Frente al estado islámico (EI)

Frente al Estado Islámico es impostergable enfrentar a este grupo transnacional, hiperfanatizado, que ha crecido a expensas de amontonar piras de cadáveres en el Medio Oriente y Europa. No es posible dejar en pie, ya no se diga tolerar un grupo que somete a sus rehenes mujeres a servir como esclavas sexuales, que masacra a civiles, mujeres, ancianos, niños, que ejecuta a sus enemigos con saña espeluznante ufanándose de ello.

En esto el EI no hace distinciones respecto a sus víctimas. Da igual que sean cristianos, kurdos, musulmanes. Todo conglomerado, secta, población o individuo que se interponga en su cometido de erigir un califato que se imponga en la Mesopotamia, en Siria y el resto de esa región está a merced de sus ametralladoras y sus cuchillos. Las atrocidades del Estado Islámico podrían compararse con la barbarie nazi de mediados del siglo XX. De la misma manera que el partido de Hitler se arrogaba el derecho a esclavizar o exterminar a ciertas razas o grupos designados inferiores o degenerados, el EI somete o arrasa poblaciones enteras. Solo que a diferencia de los ideólogos nazis, los fundamentos destructivos del EI nacen del integrismo islámico, de una perversión doctrinaria que contradice cualquier fundamento humanista que pueda existir en esa fe.

El EI es una fuerza bien financiada y armada, pues cuenta con impresionantes recursos a través del control de pozos petroleros y otras riquezas. Pero esto no es lo más peligroso, lo más peligroso es su capacidad de ejercer una narcótica fascinación entre los jóvenes del mundo árabe. El Estado Islámico recluta en las regiones más quebrantadas y desesperanzadas de esa geografía, y atrae igualmente a jóvenes europeos de origen árabe que se sienten resentidos, marginados, desheredados de las sociedades europeas. Con medios inagotables de financiamiento, el EI puede ofrecerle a sus huestes zapatos, uniforme, armas, botín –particularmente atrayentes son las cautivas arrancadas a comunidades consideradas espurias, infieles, para convertirlas en concubinas– y una identidad. Una identidad y una utopía. La de pertenecer a ejército de Alá, un poder invencible, y el único capaz de reconstituir los califatos del pasado y cobrar venganza de los agravios, reales o inventados, que se remontan al tiempo de las Cruzadas.

Este ejército de Alá, más cruel y pesadillesco que Al Qaeda, que todavía se permite distanciarse de la barbarie de los yihadistas del EI al declarar que no mata mujeres o niños– es una secuela directa de la invasión angloamericana de Irak en 2003 concebida por el grupo de neoconservadores estadounidenses, y llevada a cabo por George W. Bush apelando a la gran mentira de las armas de destrucción masiva. Esa invasión devino en los abusos de Abu Ghraib, en la muerte de decenas de miles de civiles iraquíes, en la destrucción de un país, en la emergencia de ejércitos y fuerzas fundamentalistas religiosos y, finalmente, en la creación del Estado Islámico.

Irónicamente, Estados Unidos y Europa parecen haber empleado un doble juego con este grupo. Hace un año, todavía parecían verlo como una carta útil en los planes de la OTAN contra Siria, el contingente que pudiera contribuir con su milicia despiadada a despedazar el régimen enemigo de Bachar el Asad. Pero el EI no juega este juego. Ellos tienen su guerra santa. Ya se siente su audacia, su poder para expandir, empujar el teatro de guerra interminable del Medio Oriente a Europa, y quizá, a los Estados Unidos.

Los recientes ataques terroristas en París (la matanza en enero de los humoristas de la publicación Charlie Hebdò pudiera tomarse como un ensayo en la vía de armar matanzas espectaculares como la del viernes) se encuadran dentro de estos propósitos. Es de temer que haya iniciado una guerra de alcances insospechados.
Irónicamente, hace unos meses, Europa recibía con lágrimas y abrazos a centenares de miles de refugiados sirios y africanos y prometía integrarlos y darles una oportunidad en sus sociedades. Ahora, la opinión pública se volcará contra ellos y en adelante les verá como terroristas.

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