sentido del humor exhibiría una suerte de deformación sociológica, en virtud de la cual se complica la convivencia civilizada y armoniosa, por cuanto las ideas o posiciones de los demás son blanco de denigraciones y afrentas colectivas, sin necesidad de estudiarlas detenidamente. Así, el país se asemejaría a un enorme patio de juegos de un colegio lleno de niños y niñas con muy mala educación. Tanto la clase política como la ciudadanía de a pie, en distintos grados y formas, se estarían sumando a este bullying masivo y recíproco.
Esa ineficaz ruta de interacción social tiene un paso siguiente: la personalización. A partir de ahí, de un lado y de otro, se olvida el examen de los planteamientos y la evidencia que los sustenta para pasar a concentrarse en las personas particulares, incluyendo vidas privadas, gustos específicos, rasgos individuales, afiliaciones grupales, etcétera. En otras palabras, llegado este punto, se atacan seres humanos e historias personales, no argumentos ni datos, en un ciclo nocivo de falacias ad hominem. Como riesgo adicional, en ciertas circunstancias esto pudiese anteceder al desarrollo de conductas violentas, a veces en clave defensiva, puesto que frente al “otro” se asumen lecturas dicotómicas y maniqueas del tipo: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama”. Habría que considerar la posibilidad de que, en general, nadie esté conmigo y tampoco contra mí, al menos no a muerte. Es más, quizás eso es justamente lo común y normal.
En definitiva, esta manera de conducir la convivencia social afecta y demerita el debate público acerca de la realidad del país, principalmente cuando se transforma en un estilo de actuación y disertación de analistas de cualquier cuño. Cuando este retorcido sentido (o sinsentido) del humor se combina con el intento de reflexión sobre la coyuntura nacional, resultan “opinólogos” que pierden la perspectiva y los problemas se les escurren de los dedos, porque ya no les importa escudriñar los hechos con honestidad, sino desacreditar y hasta destruir personas. Aunque las burlas y los insultos luzcan como valoraciones agudas e incisivas, lo cierto es que el pensamiento crítico no es lo mismo que la descalificación. Nunca lo ha sido y jamás lo será. Y talvez esa es la distinción que existe entre quienes quieren encontrar la verdad con rigor y quienes buscan tener la razón a toda costa. Ambas cosas no van siempre de la mano, y en ocasiones se oponen.
Es preciso elevar y refinar el debate, con un lenguaje, una actitud y un comportamiento social diferentes. El intercambio de ideas, fundamentadas en evidencia, no puede quedar en el plano emocional y estar movido por la ira o el miedo. Hay que trasladar ese ejercicio al nivel racional, con un adecuado método y un sereno respeto del “otro”, en especial por parte de los actores que más influyen en la opinión pública. Deben desaprender viejas costumbres y predicar con el ejemplo. De lo contrario, parafraseando a José Roberto Cea, efectivamente la “Guanaxia” acabará siendo “Irredenta” y continuará hundida en alguna modalidad del “bayunquismo”.
*Luis Enrique Amaya es consultor internacional e investigador en materia de seguridad ciudadana, asesor de organismos multilaterales y agencias de cooperación internacional; experto en análisis y gestión de políticas públicas de seguridad basadas en evidencia.
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2 Responses to “Sentido (o sinsentido) del humor salvadoreño”
Es necesario que aprendamos que el salvadoreño, NO es guanaco.
Decir guanaco es decir TONTO
Según las encuestas, principal motivación por ingreso a las pandillas: vacil. Estilo personal de gobernar de NABO: vacile. Sus seguidores (gran mayoría de salvadoreños hoy día), lo mismo. Es la muerte de la política, de las ideas; es el triunfo absoluto, irreversible, de la violencia, la sin-razón.