Corruptópolis

La sensibilidad social por el impacto de la corrupción en la vida de las sociedades es un hecho reciente. En Honduras se reveló el financiamiento de la campaña del actual gobernante con dineros proveniente del saqueo del Seguro Social. En Guatemala, el escándalo que llevó a la renuncia del expresidente y la acusación formal de la entonces vicepresidenta marcó un hito en la historia reciente de América Latina. En Brasil, la popularidad de la presidenta Dilma Rousseff se fue a pique cuando se descubrió un escándalo de corrupción de grandes proporciones en Petrobras. México tuvo su capítulo de indignación cuando se conoció de las negociaciones y aparentes pagos de empresas contratistas del Estado, que casualmente regalaron lujosas residencias a la Primera Dama de la República. Panamá, con el caso de los exministros de Martinelli, y casi que a nivel latinoamericano en diferentes escalas, escándalos de corrupción han ido despertando la indignación y la protesta por parte de la sociedad civil.

La FIFA, el ente regulador del Fútbol en el mundo, no escapó a esta dinámica y ahora sigue empantanada en un escándalo que ha dejado mal parado a uno de los deportes más importantes y millonarios del mundo.

En El Salvador, meses atrás se comenzaron a conocer los excesos y despilfarros de algunos funcionarios que actualmente siguen en funciones. Incrementos de patrimonio de más del 100%, negocios florecientes que milagrosamente surgen y que nadie investiga. Las denuncias, los indicios y los políticos rasgándose las vestiduras abundan. Sin embargo, aparentemente nadie investiga. La sociedad se indigna y sale a las calles, hace bochinche, marchan y ondean banderas, pero en el fondo nada sucede.

El reciente escándalo de un político de derecha salvadoreño a quien se le congelaron los fondos y cuyo patrimonio ahora se investiga más bien parece un señuelo, que un paso en la dirección correcta para establecer una real política de Estado contra la corrupción. No hay una labor consistente del Estado por investigar. No hay casos ejemplarizantes que disuadan a los detentores del poder para abstenerse de sus malas prácticas políticas. Más bien es casi al contrario: los que desean riqueza rápida se meten al ruedo político y se escudan en la “tradición” y en la “experiencia política” para perpetuar un sistema que lo único que genera, de forma consistente, es pobreza y desigualdad.

El impacto de la corrupción en el desarrollo de los pueblos es demoledora: pobreza, mortalidad infantil, desaceleración económica, reducción de las tasas reales de educación, inseguridad, desarticulación de la institucionalidad y otros muchos efectos frenan de forma importante a las sociedades y abren posibilidades para que industrias al margen de la legalidad, como el narcotráfico y otros sectores oscuros, se abran campo en la sociedad, la permeen y perpetúen un modelo de “negocio” que no es beneficioso para las mayorías.

Parte del problema no sólo está en el desinterés por la política y la memoria de corto plazo que tiene nuestra sociedad y la latinoamericana, que olvidan todo porque van de un problema a otro, sin pensar mucho en el rumbo. La falta de conocimientos y la sensación de “nada puede hacerse” juegan en contra de toda iniciativa que busque denunciar, frenar o reparar los daños hechos por la corrupción.

Para lidiar con la frustración que produce esta realidad, los españoles, quienes estiman que la corrupción les cuesta el 1% del PIB anual (unos 10,000 millones de Euros), idearon un juego de mesa denominado Corruptópolis, cuyo objetivo es llegar a Villa Corrupta y responder correctamente una pregunta de cada caso, pasando antes por la Guía Básica del Corrupto y los Atractivos Nacionales, que constan de diferentes tipos de pruebas donde los equipos deberán dar rienda suelta a su imaginación para intentar engañar al otro equipo o conseguir otros fines, dependiendo de la prueba.
Como juego, puede sonar divertido y aleccionador. Pero lo cierto es que la corrupción no es un juego, ni debería ser un tema para el entremés con los amigos. Se requiere de una acción decidida del Estado para erradicar este mal. La independencia de las instituciones es clave para lograr este fin y, por ello, es urgente abrir más espacios de participación ciudadana que nos permitan propiciar encuentros de diálogos con los diferentes sectores de la sociedad, reconociendo que es importante trascender de este nivel de “diálogo” si es que realmente queremos cambiar las cosas.

El camino por la transparencia no es fácil, pero estamos en un punto de la historia donde debemos comprender que parte de tener los mismos resultados es que seguimos buscando las mismas respuestas. Debemos comenzar a trabajar por generar verdaderos espacios de participación y contraloría ciudadana desde los diferentes entornos en los que nos movemos, exigiendo que los órganos e instituciones ya establecidos, funcionarios públicos, ejerzan su labor con independencia y bajo el mandato que la ley les confiere.

El reto es pasar de los discursos bonitos de denuncia e indignación, a la acción, recordando que la corrupción tiene múltiples caras como facetas, que van desde copiar en examen, arreglos bajo la mesa, madrugones y no acceso a información de interés nacional, entre otras más, que podría continuar mencionando, pero lo verdaderamente importante es reconocer que si no hacemos los esfuerzos por frenar la corrupción esta se puede convertir en el “modus operandi” de toda una sociedad.


 

[Adela Lemus estudió licenciatura en Relaciones Internacionales, con especialidad en Formulación y Ejecución de Proyectos de Cooperación. Actual presidenta de la organización de Jóvenes en Acción Política que trabaja por el respeto a la institucionalidad, el Estado de Derecho, la transparencia y la rendición de cuentas de los funcionarios públicos]

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