Esta vez es algo diferente

Latinoamérica y el Caribe no son ajenos a la corrupción. La región, y sus países, frecuentemente se posicionan por debajo de la media en cada índice global de transparencia y corrupción. No es en vano que organizaciones multilaterales como el Banco Mundial y el Banco Inter-Americano de Desarrollo han señalado a la corrupción como uno de los impedimentos más persistentes al desarrollo. Desde hace algunos meses son ocho los países de la región que se encuentran inmersos en escándalos de corrupción: México, Brasil, Guatemala, Honduras, Argentina, Perú, Venezuela y hasta Chile, que parecía inmune a la plaga, están lidiando con casos controversiales.

Sin embargo, estos escándalos parecen ocurrir en un entorno distinto al del pasado. En varios de estos países, y de manera muy marcada en los vecinos Guatemala y Honduras, los detalles de cada una de las acusaciones de malversación de fondos se ven acompañadas de movilizaciones ciudadanas que la región tenía años de no ver. Ciertamente la tradición de movilización y protesta social está arraigada en países como Guatemala y El Salvador. Quizás un poco menos en Honduras, con la excepción de las movilizaciones de 2009. Las explicaciones del porqué ahora es distinto son variadas y especulativas. Lo cierto es que son distintas y que esta vez “algo es diferente”.

Algunos de los factores importantes ya han sido expuestos por otros editorialistas en este medio, como por ejemplo: la espontaneidad de las protestas, la ausencia de actores político-partidarios, la naturaleza urbana y de clase media de las protestas, el uso de redes sociales y el rol de la juventud, entre otros. Una característica de las protestas en Guatemala y Honduras que me parece vital señalar es la naturaleza pacífica de las movilizaciones. Distinto a la costumbre sub-regional, nadie está pintando paredes ni destruyendo propiedad o quemando llantas y buses. Los pocos que han intentado manipular a grupúsculos rápidamente han sido señalados y disuadidos.

La pregunta que nos hacían los editores de Factum cuando nos invitaron a escribir esta columna era, ¿por qué en Guatemala y Honduras hay indignación masiva hacia la corrupción y en El Salvador no? Quien pretenda poder dar explicación a una interrogante de esas proporciones en algo se quedará corto. Pero el ejercicio de intentar responder tan importante cuestión vale la pena.

Partamos de la siguiente premisa, que aunque controversial sirve de punto de partida para la discusión: en El Salvador los canales institucionales aún mantienen cierta credibilidad (y funcionalidad) respecto a sus contrapartes en los vecinos países. No hay duda de que la institucionalidad democrática salvadoreña ha sufrido importantes reveses, pero un sistema de partidos políticos fuerte ha logrado generar, mal que bien, algún nivel de peso y contrapeso políticos. Guatemala tiene un sistema de partidos políticos débiles que carecen de institucionalidad y permanencia. En Honduras sí existe una tradición de larga data de partidos políticos fuertes, pero la atomización de propuestas desde la oposición les ha debilitado ante la maquinaria del Partido Nacional.

De igual forma, aunque la mayoría de la población identifique al sistema judicial como débil, la labor de la Sala de lo Constitucional en El Salvador ha servido de muro de contención para los intentos de otros órganos del Estado de meter mano donde no deben. La función de la Sala de lo Constitucional en El Salvador es otro ejemplo de cierta funcionalidad institucional. En Guatemala la batalla por la independencia del sistema judicial fue lo que originó la primera parte de la crisis del gobierno de Pérez Molina. El Ejecutivo cargó los dados en la selección de magistrados y jueces. Desde una sociedad civil cansada de ver un sistema judicial parcializado fue que surgieron las primeras movilizaciones ciudadanas a finales de 2014. En Honduras el gobierno ya había ejercido presión, hace algunos años, para nombrar a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Estos mismos magistrados fueron quienes dieron aval a la reelección presidencial.

La corrupción no se debe relativizar. La agenda de transparencia y anti-corrupción debe ser prioridad para cualquier sociedad con ambiciones de progreso. Los hermanos guatemaltecos y hondureños tienen una oportunidad importante de reformar el Estado, transparentarlo y modernizarlo. La sociedad civil tiene la difícil tarea de seguir presionando para proponer y empujar reformas electorales, de financiamiento político y de servicio civil que llevan años engavetadas en los órganos Legislativos.

En El Salvador debemos estar atentos a defender las instituciones que aún conservan cierta funcionalidad para luego mejorarlas. Apostarle a un proceso de reforma política del Estado desde la Sala de lo Constitucional puede carecer de sostenibilidad. Los actores políticos, sociedad civil, sector privado y academia deben ser parte de las discusiones que tracen un nuevo rumbo y visión para un Estado salvadoreño moderno y eficiente. La institucionalidad debe ser la única vía para reformar el Estado y transparentarlo. La presión ayuda, no hay duda, pero no debemos perder de vista que son las instituciones democráticas las que deben reflejar los anhelos de un país. Las instituciones las conforman personas, ciudadanos, y si lo que ellas reflejan no es lo que un país entero anhela entonces habrá que reformarlas.

Lo cierto es que la clase política salvadoreña debe tener muy claro que la región ha cambiado. Las formas de participación cívica han llegado para quedarse; las redes sociales sí tienen el poder de movilizar a las masas. La región ahora es casa de una población noble y sabia que entiende que los políticos deben responderles a ellos. Si después de observar lo que está ocurriendo en Guatemala y Honduras aún existe un político salvadoreño que no ha entendido que es a la población a quien debe responder el tiempo le hará entender.

 

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